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miércoles, 30 de abril de 2014

EN LA OSCURIDAD (Anton Chejov)


Una mosca no muy grande se abrió paso por la nariz de Gagin, asistente del procurador. Quizá la inspiró la curiosidad, o quizá llegó hasta allí por atolondrada o a causa de un accidente en medio de la noche; sea como fuere, la nariz advirtió la presencia de un cuerpo extraño e hizo ademán de estornudar. Gagin estornudó, estornudó de manera impresionante, con tal descarga y tal ruido que la cama se sacudió y los resortes traquetearon. La esposa de Gagin, María Mijailovna, una mujer rubia, regordeta y fornida, también se sobresaltó y se despertó. Miró a través de la oscuridad, lanzó un suspiro y giró hacia el otro lado. A los cinco minutos, volvió a girar y apretó los párpados con fuerza, pero ya no podía conciliar el sueño. Después de varios suspiros y de dar vueltas a uno y otro lado, se levantó, pasó por encima de su marido, se puso las pantuflas y se acercó a la ventana.

Afuera estaba oscuro. Apenas podía distinguir los contornos de los árboles y el techo de los establos. Se veía, en dirección al Este, una tenue palidez que pronto quedaría cubierta por las nubes. La quietud del ambiente era perfecta, envuelta en somnolencia y brumas. Hasta el guardián, contratado para alterar el silencio, callaba; incluso callaba el rey de codornices, la única criatura alada que no huye de la presencia de los veraneantes.

María Mijailovna fue quien rompió el silencio. Desde la ventana, con la vista fija en el patio, lanzó de pronto un grito. Le pareció que una sombra salía del vergel del álamo deshojado en dirección a la casa. Por un segundo creyó que era una vaca o un caballo; pero después de frotarse los ojos, distinguió la silueta de un hombre.

Notó entonces que la sombra se acercaba a la ventana de la cocina y, después de un momento de indecisión, ponía un pie en el alféizar y desaparecía en la oscuridad de la ventana.

«¡Un ladrón!», pensó, y una palidez mortal le atravesó el rostro.

En un segundo, le cruzó por la mente esa imagen tan temida por las mujeres que van de veraneo al campo: un ladrón que se mete en la cocina, y que de la cocina, entra en el comedor... la platería en la alacena... y luego va a la habitación... con un hacha... el rostro de bandido... las joyas... Le flaquearon las piernas y le corrió un escalofrío por la espalda.

—¡Vasia! —gritó, sacudiendo a su marido—. ¡Vasili! ¡Vasili Prokóvich! ¡Ah! ¡Por Dios, no reacciona! ¡Despierta, Vasili, te lo ruego!

—Mmm... ¿Sí? —protestó el asistente del procurador, aspirando una gran bocanada de aire y lanzando un gruñido.

—¡Por amor de Dios, levántate! ¡Entró un ladrón en la cocina! Estaba mirando hacia fuera y vi que alguien se metía por la ventana. Pronto va a llegar al comedor... ¡Los cubiertos están en la alacena! ¡Vasili! Se metieron en la casa de Mavra Yegorovna el año pasado.

—¿Qué..., qué pasa...?

—¡Cielos! No me entiende. ¡Escucha, idiota! Te estoy diciendo que acabo de ver a un hombre entrar por la ventana de la cocina. Pelagia se va a llevar un buen susto... ¡y la platería está en la alacena!

—Tonterías.

—¡No aguanto más, Vasili! Te hablo de un peligro real y tú te echas a dormir y a roncar. ¿Qué te pasa? ¿Prefieres que nos roben y nos asesinen?

El asistente del procurador se levantó con lentitud, se sentó en la cama y empezó a bostezar.

—¡Dios mío, qué criaturas las mujeres! —murmuró—. ¡No te dejan en paz ni por la noche! ¡Despertar a un hombre por una tontería así!

—Pero, Vasili, te juro que vi a un hombre entrar por la ventana.

—Bueno, ¿y qué? Déjalo que entre... Estoy seguro de que es el novio de Pelagia, el bombero.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Digo que es el bombero de Pelagia, que ha venido a visitarla.

—¡Peor todavía! —aulló María Mijailovna—. ¡Peor que un ladrón! No voy a permitir tal cinismo en mi propia casa.

—¡Vaya arrogancia! ¡Ahora somos virtuosos! ¿No vas a permitir tal cinismo? ¡Como si eso fuera algo cínico! ¿Por qué de repente empiezas a usar palabras extranjeras? Querida, es algo que sucede desde que el mundo es mundo, y la tradición lo justifica. ¿Para qué nos sirve un bombero, si no es para hacerle el amor a la cocinera?

—¡No, Vasili! ¡Hablas como si no me conocieras! Nunca permitiré algo así... en mi propia casa. ¡Debes ir en este instante a la cocina y decirle que se vaya! ¡En este mismo instante! Y mañana le voy a decir a Pelagia que no puede rebajarse de ese modo haciendo esas cosas. Cuando me muera, podrás tolerar toda la inmoralidad que quieras en tu casa, pero hasta entonces, ¡nada de eso! Ahora, ¡anda!

—Maldita sea —renegó Gagin, fastidiado—. Usa tu microscópico cerebro de mujer: ¿para qué voy a ir?

—¡Vasili! Mira que me desmayo...

