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viernes, 24 de mayo de 2013

EL HIJO QUE VIENE DE PARTE DEL HIJO (Luis Mateo Díez)

A Verino lo esperó su madre como Penélope esperó a Ulises, pero la madre de Verino no tejía y destejía para alargar la espera, entre otras cosas porque se había quedado ciega, y además porque nadie le urgía el regreso, antes al contrario, en el regreso de Verino nadie creía doce años después de su partida y tras la comunicación del mando Divisionario, en la que se le había dado por muerto o definitivamente desaparecido allá por los alrededores de alguna ciudad rusa de la república de Ucrania.
La espera de la vieja Ercina estaba alimentada, sin embargo, por una carta de Verino, que ni el mismo mando Divisionario debió conocer, y de la que, por supuesto, tenían noticia todos los habitantes de Hontasul. En Celama habían sido tres o cuatro los reclutados con el engaño de un destino aventurero, en aquella División que ayudaría a los alemanes en Rusia.
Ninguno de ellos había vuelto.
Era una carta escrita desde un hospital de Jarkov donde, al parecer, estaba recluido a consecuencia de una herida mal curada en el muslo izquierdo, tras haberse extraviado en la retirada de las tropas alemanas y convivir como desertor con los partisanos rusos, al menos eso daba a entender.
-No sé si dice que va a morir o que viene... -comentó angustiada la vieja Ercina, indicando temblorosa los renglones de aquella carta que, por lo escueta y dramática, vaticinaba casi el estertor de quien la había escrito.
-Lo que parece decir es que, en cualquier caso, alguien vendrá en su nombre para que usted no se quede definitivamente sola, si él no puede. Allí da la impresión deque Verino encontró un compañero a quien no le importa volver para que no pierda del todo a su hijo.
-Qué historia más rara... -decía la vieja Ercina-. ¿Qué hijo dejaría de serlo para que otro lo sustituya? Es hijo único el que no tiene hermanos y Verino lo fue por la gracia de Dios y de mi esposo, aquel hombre que me lo hizo la misma noche que al despertarse sintió que el corazón se le acababa y a mi lado quedó, muerto de repente con la conciencia del deber cumplido.
Todavía existe en el camino de Loza, a tres kilómetros de la carretera de Hontasul a Sormigo, una lápida que alguien labró con menos destreza de la necesaria, en la que puede leerse con demasiada dificultad un nombre extraño y una fecha desvaída. Está medio enterrada entre la cuneta y la linde de la hectárea donde la vieja Ercina tuvo la Noria que un día atendió su marido, antes de la noche en que se le acabó el corazón.
-Nadie en Hontasul da demasiada fe de ella... –decía Leda a su prima Osina, una tarde que la buscaban mientras cortaban altamisas.
-Porque de la historia del ruso nadie quiere acordarse. En el pueblo, muerta Ercina y muerto aquel hombre que vino de tan lejos, todo fueron dudas y figuraciones.
-Con la yema del dedo... -dijo Leda cuando descubrió la lápida y, después de limpiarla, buscó las toscas hendiduras que componían las letras- algo puede leerse, pero es un nombre tan raro. La fecha sí que se borró...
Las dos muchachas estaban arrodilladas en la cuneta, embebidas en el hallazgo que refrescaba la memoria de una historia incompleta.
-Dice Boris Olenko... -leyó Leda, y su prima Osina dejó que guiase la yema de su dedo índice por las letras desvaídas, hasta cerciorarse.
-¿Es de veras un nombre ruso...? -quiso saber.
-De Ucrania... -informó Leda, recordando lo que había oído-. De otra Llanura que como ésta tiene el límite de dos ríos, que en vez de llamarse Urgo y Sela se llaman, si no me equivoco, Dniéster y Don. Dicen que muchísimo más grande y menos pobre.
Habían pasado dos años desde que la vieja Ercina recibió aquella especie de carta testamentaria que alimentaba, a partes iguales, la esperanza y el sufrimiento.
