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miércoles, 30 de abril de 2014

EN LA OSCURIDAD (Anton Chejov)


Una mosca no muy grande se abrió paso por la nariz de Gagin, asistente del procurador. Quizá la inspiró la curiosidad, o quizá llegó hasta allí por atolondrada o a causa de un accidente en medio de la noche; sea como fuere, la nariz advirtió la presencia de un cuerpo extraño e hizo ademán de estornudar. Gagin estornudó, estornudó de manera impresionante, con tal descarga y tal ruido que la cama se sacudió y los resortes traquetearon. La esposa de Gagin, María Mijailovna, una mujer rubia, regordeta y fornida, también se sobresaltó y se despertó. Miró a través de la oscuridad, lanzó un suspiro y giró hacia el otro lado. A los cinco minutos, volvió a girar y apretó los párpados con fuerza, pero ya no podía conciliar el sueño. Después de varios suspiros y de dar vueltas a uno y otro lado, se levantó, pasó por encima de su marido, se puso las pantuflas y se acercó a la ventana.

Afuera estaba oscuro. Apenas podía distinguir los contornos de los árboles y el techo de los establos. Se veía, en dirección al Este, una tenue palidez que pronto quedaría cubierta por las nubes. La quietud del ambiente era perfecta, envuelta en somnolencia y brumas. Hasta el guardián, contratado para alterar el silencio, callaba; incluso callaba el rey de codornices, la única criatura alada que no huye de la presencia de los veraneantes.

María Mijailovna fue quien rompió el silencio. Desde la ventana, con la vista fija en el patio, lanzó de pronto un grito. Le pareció que una sombra salía del vergel del álamo deshojado en dirección a la casa. Por un segundo creyó que era una vaca o un caballo; pero después de frotarse los ojos, distinguió la silueta de un hombre.

Notó entonces que la sombra se acercaba a la ventana de la cocina y, después de un momento de indecisión, ponía un pie en el alféizar y desaparecía en la oscuridad de la ventana.

«¡Un ladrón!», pensó, y una palidez mortal le atravesó el rostro.

En un segundo, le cruzó por la mente esa imagen tan temida por las mujeres que van de veraneo al campo: un ladrón que se mete en la cocina, y que de la cocina, entra en el comedor... la platería en la alacena... y luego va a la habitación... con un hacha... el rostro de bandido... las joyas... Le flaquearon las piernas y le corrió un escalofrío por la espalda.

—¡Vasia! —gritó, sacudiendo a su marido—. ¡Vasili! ¡Vasili Prokóvich! ¡Ah! ¡Por Dios, no reacciona! ¡Despierta, Vasili, te lo ruego!

—Mmm... ¿Sí? —protestó el asistente del procurador, aspirando una gran bocanada de aire y lanzando un gruñido.

—¡Por amor de Dios, levántate! ¡Entró un ladrón en la cocina! Estaba mirando hacia fuera y vi que alguien se metía por la ventana. Pronto va a llegar al comedor... ¡Los cubiertos están en la alacena! ¡Vasili! Se metieron en la casa de Mavra Yegorovna el año pasado.

—¿Qué..., qué pasa...?

—¡Cielos! No me entiende. ¡Escucha, idiota! Te estoy diciendo que acabo de ver a un hombre entrar por la ventana de la cocina. Pelagia se va a llevar un buen susto... ¡y la platería está en la alacena!

—Tonterías.

—¡No aguanto más, Vasili! Te hablo de un peligro real y tú te echas a dormir y a roncar. ¿Qué te pasa? ¿Prefieres que nos roben y nos asesinen?

El asistente del procurador se levantó con lentitud, se sentó en la cama y empezó a bostezar.

—¡Dios mío, qué criaturas las mujeres! —murmuró—. ¡No te dejan en paz ni por la noche! ¡Despertar a un hombre por una tontería así!

—Pero, Vasili, te juro que vi a un hombre entrar por la ventana.

—Bueno, ¿y qué? Déjalo que entre... Estoy seguro de que es el novio de Pelagia, el bombero.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Digo que es el bombero de Pelagia, que ha venido a visitarla.

—¡Peor todavía! —aulló María Mijailovna—. ¡Peor que un ladrón! No voy a permitir tal cinismo en mi propia casa.

—¡Vaya arrogancia! ¡Ahora somos virtuosos! ¿No vas a permitir tal cinismo? ¡Como si eso fuera algo cínico! ¿Por qué de repente empiezas a usar palabras extranjeras? Querida, es algo que sucede desde que el mundo es mundo, y la tradición lo justifica. ¿Para qué nos sirve un bombero, si no es para hacerle el amor a la cocinera?

—¡No, Vasili! ¡Hablas como si no me conocieras! Nunca permitiré algo así... en mi propia casa. ¡Debes ir en este instante a la cocina y decirle que se vaya! ¡En este mismo instante! Y mañana le voy a decir a Pelagia que no puede rebajarse de ese modo haciendo esas cosas. Cuando me muera, podrás tolerar toda la inmoralidad que quieras en tu casa, pero hasta entonces, ¡nada de eso! Ahora, ¡anda!

—Maldita sea —renegó Gagin, fastidiado—. Usa tu microscópico cerebro de mujer: ¿para qué voy a ir?

—¡Vasili! Mira que me desmayo...

Gagin maldijo, se puso las pantuflas, volvió a maldecir y se dirigió a la cocina. Afuera estaba oscuro como el fondo de un barril, y el asistente del procurador tuvo que guiarse por el tacto. A tientas, llegó hasta la puerta de la habitación de los niños y despertó a la niñera.

—¡Vasilisa! —llamó—. Anoche te llevaste mi bata para pasarle el cepillo. ¿Dónde está?

—Se la di a Pelagia para que ella la cepillara, señor.

—¡Qué descuido! Te la llevaste y no me la devolviste... ¡Ahora tengo que andar por la casa sin la bata!

Al llegar a la cocina, se dirigió al rincón donde, en una caja debajo del estante de las cacerolas, dormía la cocinera.

—Pelagia —dijo, sacudiéndole el hombro—. ¡Pelagia! ¿Por qué finges? ¡No estás dormida! ¿Quién es el que acaba de entrar por la ventana?

—Mmm... Eh... ¡Buenos días! ¿Por la ventana? ¿Y quién podrá ser?

—¡Vamos, no sirve de nada que me mientas! Lo mejor que puedes hacer es decirle a ese bribón que se vaya cuanto antes. ¿Me escuchas? ¡No tiene nada que hacer aquí!

