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miércoles, 5 de junio de 2013

AUSENCIAS (Juan Antonio Masoliver Ródenas)

¡Treinta años desde entonces! Uno sólo se da cuenta del paso brutal del tiempo cuando de pronto encuentra un punto de referencia tan lejano como el que encuentro ahora. Habíamos estudiado en la misma Universidad. Cinco años. Su novio se llamaba Jerónimo Ondárroa. A Rosa María le gustaba bailar en la playa o por los pasillos de la facultad, cantar las canciones más tontas y más divertidas, tomarse martinis hasta que le brillaban los ojos, y reírse de los hombres a los que abrazaba y besaba. Le gustaba reírse. Un día, en una fiesta que hice en mi casa de Masnou, me agarró por la camisa, me arrastro hacia un rincón y me metió la lengua en la boca. Yo metí la mía en la suya. En el jardín se oía la risa estentórea de Ondárroa. El beso era interminable. Teníamos las bocas llenas de saliva. ¿Cuándo había que acabar? ¿Cómo iba a acabar? ¿Se iba a acabar todo cuando terminara el interminable beso? No fue así: me llevó a un cuarto y empezó a desnudarse. Pero yo era el anfitrión y la fiesta no era sólo para ella. Y en cualquier momento podría entrar alguien a buscarme. El mismo Ondárroa, si no se le había atragantado la risa. Ya estaba desnuda cuando le dije: “Perdona, vuelvo enseguida.” Salí. La verdad es que me olvidé de ella. Y ahora me la encuen­tro, treinta años más tarde, y aunque al principio me he quedado indeciso, su efusividad me ha ayudado a recono­cerla. Han pasado los años, pero también y más para mí. Ella se mantiene en forma. Y la simpatía la rejuvenece. “¿Nos sentamos en el Doria?”, me propone. Siempre es ella la que toma la iniciativa. Nos sentamos en la mesa donde nos sentábamos cuando éramos estudiantes, debajo del plá­tano. Sin preguntarme, me pide una cerveza. “¡Maga!”, le digo. Le brillan los ojos de alegría. Nos preguntamos cosas por preguntar, sin esperar una respuesta, por el puro placer de estar hablando. Y de pronto siento que finalmente, en esta ciudad inhóspita que el tiempo ha hecho todavía más inhóspita, puedo comunicar con alguien. Alguien que fue una buena amiga y con la que comparto tantas cosas del pasado, ese pasado al que cada día vuelvo con más frecuen­cia. Me pregunta si estoy contento en Londres y yo le doy de Londres una imagen muy idílica, para que no se le escape la ironía. “¡Y yo que lo más lejos que he llegado es a Montserrat”, exclama con divertida envidia. Y entonces me entra una especie de hundimiento extraño, como cuando en los sueños nuestra madre se aleja por un paisaje de hojas y cada vez se hace más pequeña hasta que desaparece en el horizonte. Siento que necesito una mano y sé que ella es la única persona ante la que puedo desnudarme y se lo digo, le digo que es conmovedor recuperar algo que creíamos perdido y que de pronto está aquí, a nuestro alcance, como cuando uno está llorando, en los sueños, ante la madre muerta, y le despierta el cálido beso de la madre. “No me gusta la gente que se desnuda sentimentalmente, me parece obsceno y abusivo, pero contigo es distinto.” Le tomo la mano y le hablo de mi acumulación de fracasos sentimenta­les, de mi soledad, de mi incapacidad para identificarme con el lugar donde vivo, de mi impaciencia ante la estupidez humana. Ella escucha y asiente y parece agradecer mis palabras, como si fueran la mejor forma de recuperarme. De pronto me dice: “Perdona que te interrumpa, Juan Antonio, pero me parece que se han olvidado de tu cerveza”, y se levanta para llamar al camarero, como cuando en esta misma mesa yo estaba besando a Helena, lamiéndole el cuello y las orejas, y ella pedía cerveza para los cuatro para que no se rompiera aquella efímera magia. Su ausencia de unos minutos me duele, me cruje la nostalgia, la necesidad de hablarle, esta posibilidad de comunicar que yo creía perdida para siempre. Pero no tardo en darme cuenta. Soy yo el que llama al camarero con un gesto y le pide una cerveza. Y ya de noche, cuando veo que están a punto de cerrar, me levanto y pago, para no sentir que me están expulsando.

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