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miércoles, 29 de mayo de 2013

CARTA DE ALLÁ (Pablo Andrés Escapa)

Nunca le había pesado tanto la valija. Y nunca fue tan triste la cuesta del Villar, mediado el mes de mayo.
A distraer la memoria de aquella carga oculta no bastaban las cunetas cantoras, ni las hojas temblonas, ni los hilos de agua que desbordan el camino fingiendo ríos minúsculos por los que perderse con el pensamiento. El cartero solo tenía un pesar que lo amargaba todo: cómo decirle a la viuda de Luján lo de la carta.
La carta había llegado hacía ya unos días. Pero había que hacerse a la idea y acaso preparar el discurso. «El discurso fúnebre», pensó el cartero en cuanto vio el sobre orlado de negro, matasellado en Santiago de Cuba, un catorce de abril. Todavía le viene el recuerdo del temblor con que sostuvo el sobre, el zumbido que le llenó de pronto los oídos mientras repasaba la caligrafía limpia, los trazos esmerados que venían a ponerle cara a la desgracia en tinta negra: «Sra. Dña. Ángeles de Luján». Y el rotundo sello de un Consejo Supremo de Guerra y Marina poniendo peso de plomo sobre el destino apuntado en alguna oficina de ultramar: Villar de Santa Eulalia. «Un lugar remoto, desde allá», echa cuentas el cartero; y qué cerca quedaba ahora ese nombre escrito sobre una carta matasellada en Cuba, poco más que coronar la cuesta.
El cartero camina despacio, retrasando lo que puede el horizonte. Por estas revueltas ha subido otras veces bien ligero, con ganas de vislumbrar las tejas airosas de una casa aislada, junto al camino. Y antes de ver el tejado, recuerda ahora, ya saludaba el humo vecino de la fragua, y en seguida llenaba el aire el olor del café con que lo recibían en vida de Olegario Luján. Aquello eran fiestas: la cuesta aún por coronar y el martillo de Olegario sembrando de repiques el mundo, como una campana alegre. Y luego el vozarrón de aquel hombre para avisar de que venía la correspondencia. Ángeles era de las de poner mantel aunque no fuera más que para un momento. «Usted pase y descanse –le decía–, que aún le quedará jornada». Y Olegario posaba la herramienta y la miraba hundiendo la barbilla en el pecho: «¿Y yo qué? reclamaba–. ¿Yo no tengo derecho a sentarme como cualquier cartero?». La respuesta llegaba ya desde el fondo de la casa, envuelta en trajín de cacharrería: «a ti una taza mediada, que lo más que mueves es un brazo». Antes de que Olegario pudiera replicar aparecía por la puerta un rapaz gateando y era de ver cómo se le cambiaba la cara al herrero cuando lo levantaba en brazos y bajaba la voz para hacer confidencias. «Éste, éste sí que va a sentarse cuando sea grande, pero en un trono, como los príncipes». Y así, con el niño en brazos de su padre, entraban juntos a tomar café.
Al cartero cada vez le pesan más los pasos, enredados en las voces joviales de ayer. «Y ahora tanto silencio», llega a balbucir a punto de dar remate a la cuesta del Villar.
Una semana ha retrasado este reparto, siete días de presagios sombríos empleados en observar la carta al trasluz y voltearla impaciente entre los dedos, buscándole inclinaciones favorables bajo una bombilla. Pero el sobre es de papel grueso y no hay manera de atisbar el contenido. Además está la orla fúnebre, como un heraldo negro e invencible. Y aquel matasellos de ultramar, aquella geografía reducida a un círculo que ya no le traía ilusiones de cañaveral sonoro, de mulatas y rasgueos de guitarra, como la primera vez. Los periódicos llevaban más de dos meses pintando la isla asediada de incendios, de sudores negros y combates sin fruto. El cartero, antes de decidirse a subir la cuesta del Villar, se pasó la mañana mirando y remirando la carta por última vez, queriendo taladrarla con los ojos por si lograba descifrar a través del sobre algún alivio de palabras, como «herido» en vez de «muerto».
La cuesta del Villar gira junto a un roble centenario. El cartero se apoya un momento en el tronco para mirar la fragua callada y la casa que se alza junto a ella, la casa de la viuda de Luján. El mundo parece dormido desde allí. El hombre se entretiene en recorrer con la vista el humo lento que sale por la chimenea de la casa. Entonces ensaya palabras de consuelo que van a enredarse con el humo y se alargan y se pierden como una oración, cielo adelante.
En casa no hay nadie. Después de llamar dos veces, el cartero empuja la puerta y pronuncia con indecisión el nombre de la dueña. Antes de pasar del todo se ha quitado la gorra. Sobre el hogar humea una cazuela y la habitación huele a caldo paciente. Encima de la mesa hay un vaso con unas flores amarillas. Y la foto. La foto que llegó hace un mes, la foto que le trajo a Ángeles él mismo, en otro sobre. «Carta de allá», le bastó entonces decir, agitando el sobre en el aire mientras se acercaba. Aquel día la cuesta del Villar tenía barro y el viento traía el océano hasta los árboles. Pero se subía alegremente. Ángeles se había disculpado por no tener café. Ya era una costumbre desde que faltaba el herrero. Le ofreció agua y le hizo esperar mientras abría la carta. El hombre tuvo que contener las lágrimas para no juntarlas con las de ella, que miraba al hijo tan mozo bajo el ala del sombrero, el pañuelo al cuello, la espada al cinto y la mano perdiéndose en la guerrera, como Napoleón. «Cuánto habría dado su padre por verlo así», suspiraba la viuda. Y el cartero asentía con el vaso de agua en la mano.
El cartero sale ahora a la puerta y mira alrededor. Por el camino de la braña baja Ángeles apurándose. Trae en la mano la vara de arrear las vacas y la levanta para que él vea que le ha reconocido. El cartero, tímidamente, levanta también su mano. Y mientras afloja la valija le parecen inútiles las palabras ensayadas cuesta arriba y junto al roble. Palabras con las que dirigirse a Ángeles la del herrero en la cocina, según lo ha imaginado, aunque ahora ve que valdrá más quedarse a la puerta cuando ella llegue a su altura y aún respire sofocada por la carrera y le diga «usted pase y descanse».
Al cartero le hacen tragar saliva unos pasos presurosos acercándose por detrás de la casa. Y las únicas palabras que le vienen a la memoria no son suyas; tienen la voz de Ángeles hace un mes, cuando le sirvió agua y le hizo sentar para que oyera la carta del hijo que él le había traído. Por detrás de la fotografía el mozo contaba que lo habían embarcado en un buque muy nuevo, de nombre Virgen de Covadonga. Y la madre interrumpía la lectura para dar gracias a la providencia, para arrastrar al cartero en la celebración de la fortuna:
-¡Bendito sea! Si parece que lo llevara la Santina protegido.

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