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domingo, 20 de enero de 2013

MI MUERTE (António Lobo Antunes)

Hablo poco. Hablo poco y cada vez hablo menos. En primer lugar porque me distraigo y olvido el tema de las conversaciones y en segundo lugar porque las personas no esperan que les responda sino que las oiga, lo que es fácil si asientes de vez en cuando y dices 

-Pues claro 

cuando me miran con las cejas levantadas a la espera de aprobación y aplauso. Me he hecho un especialista del 

-Pues claro 

que sé pronunciar por lo menos en veintitrés tonos diferentes según el humor y el ímpetu 

(o la falta de él) 

del interlocutor, y si me preguntan con sorpresa 



-¿Pues claro qué? 

tuerzo la boca en una sonrisa enigmática y sutilmente aprobadora para que el otro, tranquilizado, deshaga sus dudas, me dé en el hombro una palmada satisfecha, suelte con alivio 

-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo 

y se lance a un relato sinuoso en cuya primera curva me pierdo, aunque vuelva a murmurar pensando quién sabe en qué 

-Pues claro 

en los intervalos de silencio que de vez en cuando me abren, destinados a mi admiración y a mi aplauso. 

Porque yo no puedo hablar 

(y no hablo) 

pero estoy de su parte, estoy siempre de su parte, y estoy de su parte por no haber escuchado nada y porque detesto argumentar, tener razón, opiniones, convicciones, motivos. Por eso me limito al 

-Pues claro 

y al asentimiento mudo. Concentrado. Fruncido el ceño. Fraternal. Algunas veces sustituyo esta forma de aplauso por un suspiro que significa 

-A mí me lo vas a decir 

o por el adverbio 

-Exactamente 

que al contrario de lo que se pueda imaginar es el más vago, el más inocuo y estimulante de los comentarios, aquel que posibilita a mi compañero explorar diversas variantes de su tema, cotejarlas, elegirlas, rechazarlas, enfrentar unas con otras, valorar su densidad y su peso 

-Exactamente 

que en general hago seguir de la frase 

-Ya te digo 

que hasta ahora se ha revelado como un éxito seguro. Por eso no comprendo lo que ocurrió la semana pasada, cuando Pedro me telefoneó y quedamos en la cafetería de al lado de la casa. Yo pedí un té de limón y él pidió un café y comenzó a hablar. Eran las tres de la tarde, sólo había un señor mayor resolviendo crucigramas en una mesita cerca del escaparate y el camarero limpiando botellas detrás de la barra. No comprendo porque me comporté como de costumbre. Dije 

-Pues claro 

asentí con la cabeza, esbocé la sonrisa enigmática, alentadora, murmuré en cuatro o cinco ocasiones 

-Ya te digo 

suspiré solidario 

-A mí me lo vas a decir 

Pedro me dio en el hombro una palmada satisfecha 

-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo 

y aproveché para añadir, pensando en Ana, en el cuerpo de Ana, en los besos de Ana 

-Si yo fuese tú haría lo mismo 

y no entiendo el motivo que lo llevó a sacar el revolver y a pegarme dos tiros en el pecho. 

Me preocupa sobre todo que Ana se quede sola con los niños por tener a su marido en la cárcel. Me preocupa también no poder visitarla por estar aquí en el hospital conectado a este aparato sin poder levantarme. Es poco probable que vuelva a verla: el médico ha accedido a esperar a que mi hermana menor llegue del Fundao para despedirse de mí antes de desconectar el aparato.

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