—¿Se siente bien, señor, por amor de Dios? ¿Acaso cree que soy tan tonta? ¡Me paso todo el día trabajando, sin un minuto de descanso siquiera, y ahora me viene a hablar así en medio de la noche! Cuatro rublos al mes... además de tener que pagar por mi propio té y mi propia azúcar, ¡y éste es el reconocimiento que recibo por el trabajo que hago! ¡Antes vivía en la casa de un comerciante y nunca me insultaron de esta manera!

—Bueno, bueno, ¡no me vengas ahora con tus quejas! En este momento tu amigo se tiene que ir. ¿Me entiendes?

—Debería darle vergüenza, señor —dijo Pelagia, y Gagin podía oír las lágrimas en su voz—. ¡Gente tan elegante y educada, pero sin la menor idea de lo mucho que trabajamos... durante nuestra vida miserable! —Rompió a llorar—. Qué fácil es insultarnos. No tenemos a nadie que nos proteja.

—Bueno, está bien... A mí no me importa. Tu patrona es la que me manda. Puedes dejar entrar al mismo diablo por la ventana, si quieres. ¡A mí me da igual!

Lo único que le quedaba al asistente del procurador era aceptar que se había equivocado y volver con su esposa.

—Lo que te decía, Pelagia —continuó—, es que tú tienes mi bata y la ibas a cepillar. ¿Dónde está?

—Ay, lo lamento, señor. Me olvidé de ponerla en su silla. Está colgada de un gancho cerca del horno.

Gagin fue hasta el horno, tomó la bata y se la puso. Volvió silencioso a su habitación.

Cuando su marido salió, María Mijailovna volvió a meterse en la cama y se puso a esperar. Los primeros tres minutos se quedó tranquila, pero luego empezó a preocuparse.

«Cuánto tarda», pensó. «No me importa que sea ese hombre... el inmoral ese... ¿pero si es un ladrón?»

Y una vez más, le vino a la cabeza la imagen de su marido entrando en la cocina a oscuras... un golpe con un hacha... muriendo, sin proferir un gemido, en silencio total... un mar de sangre...

Pasaron cinco minutos... cinco y medio... por fin, seis... Un sudor frío le corrió por la frente.

—¡Vasili! —gritó—. ¡Vasili!

—¿Qué tanto gritas? Acá estoy —oyó la voz de su marido y sus pisadas—. ¿Te están asesinando?

El asistente del procurador se acercó a la cama y se sentó en el borde.

—No había nadie en absoluto —le explicó—. Fue una fantasía tuya, criatura endemoniada... Puedes dormir tranquila. La tonta de Pelagia es tan virtuosa como su patrona. ¡Qué cobarde eres! ¡Qué...!

El asistente del procurador comenzó a burlarse de su mujer. Estaba bien despierto en ese momento y no tenía deseos de volver a dormir.

—¡Eres una cobarde! —se rió—. Deberías ir mañana a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una neurótica!

—Qué olor a aceite —lo interrumpió su mujer—. A aceite o algo así, cebolla, o sopa de repollo...

—Sí... Hay un olor... No tengo sueño. Quiero decir, voy a encender una vela. ¿Dónde están los fósforos? Y, de paso, te voy a mostrar la fotografía del procurador del Palacio de Justicia. Nos dio a todos una fotografía con su autógrafo cuando se despidió de nosotros ayer.

Gagin frotó un fósforo contra la pared y encendió una vela. Pero antes de que pudiera levantarse para ir a buscar la fotografía, oyó un grito espeluznante a sus espaldas. Se dio vuelta y notó que su mujer lo miraba, con los ojos muy abiertos, llena de asombro, ira y horror...

—¿Te quitaste la bata en la cocina? —preguntó, pálida.

—¿Por qué?

—Mírate.

El asistente del procurador se miró en el espejo y tragó saliva.

Sobre los hombros no llevaba la bata, sino el sobretodo del bombero. ¿Cómo podía ser? Mientras trataba de encontrar la respuesta, su esposa comenzó a imaginar una escena muy distinta, espantosa e intolerable: oscuridad, silencio, susurros... y muchas, muchas cosas más.

PIERROT (Guy de Maupassant)


La señora Lefèvre era una dama de pueblo. Era una viuda de esas medio campesinas, de cintas y sombreros aparatosos, que hablan con dureza y adoptan en público aires grandiosos; de esas que ocultan, bajo aspectos cómicos y expresivos, un alma de pretenciosa estúpida y esconden, bajo guantes de seda, sus inmensas manos rojas.

Esta mujer tenía por criada a una campesina buena y simplona, llamada Rose.

Las dos vivían en una casita de postigos verdes, junto a un camino en Normandía, en el centro de la región de Caux. Como tenían frente a la casa un pequeño jardín, cultivaban algunas hortalizas.

Una noche les robaron alrededor de una docena de cebollas. Apenas Rose lo notó, corrió a avisar a la señora, que bajó las escaleras en camisón de lana.

Se produjo una sensación de desconsuelo y terror. ¡Le habían robado a ella, a la señora Lefèvre! Entonces, si había ladrones en la región, probablemente podrían regresar.

Las dos mujeres, espantadas, contemplaban las huellas en el suelo, comentando y suponiendo mil cosas. «Fíjate, pasaron por acá. Apoyaron los pies en el muro, y saltaron al parterre.»

Y ambas se estremecían pensando en lo que podría ocurrir. ¿Cómo dormir tranquilas de aquí en adelante?

La noticia del robo se propagó. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron por su lado; y las dos mujeres explicaron a cada recién llegado sus ideas y suposiciones.

Un granjero que vivía cerca les dio un consejo: «Deben conseguir un perro.»

Y era cierto. Debían conseguir un perro, aunque fuera sólo para dar la alarma. ¡Pero no un perro grande, ah, no! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro así? Nada más que en alimentarlo se quedarían sin un centavo. Mejor un perro chico (o como dicen en Normandía, un can), un perrito faldero que supiera ladrar.

En cuanto se fueron todos, la señora Lefèvre consideró durante un buen tiempo la idea del perro. Después de reflexionar hizo mil objeciones, aterrorizada por la idea de un tazón lleno de migas, puesto que ella pertenecía a aquella raza parsimoniosa de damas campesinas que siempre llevan centavos en la cartera y dan la limosna públicamente a los pobres de los caminos y en las colectas de los domingos. Rose, que amaba a los bichos, dio sus razones y las defendió con astucia. Finalmente, decidieron adquirir el perro. Un perro chiquito.