Gagin maldijo, se puso las pantuflas, volvió a maldecir y se dirigió a la cocina. Afuera estaba oscuro como el fondo de un barril, y el asistente del procurador tuvo que guiarse por el tacto. A tientas, llegó hasta la puerta de la habitación de los niños y despertó a la niñera.

—¡Vasilisa! —llamó—. Anoche te llevaste mi bata para pasarle el cepillo. ¿Dónde está?

—Se la di a Pelagia para que ella la cepillara, señor.

—¡Qué descuido! Te la llevaste y no me la devolviste... ¡Ahora tengo que andar por la casa sin la bata!

Al llegar a la cocina, se dirigió al rincón donde, en una caja debajo del estante de las cacerolas, dormía la cocinera.

—Pelagia —dijo, sacudiéndole el hombro—. ¡Pelagia! ¿Por qué finges? ¡No estás dormida! ¿Quién es el que acaba de entrar por la ventana?

—Mmm... Eh... ¡Buenos días! ¿Por la ventana? ¿Y quién podrá ser?

—¡Vamos, no sirve de nada que me mientas! Lo mejor que puedes hacer es decirle a ese bribón que se vaya cuanto antes. ¿Me escuchas? ¡No tiene nada que hacer aquí!

—¿Se siente bien, señor, por amor de Dios? ¿Acaso cree que soy tan tonta? ¡Me paso todo el día trabajando, sin un minuto de descanso siquiera, y ahora me viene a hablar así en medio de la noche! Cuatro rublos al mes... además de tener que pagar por mi propio té y mi propia azúcar, ¡y éste es el reconocimiento que recibo por el trabajo que hago! ¡Antes vivía en la casa de un comerciante y nunca me insultaron de esta manera!

—Bueno, bueno, ¡no me vengas ahora con tus quejas! En este momento tu amigo se tiene que ir. ¿Me entiendes?

—Debería darle vergüenza, señor —dijo Pelagia, y Gagin podía oír las lágrimas en su voz—. ¡Gente tan elegante y educada, pero sin la menor idea de lo mucho que trabajamos... durante nuestra vida miserable! —Rompió a llorar—. Qué fácil es insultarnos. No tenemos a nadie que nos proteja.

—Bueno, está bien... A mí no me importa. Tu patrona es la que me manda. Puedes dejar entrar al mismo diablo por la ventana, si quieres. ¡A mí me da igual!

Lo único que le quedaba al asistente del procurador era aceptar que se había equivocado y volver con su esposa.

—Lo que te decía, Pelagia —continuó—, es que tú tienes mi bata y la ibas a cepillar. ¿Dónde está?

—Ay, lo lamento, señor. Me olvidé de ponerla en su silla. Está colgada de un gancho cerca del horno.

Gagin fue hasta el horno, tomó la bata y se la puso. Volvió silencioso a su habitación.

Cuando su marido salió, María Mijailovna volvió a meterse en la cama y se puso a esperar. Los primeros tres minutos se quedó tranquila, pero luego empezó a preocuparse.

«Cuánto tarda», pensó. «No me importa que sea ese hombre... el inmoral ese... ¿pero si es un ladrón?»

Y una vez más, le vino a la cabeza la imagen de su marido entrando en la cocina a oscuras... un golpe con un hacha... muriendo, sin proferir un gemido, en silencio total... un mar de sangre...

Pasaron cinco minutos... cinco y medio... por fin, seis... Un sudor frío le corrió por la frente.

—¡Vasili! —gritó—. ¡Vasili!

—¿Qué tanto gritas? Acá estoy —oyó la voz de su marido y sus pisadas—. ¿Te están asesinando?

El asistente del procurador se acercó a la cama y se sentó en el borde.

—No había nadie en absoluto —le explicó—. Fue una fantasía tuya, criatura endemoniada... Puedes dormir tranquila. La tonta de Pelagia es tan virtuosa como su patrona. ¡Qué cobarde eres! ¡Qué...!

El asistente del procurador comenzó a burlarse de su mujer. Estaba bien despierto en ese momento y no tenía deseos de volver a dormir.

—¡Eres una cobarde! —se rió—. Deberías ir mañana a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una neurótica!

—Qué olor a aceite —lo interrumpió su mujer—. A aceite o algo así, cebolla, o sopa de repollo...

—Sí... Hay un olor... No tengo sueño. Quiero decir, voy a encender una vela. ¿Dónde están los fósforos? Y, de paso, te voy a mostrar la fotografía del procurador del Palacio de Justicia. Nos dio a todos una fotografía con su autógrafo cuando se despidió de nosotros ayer.

Gagin frotó un fósforo contra la pared y encendió una vela. Pero antes de que pudiera levantarse para ir a buscar la fotografía, oyó un grito espeluznante a sus espaldas. Se dio vuelta y notó que su mujer lo miraba, con los ojos muy abiertos, llena de asombro, ira y horror...

—¿Te quitaste la bata en la cocina? —preguntó, pálida.

—¿Por qué?

—Mírate.

El asistente del procurador se miró en el espejo y tragó saliva.

Sobre los hombros no llevaba la bata, sino el sobretodo del bombero. ¿Cómo podía ser? Mientras trataba de encontrar la respuesta, su esposa comenzó a imaginar una escena muy distinta, espantosa e intolerable: oscuridad, silencio, susurros... y muchas, muchas cosas más.

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