En la madrugada de un doce de noviembre, con la planicie helada y la atmósfera corrompida por el frío, vino un hombre por el camino de Loza y, al llegar a la altura de la Piedra Escrita, se detuvo un momento, dicen que sacó del macuto que cargaba a la espalda un papel arrugado y, después de consultarlo como si se tratase de un plano, cruzó hacia las hectáreas del Podio, en línea recta a la casa de la vieja, que era la primera en las estribaciones del pueblo.
-Ese hombre, según le oí a mi madre... –dijo Leda- vestía un abrigo muy largo, llevaba un pasamontañas y tenía la barba y el bigote muy crecidos. Tu madre se acuerda menos porque era la más pequeña, pero todo el mundo en Celama supo en seguida que se cumplía lo que la carta de Verino anunciaba, aunque a la vieja Ercina, como era de esperar, aquello le causó al principio más dolor que alegría.
El hombre llamó a la puerta del corral. Traía las manos enfundadas en unos guantes de lana y calzaba botas de media caña bien claveteadas. Parece que la vieja Ercina estaba dormida y tardó mucho en despertar. La vista ya la había perdido por completo pero dominaba a la perfección los espacios de la casa y el corral, hasta los últimos rincones. Cuando tomó conciencia de que llamaban, se incorporó en la cama, y cuando escuchó la voz del hombre supo, a ciencia cierta, que Verino había muerto, duda que siempre había guardado en secreto como alimento de una inútil esperanza, y sintió miedo, un miedo tan extraño que llegaba a paralizarla y hacerle dudar si debía contestar a aquella llamada de alguien a quien también secretamente se había acostumbrado a esperar.
-El hombre hablaba sin mucho acento, aunque con frecuencia decía cosas y palabras que no podían entenderse. Estaba claro que la amistad con Verino no sólo le había servido para aprender el idioma, también para conocer todo lo que de Celama, Verino recordaba.
-La llamaba madrecita... -dijo Osina, que intentaba de nuevo guiar la yema del dedo índice por las letras borrosas-. Así la llamaba desde aquella misma madrugada hasta el final. La tía Leda dice que es el diminutivo familiar de los rusos.-Mi madre se lo oiría en alguna ocasión. Es verdad que la llamó así aquella madrugada, cuando Ercina se levantó y bajó las escaleras para abrir la puerta del corral.
Se había puesto una toquilla sobre los hombros y bajaba inquieta, con más lentitud que nunca.
-¿Quién llama...? -inquirió, sin albergar la más mínima duda sobre la identidad del que lo hacía.
-Ábrame, madrecita... -suplicó el hombre-. Soy el hijo que viene de parte del hijo. Casi un año llevo de viaje para llegar a esta tundra, que tanto se parece a la mía.
El hielo de la madrugada seguía corrompiendo la atmósfera y probablemente la tundra era en la memoria del hombre el mismo Territorio helado que derrotaba la distancia, quiero decir que el destino de tan largo viaje no parecía corresponderse con las fatigas del mismo, porque Celama formaba parte de la misma memoria.
Boris Olenko siempre reconoció, en aquellos años que vivió en la Llanura, el aroma originario de los desiertos que cultivaban la intemperie con parecidos vientos y un gemelo cansancio en los horizontes, apenas diferenciado por la sombra de los abedules.
-Ella se resistía a abrirle... -dijo Leda- porque tanto tiempo y tanta confusión la habían hecho tan temerosa como desconfiada. En el pueblo respetaban y atendían a Ercina sin que se percatase, para no abrumarla. Mi madre y mi tía decían, a la vista del cambio que se produjo en su carácter con la llegada del hombre, que nadie supo nunca lo que pudo pasar en el corazón de la vieja, porque la soledad y el sufrimiento son las mejores prendas del secreto.
-Se hizo a la idea de que era de verdad su hijo… -comentó Osina, que no lograba completar el apellido con la yema del dedo.