Empezaron la búsqueda, pero sólo encontraron perros enormes, tan tragones que daba miedo. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño, pero pedía por él dos francos para cubrir los gastos de la crianza del animal. La señora Lefèvre le dijo que ella estaba dispuesta a criar a un perro, pero no a comprar uno.

Una mañana el panadero, que estaba al tanto de los sucesos, trajo en su carreta un extraño animalito, amarillo, de patas cortas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y cola enrulada, igual a un penacho, tan grande como el resto del cuerpo. Un cliente quería deshacerse de él. A la señora Lefèvre le pareció encantador el bicho inmundo, ya que no le costaba nada. Rose lo tomó en sus brazos y preguntó cuál era su nombre. El panadero le respondió: «Pierrot.»

Lo instalaron en una vieja caja de jabón, y le pusieron agua para que bebiese. La bebió. Le dieron entonces un pedazo de pan. Lo comió. La señora Lefèvre, intranquila, tuvo una idea: «Cuando se haya acostumbrado a la casa, lo dejaremos libre. Encontrará qué comer en los alrededores.»

Lo dejaron en libertad, en efecto, aunque eso no impidió que el animalito se muriera de hambre. Además, no ladraba más que para pedir comida: y en esos casos, ladraba con ganas.

Todo el mundo podía entrar en el jardín. Pierrot festejaba a cada recién llegado y luego permanecía sin hacer ningún ruido.

Sin embargo, la señora Lefèvre terminó acostumbrándose al animal. Llegó incluso a tomarle cariño: de vez en cuando le daba, de su propia mano, pedazos de pan remojados en la salsa de su guiso. Pero ella no había ni pensado en la existencia del impuesto sobre los perros, y cuando vinieron a cobrarle los ocho francos —¡ocho francos, señora!— por ese pedazo inservible de can que no sabía siquiera ladrar, la señora casi se desmaya de la impresión.

Decidieron de inmediato deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. No hubo una sola persona en diez leguas a la redonda que lo aceptara. Se resolvió entonces, a falta de otra solución, hacerlo «rascar las paredes».

Dejarlo «rascar las paredes» no es otra cosa que hacerlo comer piedra caliza. La gente hace «rascar las paredes» a un perro cuando quiere deshacerse de él.

En medio de un terreno muy grande había una pequeña choza, o, mejor dicho, un miserable techo de caña, colocado a cierta distancia del suelo. Es la entrada a la cantera de piedra caliza. Un enorme pozo de veinte metros de profundidad desciende verticalmente, para abrirse en una serie de largas galerías de minas.

Sólo se baja por este camino una vez al año, en la época en que se abonan con piedra caliza las tierras. El resto del tiempo sirve como cementerio a los perros condenados. Y suele pasar que, al caminar junto al pozo, se perciben desde el fondo ladridos furiosos y desesperados, aullidos lastimeros de súplica sollozante.

Los perros de los cazadores y de los pastores huyen con terror al acercarse al fúnebre agujero. Y al inclinarse ante éste, se siente surgir, desde las profundidades, un repugnante olor a podrido.

Las escenas más terribles tienen lugar entre aquellas sombras.

Cuando un animal, después de diez o doce días en el fondo, agonizante, se nutre de los inmundos restos de sus predecesores, uno más grande y, sin duda, más vigoroso, es arrojado de repente. Los dos quedan allí, solos, famélicos, con ojos centelleantes. Se miden, se siguen uno al otro, vacilando, ansiosos. Pero el hambre pronto los presiona; comienza el ataque, luchan durante largo rato, encarnizadamente, y el más fuerte termina comiéndose al más débil. Lo devora vivo.

Habiéndose decidido que se haría «rascar las paredes» a Pierrot, se inició la búsqueda del verdugo. El peón que cuidaba los caminos pidió cincuenta centavos por el servicio. Esto le pareció a la señora Lefèvre tremendamente exagerado. El muchacho que trabajaba de aprendiz para el vecino no pedía más que veinticinco centavos. Era mucho, también: y, dando a entender a Rose que más les convenía hacerlo ellas mismas, puesto que así el animal no sería tratado de manera brutal y no se daría cuenta de lo que le esperaba, se acordó que las dos lo harían, al ponerse el sol.

Le ofrecieron, esa tarde, un buen plato de sopa con un pedazo de manteca. Engulló hasta el último bocado. Y como movía la cola de felicidad, Rose tuvo a bien colocarlo encima de su delantal.

Las dos cruzaron a grandes pasos el terreno, como un par de delincuentes. Apenas divisaron la cantera y se acercaron a ella, la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si alguna bestia gemía. No, no había ningún sonido. Pierrot estaría solo. Entonces Rose, con lágrimas en los ojos, lo abrazó, y luego lo lanzó al hoyo. Ambas se acercaron y prestaron mucha atención.

Lo primero que oyeron fue un ruido sordo; luego, el lamento agudo y desgarrador de un animal herido. Después, una sucesión de chillidos de dolor. Más adelante, llamados desesperados, súplicas de un perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la entrada del pozo.

Ladró. ¡Ay, cómo ladró!

Se sentían llenas de remordimiento, de miedo, de un temor tonto e inexplicable, y salieron corriendo. Y, como Rose iba más rápido, la señora Lefèvre gritaba: «¡Espérame, Rose, espérame!»

Toda la noche tuvieron terribles pesadillas.

La señora Lefèvre soñó que estaba sentada a la mesa y que iba a tomar la sopa, pero, al levantar la tapa de la sopera, veía a Pierrot dentro del plato. Éste saltaba y le mordía la nariz.

Se despertó, y creyó oír de nuevo sus ladridos. Prestó atención: no, se había equivocado.

Volvió a quedarse dormida, y soñó que vagaba por una ruta interminable. Conforme avanzaba, a mitad del camino veía una enorme cesta de granjero, abandonada. La cesta le daba miedo.

Al final terminaba abriendo la cesta, y Pierrot, que se encontraba agazapado adentro, le mordía la mano y no la soltaba. La señora, sabiendo que no podía liberarse, continuaba su camino con el perro colgado del brazo, con las fauces firmemente cerradas.

Cuando amaneció se levantó muy perturbada, y corrió a la cantera.

