Otra vez Navidad (siempre estamos en Navidad, qué cosa, con qué velocidad se suceden las Navidades)
Mi padre está enfermo, llevo ya año y medio con este libro, corrigiéndolo de cabo a rabo para que quede como yo quiero y no me siento triste, siento una especie de rabia negra, unas ganas de telefonear a alguien, no importa a quién, sólo para escuchar
-Hola
Di parte de la cena a mi padre
(unas cucharadas de sopa, dos buñuelos de bacalao, agua bebida con pajita)
logré que hablase un poco de Eça de Queiroz, de la enfermedad de Alzheimer, de Schubert, volví a darme cuenta, con la sorpresa de costumbre, de que me parezco un montón a él, al apoyar la nuca en la almohada aumentó la dignidad, labrada con huesos, de su perfil, los grandes muebles oscuros, a nuestro alrededor, dejaron de pertenecer a mi infancia para formar parte del presente que termina justo ahí, en un muro y, más allá del muro, nada. Cené con mis hijas, sólo nosotros cuatro, en la casa de Joana, una buhardilla en la que viví a mi regreso de Angola, mi vida, prolongada en ellas, cobró un sentido que me conmovió y aplacó mi rabia. Dos o tres fotos mías en los estantes, una de ellas con Jorge Amado y Ernesto Sábato en un restaurante de París, los tres de pie, enlazándonos el uno al otro con el brazo al hombro, Jorge bien dispuesto como siempre, Sábato siempre mal dispuesto como casi siempre, exigiendo del mundo un reconocimiento que en su opinión el mundo no le daba. Allí fuera una franja de noche en el árbol: ya no existe el gallinero, ya no existe el pozo, salvo las plantas densas, opacas. Esa mañana habíamos ido a un entierro y volví al cementerio, en Abrigada, donde está Zé: cambió el paisaje de alrededor porque el incendio del verano quemó todo y la sierra quedó marrón, desnuda. El mismo cura encomendando el cuerpo a una velocidad de narración de fútbol. Durante la tarde, en el taller con la novela, pensé qué he hecho de mi vida y no me quedé contento con el resultado: no dejaré mucho cuando me vaya, algo para leer, tal vez. Mi madre subió las escaleras para reunirse con nosotros: tantos malentendidos entre usted y yo, madre, nunca fui como usted quería, nunca podría ser como usted quería. En Abrigada, Epifânia y Bé: me tratan de señor, envejecieron y, sin embargo, su sonrisa no ha cambiado. Copas altas junto a la iglesia, ningún perro. El pobre Sábato amargo, infeliz
(daba la impresión de que estaba siempre representando)
con su sed de gloria. Cuando acabó el entierro, me aparté para mear contra un tronco, desde pequeño me gusta mear al aire libre: me revienta echar el alma por un tubo. Jorge Amado parecía satisfecho con su destino, me mandaba cartas a máquina corregidas a mano. Hicimos juntos un viaje por el sur de Francia con Gisele Freund, una viejita diminuta que retrató a Virgina Woolf, a Joyce. Me retrató a mí también y no sé adónde ha ido a parar el dibujo: debe de haberse perdido en una de las casas donde me perdí. Gisele Freund delgaducha, Epifânia gorda, dibujada por Walt Disney. Se oía el ruido de unas cuantas piezas de la vajilla rompiéndose en la cocina y en el silencio siguiente la voz de Epifânia, tranquila, dirigiéndose a las soperas y a los vasos rotos
-Adiós, muy buenas.
A la salida del cementerio, el hermano de Epifânia me apretó la mano
-Hasta la próxima, señor
deseando más entierros, creo yo. Dos mujeres adornaban una tumba llenándola de búcaros. Un mirlo pasó a ras de hierbas y desapareció en una mata. Sábato suspiraba resignado, fúnebre. Joana guardó el queso en la nevera, mi madre bajó a tomarle la temperatura a mi padre: las luces de la Navidad no llegan aquí, se quedan ahí abajo, en la Estrada de Benfica, incapaces de alcanzarnos. Si lograse decir
-Madre
y es difícil, porque quien vivió con ella fue un antepasado mío que componía versitos a escondidas, fumaba a escondidas, se enamoraba, a escondidas, de actrices de cine: la pantalla se apagaba, la sala se encendía y el mundo tan mezquino, tan feo. Lo que me conmueve de Schubert es su capacidad de silencio, la forma en que cada nota me llega a las fibras. Con mi padre nunca hablé de mí: me apetecía tanto a veces. Si al menos fuese capaz de hablar de lo más secreto de mí mismo. Lo hago en las novelas: debe de ser por eso que no las releo, porque allí estoy desnudo. Las mujeres acabaron de adornar la tumba y se quedaron observando orgullosas su obra. Navidad otra vez, qué agobio. Dentro de un rato me meto en el coche, me marcho con la disculpa de la novela, las calles de Lisboa desiertas. No me fijo en las ventanas, no me apetece fijarme en las ventanas. El cementerio de Abrigada queda, por así decir, en una especie de cuesta con una gran serenidad alrededor. Cuando la temperatura comienza a subir, se oye a los grillos. Y el viento. La capacidad de silencio del viento, la forma en que cada nota me llega a las fibras. A esta hora mi padre debe de haberse dormido. Me pregunto si alguna vez habrá sentido esta especie de rabia negra, estas ganas de telefonear a alguien, no importa a quién, sólo para escuchar
-Hola
Grandes muebles oscuros. La cama en que me hicieron. Espero que Epifânia diga en la cocina, después del estrépito de la vajilla
-Adiós, muy buenas
para acelerar el automóvil rumbo a un sitio donde nadie me encuentre
(no se escandalice, madre)
meando contra un tronco: es que me revienta, ¿sabe?, echar el alma por un tubo.