-El hombre vivió esos años como hijo y como ruso, trabajó las hectáreas y la siguió llamando madrecita. Nunca tuvo muchas amistades ni era demasiado elocuente, pero alguna que otra vez, en el Casino de Sormigo o en las tabernas de Loza y Hontasul, bebía como los más aficionados y sólo en un carro era posible volverlo a casa.
-Tampoco tardó mucho tiempo en saberse que estaba enfermo... -dijo Leda-. Cuando hay nieve y se escupe sangre no hay modo de disimular. Los tres años que Ercina lo tuvo de hijo cambiaron su carácter y luego, como dice mi madre, a la felicidad de tenerlo le sucedió la pena y la melancolía de haberlo perdido, igual que había perdido al hijo verdadero.
El hombre parecía no tener fuerzas para seguir llamando. Intentó apoyarse en el vano de la puerta y suspiró para contener el desfallecimiento y no dar muestras del mismo. Los últimos kilómetros de la Llanura habían agotado sus pasos pero sabía que debía sacar fuerzas de flaqueza, porque la ilusión de la llegada tenía que acomodarse al optimismo de estar cumpliendo una promesa o una expiación.
-Ábrame, madrecita... -repitió de nuevo- que soy el hijo que viene de parte del hijo.
-Dime si murió... -inquirió la voz trémula de la vieja Ercina.
-En mis brazos... -confirmó el hombre.
-Entonces espera que me seque las lágrimas y, mientras lo hago, vete decidiendo lo que vas a decirme en seguida, porque de esto sólo vamos a hablar ahora, cuando todavía no te he abierto ni te he visto la cara. Nadie viene desde tan lejos por razones materiales ni tampoco por una promesa sentimental, yo soy lo suficientemente vieja para saber algo del corazón humano. Lo suficientemente vieja y lo suficientemente curtida, y ni un día dejé de pensar inquieta en la carta de Verino. ¿Me estás escuchando...?
El hombre había acercado el oído a la puerta y sujetaba las manos abiertas sobre ella.
-Sí, madrecita... -confirmó.
-Pues lo que tengas que decirme, dímelo ya –le urgió la vieja Ercina controlando a duras penas la emoción y el dolor de sus palabras, que vaticinaban la presunción más oscura que durante tanto tiempo había corroído su corazón-. No me engañes y, por Dios, hazlo antes de que empiece a quererte como a él le quise.
Los guantes del hombre acariciaron las esquirlas del hielo en la madera de la puerta y el esfuerzo de la caricia preludiaba su desplome porque era como un movimiento inanimado, el rastro insensible de una huella aterida por donde su conciencia llegaba a congelarse.
Fue entonces cuando la vieja Ercina escuchó sus desolados sollozos y tuvo la seguridad de que ese llanto de arrepentimiento se compaginaba con lo más oscuro de su presunción, aquel secreto que venía turbando el sueño de sus noches, cuando el rostro rejuvenecido de Verino musitaba su nombre y de sus labios brotaba un hilo de sangre.
-Vamos, no te dé miedo... -le urgió, mientras comenzaba a abrir la puerta con el corazón invadido por la piedad.
-Madrecita... -suspiró el hombre, a punto de derrumbarse- a lo que vengo es a pedirle perdón por haberlo dejado morir.
Leda y Osina guardaban silencio. Por el camino de Loza se levantaba un viento ralo y en la lejanía de la carretera de Hontasul podía predecirse el ruido de los camiones de la Ruta.
-¿Por qué lo enterrarían aquí, estando el cementerio de Santa Trina tan cerca...? -preguntó Osina.
-Por la religión... -dijo Leda-. Boris Olenko era ortodoxo, como casi todos los rusos.
-¿Y a Verino...? -inquirió Osina, como si en ese instante el recuerdo del hijo verdadero de la vieja Ercina le resultara un enigma que el tiempo y la distancia envolvían sin remedio.
-A Verino lo enterró la vieja con ella... -dijo Leda muy seria- porque un hijo sólo puede enterrarse en el corazón de la madre que lo pierde.

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