El pobre ladraba, seguía ladrando: había ladrado toda la noche. La señora rompió en sollozos y comenzó a gritarle palabras cariñosas. El animal respondía a todas las palabras tiernas con voz de perro.

En ese momento quiso recuperarlo, y se prometió a sí misma que lo haría feliz hasta su muerte.

Fue corriendo a buscar al sujeto encargado de la extracción de la piedra caliza, y le contó su problema. El hombre la escuchó sin decir palabra. Cuando hubo terminado, le dijo: «¿Quiere usted a su perro? Le va a costar cuatro francos.»

La señora tuvo un sobresalto. Todo su dolor desapareció de repente.

—¿Cuatro francos? ¡Como si fuera a morir en el intento! ¡Cuatro francos!

Él respondió:

—¿Cree usted que voy a agarrar mis cuerdas, mis herramientas, armarlo todo, y bajar hasta el fondo con mi ayudante, y además me voy a arriesgar a que me muerda su perro de porquería, por el puro gusto de traérselo? ¿Para qué lo tiró?

La señora se alejó, indignada. «¡Cuatro francos!»

En cuanto regresó a la casa, llamó a Rose y le contó lo que le pedía el hombre. Rose, resignada como siempre, repetía: «¡Cuatro francos! Y es bastante dinero, señora.»

Luego, añadió: «¿Y si vamos y le arrojamos algo de comer, al pobrecito, para que no se muera?»

La señora Lefèvre asintió, feliz. Así que las dos se encaminaron nuevamente, esta vez con un buen pedazo de pan con manteca.

Empezaron a cortar pedazos y los arrojaron uno tras otro, mientras le lanzaban, alternadamente, palabras de aliento. En cuanto se comía un pedazo, Pierrot ladraba pidiendo el siguiente.

Volvieron esa noche, y al día siguiente, y así, todos los días. Pero hacían solamente un viaje.

Hasta que una mañana, en el momento en que iban a arrojar el primer bocado, escucharon en el fondo del pozo un enorme ladrido. ¡Había dos, no uno! Alguien había tirado un perro grande.

Rose gritó: «¡Pierrot!» Y Pierrot ladró. Empezaron a darle su ración del día, pero con cada pedazo que arrojaban podían oír claramente un alboroto terrible, seguido de los aullidos lastimeros de Pierrot, que había sido mordido por el otro mientras éste, más grande y más fuerte, se comía todo.

Las mujeres aclaraban: «Es para ti, Pierrot.» Pierrot, obviamente, se quedaba sin comer.

Las dos mujeres, impotentes, se miraron. Y la señora Lefèvre dijo, con tono áspero: «De ninguna manera voy a alimentar a todos los perros que tiran al pozo. Dejémoslo así.»

Y, aterrada con la idea de tener que mantener a todos los perros del mundo, inició el camino de regreso, mientras se comía lo poco que quedaba de la ración de pan.

Rose la siguió secándose las lágrimas con una punta de su delantal azul.

LA CASA DE LA AGONÍA (Luigi Pirandello)


Al entrar, el visitante dijo su nombre pero la vieja sirvienta negra -una mona con delantal- que había abierto la puerta, o no había entendido o lo había olvidado. Por esa razón, desde hacía ya tres cuartos de hora él era, para toda aquella casa silenciosa, alguien sin nombre, "un señor que espera allí". "Allí" significaba en el salón.
En la casa, aparte de la negra -que con seguridad había regresado enseguida a la cocina, no había nadie. El silencio era tal que el tic-tac lento de un antiguo reloj de péndulo, ubicado tal vez en el comedor, se oía pronunciadamente en el resto de las habitaciones, como si fuera el latido del corazón de la casa. Los muebles de cada uno de los cuartos, incluso de los más alejados, gastados pero en buen estado, con algo de rídiculos debido a sus diseños ya pasados de moda, daban la sensación de escuchar el tic-tac del reloj de péndulo, seguros de que nada nunca ocurriría en esa casa y que ellos permanecerían por siempre así, inútiles, admirándose o apiadándose mutuamente; o mejor todavía, pasarían su tiempo dormitando. Los muebles también tienen almas, especialmente los viejos; aquellas provienen de los recuerdos de la casa donde han estado por tanto tiempo. Para corroborar dicha existencia, basta con que un mueble nuevo sea introducido entre ellos. Un mueble nuevo aún no posee alma, pero por el hecho mismo de haber sido elegido y comprado, tiene ya un imperioso deseo de poseerla. En esa situación, se puede observar cómo inmediatamente los viejos muebles lo miran mal: lo consideran una especie de intruso pretencioso, todavía ignorante e incapaz de decir algo, lleno de quien sabe qué tipo de ilusiones. Los otros, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna ilusión, por eso están tan tristes: saben que con el tiempo los recuerdos comienzan a desvanecerse y con ellos se va el alma, que poco a poco ira debilitándose. Una vez cumplido esto, permanecen allí, descoloridos si son de tela, oscurecidos si son de madera, absolutamente callados también ellos. Si se da el caso, desgraciado, que algún recuerdo desagradable persista, corren el riesgo de terminar en la basura. Ese viejo sillón que está allí, por ejemplo, experimenta un auténtico tormento al ver el polvo que producen las polillas y que se acumula en una infinidad de montoncitos sobre la tabla de la mesita que está delante suyo, y a la cual aprecia mucho. Él es conciente de ser muy pesado, sabe de la debilidad de sus patas, especialmente de las traseras; tiene temor de ser agarrado por detrás -ojala esto no suceda nunca- arrastrado y desplazado; con esa mesita delante se siente más seguro, al reparo. No querría que las polillas, afeándolo con todos esos groseros montoncitos de polvo sobre la tabla, terminaran provocando su transporte hasta el altillo.

