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lunes, 22 de abril de 2013

OTRO CRIMEN PASIONAL (Fernando Quiñones)

En febrero de 1964 y en una cafetería céntrica de P., Alemania (plaza famosa por su secular producción de compositores románticos, niebla, piezas de arte religioso y piezas de materiales de guerra), un obrero de la provincia de Jaén, de veintidós años, y una estudiante de Ciencias Biológicas, nativa y de diecinueve, se conocieron por una de tantas casualidades.
El muchacho sorbía su café de un modo elemental y ruidoso; desde la mesa inmediata, ella, muy hermosa, tuvo por fin que mirar y sintió como un latigazo interior, por otra parte nada nuevo, que la conmovía de pies a cabeza. Entonces, el chico, un animal moreno de grandes ojos, reparó en esa atención y remitió a la desconocida un guiño, al que ella respondió moviendo en el aire una lenta mano expresiva.
Siniestramente, como se verá, tan breves manifestaciones no acabaron ahí: todo eso sucedía a las ocho de la mañana; a las veinte treinta, el irredento social del Sur y la bárbara de las brumas estaban más que distraídos en un departamento de la Schumannstrasse, prontamente cedido para el caso por dos amigas de la afectada.
Estos encuentros cubrieron tres, cuatro impetuosos meses. Sin saberlo, cada mitad de la asociación procuraba en la otra lo que no hallaba en sí misma, sentimiento común y nada vengativo. El chico buscaba en ella el refinamiento de maneras, la desenvoltura, la tersura -algo aséptica- de su cuerpo y su ambiente. Ella en él, el impulso rudimentario y bisóntico, la pasión, el imperio de aquellas manos alegremente salvajes y oscuras, dominadoras. Sin embargo, para ella el amor era una cosa importante pero habitual, y para él una novedad solemne, cegadora y definitiva, algo muy lejos y para muy lejos, vagamente relacionado con la madre y los abuelos y la remota casa junto al olivar, bajo el azul imperturbable.
Según los siempre estimados informes del experto en almas O.Schlesswig-Dalida, en esa diferencia de conceptos está la clave de cuanto ocurrió. Los jueces, forzados a la necesidad de resolver, no dejaron de tener en cuenta las delicadas razones de Schlesswig-Dalida, pero concluyeron adjudicándolo todo a un clásico ejemplo de trastorno mental, de índole pasional y transitoria.
No nos anticipemos, sin embargo, a la primorosa realidad de los hechos, que hallan continuación en el súbito, vertiginoso cansancio de la chica. Reducidos ya a plana costumbre los alicientes amatorios del andaluz, el muchacho comienza a resultarle demasiado incómodo, sobre todo fuera de horas. Nada sabía ni pensaba en nada; ignoraba con intachable imparcialidad, a Goethe, al PC, a Beethoven, a Hitler, a Uwe Seeler, a Bertolt Brecht o a Joan Baez; sólo manejaba setenta u ochenta palabras alemanas y ésas a la buena de Dios, vinieran o no al caso excepto "guten Abend" y "auf wiedersehen bis Morgen"; impresentable en los círculos estudiantiles de la muchacha (quien lo exhibió al principio en ellos con cierto aunque no excesivo orgullo, como si se tratara de un jaguar amigo o de una planta bella y peligrosa), ningún otro divertimiento podía él ofrecerle sobre los que ya le había deparado.
Una tarde, pues, resolvió eliminarlo de sus días. Se dedicó a explicarle, por palabras y señas, que todo había concluido, aunque podían quedar como buenos amigos. Lo despidió con cachetadita cariñosa y hasta le gustó el imprevisto adiós del chico, que se fue con un irritado portazo pero entre carcajadas.
Al día siguiente, lunes, él la esperaba como y donde siempre. Ella lo recibió con una amable y fastidiada cortesía distanciadora, y al dejarlo estaba segura de que, por fin, se había hecho entender, de que ya no habría más problemas y de que tampoco hubiera sido correcto no despedirse con un homenaje final, congruente con el rico pasado.
Pero el martes tuvo que insistirle en la conveniencia de no seguir viéndose (ah libido, feelings, Gefuhle, Eurípides, Arthur Miller, Henry Miller, cuánta, cuánta razón), y además le había sido presentado alguien ideal, un ingeniero maduro, casado, dotadísimo y medio francés, estupendamente nuevo para ella. Ahora un tanto extrañada, oyó con impaciente distracción las identificables protestas de "¡imposible, imposible!" por parte del íbero (quien, como todos hemos entendido ya, se había enamorado más bien para siempre).
El miércoles, fiesta, desesperada de tanta terquedad y cerca del mediodía, tuvo el desacierto de acertar a convencerlo de que todo había terminado seriamente y ni vio los tres limpios viajes de la navaja cabritera con que él la echó por tierra casi a las puertas de su misma casa.
Tres meses después, unas quinientas enamoradas de catorce a sesenta y cinco años, todas en posesión de notables existencias de instinto, melancolía, adrenalina, tedio, devoción por el acusado y envidia de la fallecida, tuvieron que ser desalojadas de la sala pública en la que, por fin, pudo celebrarse el juicio contra el muchacho del amor a la antigua.

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