Todas estas consideraciones y observaciones eran realizadas por el anónimo visitante olvidado en el salón. Casi absorbido por el silencio de la casa, habiendo ya perdido su nombre, daba la impresión de haber perdido también su condición de persona, convirtiéndose en uno de esos muebles en los que tanto había pensado, atento escuchar el tic-tac lento del reloj de péndulo que sonaba pronunciadamente, llegando hasta el salón a través de una puerta semiabierta.
De cuerpo pequeño, el visitante casi desaparecía en el gran sillón oscuro de terciopelo violeta sobre el cual se había sentado. Desaparecía, también, bajo las ropas que llevaba. Los bracitos, las manitas casi había que buscarlas bajo las mangas y los pantalones. Era sólo una cabeza calva, dos ojos estirados y dos bigotitos de ratón.
Evidentemente, el dueño de casa había olvidado la invitación de encontrarse que le había hecho. Más de una vez desde que había llegado, el hombrecito se preguntaba si era todavía su derecho permanecer allí sentado, esperándolo, traspasado ya todo límite de tolerancia respecto a la hora acordada. Pero él ya no esperaba al dueño de casa. Más aún, si éste hubiera aparecido, el hombrecito habría experimentado una sensación desagradable. Allí, tendiendo a confundirse con el sillón donde estaba sentado, con sus ojos estirados fijos y una angustia que crecía a cada instante, el visitante esperaba otra cosa, mucho más terrible: un grito que viniera desde la calle, y que le anunciara la muerte de alguien, de un transeúnte cualquiera que pasara por debajo de la ventana de aquel salón de un quinto piso; la muerte de uno de los muchos que caminaban por la calle en ese momento -hombres, mujeres, jóvenes, viejos, niños- produciendo ese murmullo confuso que llegaba a sus oídos. Y todo esto porque un gran gato pardo había entrado al salón sin notar su presencia, pasando por el espacio vacío que dejaba la puerta semicerrada, y de un salto se había subido al alféizar de la ventana abierta.
De todos los animales, el gato es el que menos ruidos hace; no podía faltar en una casa como esta, llena de silencio.
Contra el rectángulo azulado de la ventana se recortaba un vaso con geranios rojos. El azul, antes vívido y ardiente, poco a poco había declinado hacia un violeta, como si la noche -que tardaba en llegar- hubiera echado un soplo de sombras sobre él. Las gaviotas que daban vueltas en bandadas, parecían haber enloquecido a causa de aquella última luz del día y cada tanto lanzaban agudísimos chillidos y se lanzaban violentamente contra la ventana como si quisieran entrar al salón; pero enseguida, ni bien apoyaban sus patas en el alféizar, volvían a levantar vuelo. Pero no todas. Primero una, luego otra, cada tanto, se metían debajo del alféizar. No se llegaba a entender cómo ni tampoco por qué.
Por curiosidad, antes de que el gato entrase, él se había acercado a la ventana, había corrido apenas un poco el vaso de geranios y se había asomado, tratando de encontrar una explicación. Y la había encontrado: un pareja de gaviotas había hecho su nido justo debajo del alféizar de aquella ventana.
Ahora bien, lo terrible de la situación era que nadie de los que continuamente pasaban por la calle, absortos en sus cuestiones y sus tareas, podía ponerse a pensar en un nido que colgaba debajo del alféizar de un ventana de un quinto piso de una de las tantas casas que había en esa calle; ni tampoco en un vaso de geranios rojos puesto sobre ese alféizar, ni mucho menos en un gato que intentaba cazar a las dos gaviotas del nido. Y menos todavía podía pensar en la gente que iba y venía por la calle debajo de la ventana el gato, que ahora, agazapado detrás del vaso, movía apenas la cabeza, siguiendo con los ojos perdidos en el cielo el vuelo de aquellas bandadas de gaviotas que, pasando por frente a la ventana, chillaban ebrias de aire y de luz. Al paso de cada bandada, agitaba apenas la punta de la cola que le colgaba, listo para atrapar con las uñas a la primer gaviota que intentara meterse en el nido.
Él, y solamente él, sabía que ese vaso rojo con geranios, al ser golpeado por el gato, se precipitaría hacia la calle y terminaría su caída en la cabeza de alguien. El vaso ya se había corrido de lugar dos veces debido a los movimientos impacientes del gato; ya estaba casi sobre el borde del alféizar. El hombre respiraba con dificultad y tenía la cabeza cubierta de gotas de sudor como perlas. Le resultaba tan insoportable la ansiedad de aquella espera que hasta llegó a pensar -diabólicamente- ir él mismo, en silencio y agachado, con un dedo extendido, hasta la ventana, y darle el último empujón al vaso, sin esperar a que lo hiciera el gato. Por lo demás, el siguiente golpe, por más leve que fuera, consumaría el hecho. No había nada por hacer.

Al haber sido reducido por el silencio de la casa, él ya no era nadie. Era el silencio mismo, medido por el tic-tac del reloj de péndulo. Él era esos muebles, testigos mudos e impasibles de la desgracia que estaba a punto de suceder allá abajo, en la calle, y de la cual ellos aquí arriba no se habrían enterado jamás. Sólo el la conocía, y de casualidad. Hacía ya un buen rato que no debía estar ahí. Podía hacer de cuenta, entonces, que en el salón no había nadie, y que el sillón al cual estaba como atado por la fascinación de la fatalidad que pendía -allí, en el borde del alféizar- sobre la cabeza de un completo desconocido, se encontraba desocupado. Era inútil que él modificará esa fatalidad: la combinación natural del gato con el vaso de los geranios rojos y el nido de las gaviotas. El vaso estaba allí, precisamente, para ser expuesto en la ventana. Si él lo hubiera movido para impedir la desgracia, habría cumplido su objetivo sólo por hoy; mañana, la vieja sirvienta negra habría colocado nuevamente el vaso sobre el alféizar: justamente porque el alféizar era el lugar de ese vaso. Y el gato, espantado hoy, volvería también mañana a sus intentos de atrapar a alguna de aquellas gaviotas.
Era inevitable.
El vaso había sido empujado todavía un poco más allá: ya estaba casi un dedo por fuera del borde del alféizar.
Él no pudo soportarlo más y huyó. Bajando por la escalera tuvo una idea fugaz: llegaría a la salida justo a tiempo para recibir sobre su cabeza el vaso de geranios que precisamente en ese momento comenzaba a caer desde la ventana.

martes, 29 de abril de 2014

POEMA 50 (Rabindranath Tagore)

Iba yo pidiendo, de puerta en puerta, por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos, como un sueño magnífico. Y yo me preguntaba, maravillado quién sería aquel Rey de reyes.
Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo.
La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: "¿Puedes darme alguna cosa?".
¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di.
Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dárteme todo!

LA SEÑORA FROLA Y SU YERNO EL SEÑOR PONZA (Luigi Pirandello)


En definitiva, ¿lo pueden imaginar? No ser capaces de saber quién está loco, si la señora Frola o el señor Ponza, su yerno, trastornará a todos en Valdana, ciudad única en su desgracia, sólo aquí suceden este tipo de cosas ¡Imán que atrae a cualquier forastero excéntrico! Loca ella o loco él, no hay soluciones intermedias posibles. Uno u otro, en eso consiste toda esta historia.

Pero no. Es mejor exponer ordenadamente.

Confieso que estoy realmente consternado frente a la angustia en la que viven inmersos los habitantes de Valdana desde hace tres meses; y que poco me importa la señora Frola y el señor Ponza, su yerno. Porque si bien es cierto que una terrible desgracia ha caido sobre ellos, no es menos cierto que al menos uno de ellos ha tenido la suerte de enloquecer, y que el otro ha colaborado de forma tal que, repito, no se sabe cuál de los dos es el loco. Y, ciertamente, un consuelo mejor que ése no podrían haber hallado. Me pregunto: ¿les parece poco tener viviendo bajo una pesadilla a toda una población quitándole los fundamentos para juzgar, de forma tal que ya no puede disntiguir entre fantasma y realidad? Angustia y espanto perpetuos. Cada uno de los que se encuentra con alguno de aquellos dos, los mira a la cara, sabiendo que uno está loco; los estudia, los inspecciona, los espía… ¡Pero nada! No es posible descubrir de qué lado está el fantasma y de qué lado la realidad. Naturalmente, nace en cada uno de los habitantes la nociva sospecha que realidad y fantasma valgan lo mismo, y que cualquier realidad puede ser tranquilamente un fantasma y vicerversa. ¿Les parece poco?

Si yo estuviera en el lugar del señor Prefecto de Valdana, en beneficio de la salud y el alma de los habitantes de la ciudad expulsaría inmediatamente de la ciudad a la señora Frola y al señor Ponza, su yerno. Pero avancemos en orden.

El señor Ponza llegó a Valdana hace ya tres meses, en calidad de secretario del gobierno. Se instaló en el barrio nuevo al que llaman "El panal", a la salida del pueblo. Allí: en el último piso de un condominio. Tres ventanas altas y tristes dan a la campaña (esa fachada da al Norte, sobre unos huertos empalidecidos, y aún siendo nueva es inexplicablemente triste) y otras tres a un patio interno, donde hace la curva la baranda de la galería dividida por paneles de rejas. Allá arriba, cuelgan de la baranda tres canastos listos para descender lentamente, gracias a una soga, en caso de necesidad.

Al mismo tiempo, y para sorpresa de todos, el señor Ponza fijó también domicilio en otro departamento, esta vez en el centro de la ciudad (en Via dei Santi 15, más exactamente). Un lugar amueblado, con tres habitaciones y cocina. Dijo que era para su suegra, la señora Frola. En efecto, cinco o seis días después, la señora llegó y el señor Ponza fue a la estación a recibirla. La condujo hasta el departamente y la dejó allí, sola. Ahora bien, se entiende que una hija, al casarse, abandone la casa materna para ir a convivir con su marido; hasta puede darse el caso que para ello deba dejar la ciudad. Pero que la madre, no soportando la lejanía de su hijita, abandone su pueblo, su casa, y la siga, y que una vez en la nueva ciudad no viva con la hija sino en una casa aparte, esto ya no es tan fácilmente comprensible. Bien podría suponerse una incompatibilidad tan fuerte entre suegra y yerno que vuelva imposible la convivencia, incluso en estas condiciones. Naturalemente, todo esto fue lo primero que se pensó en Valdana. Y fue ciertamente el señor Ponza quien salió perdiendo. Porque de la señora Frola, aun si alguno admitió que quizá le correspondiera algo de la culpa por impaciente, terca o intolerante, todos reconocieron el amor que la había atraído junto a su hija, aún condenada a no poder vivir con ella.

Una gran parte de esta conmiseración por la señora Frola y del concepto del señor Ponza que rápidamente se instaló en el ánimo de todos (de quién se pensaba era un hombre duro y cruel) se debió al aspecto que tenían ambos. Regordete, sin cuello, negro como un africano, de cabellera abundante e hirsuta sobre una frente baja, cejas densas, bigotes gruesos como los de un policía, y en los ojos negros, fijos y casi sin blanco, una intensidad violenta, exasperada, contenida a duras penas, de la que no llega a saberse si es causada por un terrible dolor o por el desprecio hacia la mirada de los demás. El señor Ponza, sin dudas, no ha sido hecho para ganarse las simpatías y las confidencias.

La señora Frola, en cambio, es una viejita grácil y pálida, de rasgos finos, nobles y un aire melancólico, pero de una melancolía vaga y gentil que no excluye el buen trato con todos. De esta natural afabilidad, la señora Frola ha dado rápidamente muestras en la ciudad. Y gracias a aquella, la aversión hacia el señor Ponza ha crecido en el ánimo de todos, ya que la señora ha resultado no sólo bondadosa, sumisa y tolerante, sino también piadosa ante el comportamiento -y el daño- que su yerno le inflige. Se ha sabido de él que no sólo relega a la pobre madre a una casa aparte, sino que su crueldad lo ha llevado a prohibirle ver a su hija.

¡Pero no, de qué crueldad hablan!, protesta la señora Frola cuando va de visita a las casas de las señoras de Valdana, adelantando sus pequeñas manos, realmente aflijida de que se pueda pensar eso de su yerno. Y enseguida se dispone a enumerar las virtudes de aquél, elogiándolo de todas las maneras posibles e imaginables. ¡Cuánto amor, cuántos cuidados, cuánta atención le dedica a su hija! ¡Y no solamente! También con ella se comporta así. Sí, sí, premuroso y desinteresado. ¿Cruel? ¡No, por favor; que no se diga! Hay un solo problema: que el señor Ponza, quiere a su mujer todita para él. Al punto tal que incluso el amor que ésta debería dedicarle a su madre (cosa que el señor reconoce, por supuesto) quiere que le llegue no directamente, sino por mediación de él. Sí, puede parecer crueldad, pero no es; es otra cosa, algo que ella, la señora Frola, comprende perfectamente pero no puede expresar, y se devana el cerebro tratando de hacerlo. Naturaleza, sí, pero no, quizá una especie de enfermedad ¿cómo decirlo? ¡Dios mío, es suficiente con mirarlo a los ojos! En un primer momento, es cierto, puede que den una sensación fea, pero le dicen todo a quien, como ella, sabe leerlos: una plenitud de amor replegada sobre sí misma, en la cual la esposa debe vivir absolutamente sin salir, y en la que nadie, ni siquiera la madre, puede entrar. ¿Celos? Sí, tal vez, si se quiere definir vulgarmente esta totalidad amorosa excluyente. ¿Egoísmo? ¡Pero es un egoísmo que se da completamente, como un mundo, a la propia mujer! En el fondo, egoísmo sería el de ella, queriendo forzar su entrada a ese mundo cerrado de amor, aun sabiendo que la hija es feliz siendo adorada de esa manera ¡Eso debería bastarle! Y por otra parte, no es para nada cierto que ella no vea a su hijita. Dos o tres veces al día la ve: entra en el patio de la casa, toca el timbre y enseguida la hija se asoma: -¿Cómo estás Tildina? - Muy bien, mamá. ¿Y tu? - Como quiere Dios, hija mía. ¡Bájame el canasto! Y en el canasto siempre un papel con algunas líneas escritas: las noticias del día. Con eso le basta.



Hace ya cuatro años que las cosas funcionan así. La señora Frola ya se ha habituado. Resignado, sí. Casi no sufre. Y dicha resignación, dicho acostumbramiento a su martirio, como es fácil de deducir, repercuten sobre el señor Ponza, su yerno. Tanto más cuanto más grandes son los esfuerzos de la señora Frola por excusarlo.

Por ello, con verdadera indignación, y con miedo -diría yo-, las señoras de Valdana que han sido visitadas por la señora Frola, reciben al día siguiente el anuncio de otra visita inesperada: la del señor Ponza, que les ruega dos minutos de atención para hacer una "aclaración necesaria", si no es mucha molestia. El rostro incandescente por la sangre casi congestionada, los ojos más duros y tétricos que nunca, en la mano un pañuelo blanco que, al igual que los puños y el cuello de la camisa, contrasta terriblemente con el negro de la piel, del pelo y del traje. En cada uno de los salones, frente a señoras que lo miran al borde del espanto, el señor Ponza se seca continuamente el sudor que baja por su frente y sus mejillas ásperas y violetas, sudor que no se debe al calor sino a la evidente violencia que supone forzarse de ese modo a sí mismo - y que le provoca temblor en sus manos de largas uñas, pregunta primero si su suegra, la señora Frola, ha ido a visitarlas el día anterior. Luego, con pena, con esfuerzo, con una agitación cada vez más intensa, pregunta si ella les ha hablado de su hija y si les ha dicho que él le prohíbe absolutamente verla y subir a su casa. Las señoras, al verlo en ese estado, como es imaginable, se apresuran a responderle que sí, que es cierto que la señora Frola les ha contado de la prohibición de ver a la hija, pero también les ha hablado muy bien de él, al punto de no solamente excusarlo sino de disipar cualquier sospecha de culpa por aquella prohibición. Pero esta respuesta, en lugar de tranquilizar al señor Ponza, lo agita todavía más, sus ojos se vuelven más duros, más fijos, más tétricos; las gotas de sudor son cada vez más espesas. Entonces, forzándose aún más violentamente, expone su "aclaración necesaria": la señora Frola, pobrecita, no parece pero está loca. Lleva cuatro años loca, sí. Y su locura consiste, precisamente, en que creer que él no le deja ver a su hija. Pero ¿de qué hija habla? Su hija murió, hace cuatro años. Y la señora Frola, a causa del dolor, enloqueció; para su fortuna, sí, ya que la locura ha sido para ella el refugio frente a aquella terrible perdida. Naturalmente, no había otra forma de escapar al dolor que no fuera creer que la hija no estaba muerta y que la verdad era que su yerno no quería que la viera más. Por puro deber de caridad hacia alguien caído en desgracia, él, el señor Ponza, acompaña desde hace cuatro años esta locura pía, con enormes costos y sacrificios: mantiene dos casas, una para sí y una para ella,que le provocan gastos superiores a sus fuerzas; y fuerza a la segunda mujer, que por suerte se presta voluntariamente, a secundar tambíen aquella locura. Pero caridad y deber hasta un cierto punto: debido a su calidad de funcionario público, el señor Ponza no puede permitir que se piense de él esa cosa cruel e inverosímil de la prohibición, sea que se la justifique en los celos o en lo que sea. Declarado esto, el señor Ponza se inclina ante el asombro de las señoras y se marcha.

Pero este asombro no tiene siquiera el tiempo de aplacarse que ya está de nuevo la señora Frola, con su aire dulce y de vaga melancolía, preguntando si acaso, por culpa suya, las buenas señoras se han asustado por la visita del señor Ponza, su yerno. Entonces, la señora Frola declara ¡con absoluta reserva, por favor! ya que el señor Ponza es un funcionario público, y precisamente por eso ella se ha abstenido de decirlo en la ocasión anterior -porque podría perjudicar seriamente su carrera-: el señor Ponza, pobrecito, óptimo e irreprochable secretario de la Prefectura, cortés, recto en sus actos, en sus pensamientos, desbordante de buenas cualidades, hay un único punto sobre el que ya no razona: en creer que su mujer haya muerto hace cuatro años atrás y en ir por ahí diciendo que la loca es ella, la señora Frola, al creer que su hija todavía está viva. No, él no lo hace para justificarse frente a los demás de sus celos casi maníacos y de haber resuelto prohibirle ver a su hijita. No, el pobrecito está convencido de que su anterior mujer murió y de que la actual es la segunda. ¡Una cosa terriblemente penosa! Porque con sus excesos de amor, este hombre estuvo cerca de destruir, de matar a la joven y delicada esposa. Tan cerca estuvo que hubo que sustraérsela a escondidas y encerrarla sin que él lo supiera en una clínica. Fue así que el pobre hombre, a quien el frenesí amoroso ya le había alterado el cerebro, enloqueció definitivamente. Creyó que la mujer había muerto realmente. Esta idea se fijó tan fuertemente en su cerebro que ya no hubo manera de sacársela. Ni siquiera cuando la mujer le fue presentada nuevamente, hermosa como antes, casi un año más tarde. Creyó que era otra. Y lo creyó tanto que con la ayuda de todos, parientes y amigos, debimos simular un nuevo casamiento. Sólo así recupero el equilibrio mental.

Actualmente, la señora Frola cree tener razones para sospechar que desde hace un tiempo su yerno esta completamente recuperado y que finge creer que su esposa es una segunda esposa solamente para tenerla toda para él, sin contacto alguno con el mundo exterior, temeroso quizá de que le sea sustraída a escondidas nuevamente. Debe ser, seguramente. Si no ¿cómo explicar toda la atención y todos los cuidados que ella, su suegra, recibe si él realmente creyera que la actual es su segunda esposa? ¿Por qué habría de sentirse tan obligado hacia una señora que ya no sería su suegra? Téngase en cuenta que todo esto la señora Frola no lo dice sólo para demostrar más firmemente que el loco es él, sino también para probarse a sí misma que su sospecha tiene fundamento. Y mientras tanto -concluye con un suspiro que se acomoda en sus labios como una dulce, tristísima sonrisa-, mientras tanto mi pobre hija debe fingir que no es ella, sino otra, y yo mismo estoy obligada a simular ser una loca que cree que su hija está viva. Me cuesta poco, gracias a Dios, porque mi hija esta allí sana y salva. La veo, le hablo, pero estoy condenada a no poder convivir con ella y a verla y hablarle desde lejos, para que así él pueda creer -o fingir creer- que mi hija, Dios me libre, está muerta y que a su lado hay una segunda esposa. Pero, repito, ¿qué importa si con esto hemos conseguido devolverle la paz a los dos? Sé que mi hija es adorada, y que está contenta; la veo, le hablo; y me resigno por amor a ella y a él a vivir así, haciéndome pasar por loca. No me queda otra que tener paciencia, señora mía.



¿No les parece que es para quedar boquiabiertos en Valdana, mirándonos a los ojos como insensatos? ¿A quién creerle de los dos? ¿Quién está loco? ¿De qué parte está la realidad? ¿De qué parte el fantasma? La respuesta podría tenerla la esposa del señor Ponza. Pero no sería extraño que, frente a él, dijera ser su segunda mujer mientras que ante la señora Frola asegurase ser su hija. Sería necesario apartarla y, cara a cara, hacerle decir la verdad. No es posible. El señor Ponza -loco o no- es realmente muy celoso y no deja que nadie vea a su mujer. La tiene allá arriba, como en una prisión, bajo llave. Este hecho pareciera favorecer a la señora Frola, pero el señor Ponza dice que se ve obligado a actuar de ese modo, que incluso su esposa misma se lo obliga por temor a que la señora Frola entre imprevistamente a la casa. Esta podría ser una excusa. Además, es un dato cierto que el señor Ponza no tiene sirvientas en la casa. Dice que lo hace para ahorrar, siendo que está obligado a pagar dos alquileres. Además, se encarga él mismo de las compras diarias. Mientras tanto, la mujer, que según él no es la hija de la señora Frola, por piedad de aquella señora que fuera suegra de su marido, toma en sus manos todas las tareas del hogar, hasta las más humildes, sin hacerse ayudar por una sirvienta. Parece demasiado. Pero es cierto que este estado de cosas, si no es con la piedad, puede explicarse a partir de los celos del marido.

Hasta ahora, el Prefecto de Valdana quedó conforme con la declaración del señor Ponza pero, claro, el aspecto y, en gran parte, la conducta de éste no lo favorecen, al menos no frente a las señoras de Valdana, más propensas a confiar en la señora Frola, que las visita premurosa para mostrarles las breves cartas afectuosas que su hija le entrega todos los días, junto a otro montón de papeles privados. A todo eso, el señor Ponza le retira cualquier fundamento, diciendo que han sido redactados para alimentar el piadoso autoengaño.

Sea como sea, algo es totalmente cierto: ambos demuestran por el otro un maravilloso, conmovedor espíritu de sacrificio; y que cada uno tiene por la presunta locura del otro un consideración exquisita. Ambos razonan perfectamente, al punto tal que en Valdana nadie hubiera pensado que alguno de ellos estuviese loco de no haber sido porque ellos mismos lo dijeron: el señor Ponza de la señora Frola, la señora Frola del señor Ponza. La señora Frola va seguido a encontrarse con su yerno en la Prefectura, para pedirle consejo en alguna materia o para que la acompañe a hacer alguna compra. Y muy frecuentemente, por propio deseo, en las horas libres y cada noche, el señor Ponza va a visitar a la señora Frola en su pequeño departamento amueblado. Y cada tanto, se cruzan por la calle: enseguida se juntan, con la máxima cordialidad, y si ella está cansada, él le ofrece su brazo derecho. Caminan así, juntos, en medio de las miradas fruncidas, el estupor y la consternación de la gente que los estudia, los inspecciona, los espía y ¡nada! No logra saber cuál de los dos está loco, dónde está el fantasma, dónde la realidad.

RHADAMANTHOS (Silvina Ocampo)


La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre, brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria.

Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo a nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí.

Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla.

Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser.

Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de las cartas firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte carta, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor.

A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el armario de la muerta.

LA CAPTURA (Luigi Pirandello)


El señor Guarnotta acompañaba con su cuerpo tambaleante el andar de la mula, como si él también estuviera caminando. A decir verdad, las piernas, con los pies salidos de los estribos, por poco no se arrastraban por el polvo de la gran calle.

Regresaba, como todos los días a aquella hora, de su finca casi asomada al mar, sobre el borde de un terreno elevado. Más cansada y triste que él, la mula se esforzaba desde hacía un rato por superar las últimas pendientes en subida de aquella calle interminable, hecha de curvas y contracurvas que rodeaban el cerro, en cuya cima parecían pegotearse unas con otras las decrépitas casas del pueblo.

Para esa hora ya todos los campesinos habían regresado de la campiña: la calle grande estaba desierta. Si por casualidad se veía alguno, el señor Guarnotta estaba convencido de que sería saludado: todos, gracias a Dios, lo respetaban.

Para el señor Guarnotta, a esa altura de su vida, no sólo esa calle grande, sino el mundo entero estaba desierto; y de cenizas como las del aire del atardecer estaba hecha su vida.

Las ramas deshojadas de los árboles que se asomaban por sobre los muros, los cercos altos de los nopales y, por aquí y por allá, montoncitos de canto rodado que nadie pensaba extender sobre esa calle grande toda huellas y pozos. Guarnotta miraba todas esas cosas, inmersas en esa inmovilidad silenciosa y abandonada en la que estaban y le parecían tan oprimidas por una vana pena infinita como él. Al aumentar esta sensación de vacuidad dejaba de escucharse el ruido de las pisadas de la mula, como si el silencio se convirtiera en polvo.



¡Y cuánto de ese polvo se llevaba a casa Guarnotta cada noche! La mujer, apenas él se quitaba la chaqueta, la sostenía lo más lejos posible de su cuerpo y, girando, se la mostraba a las sillas, al armario, a la cama, a la cajonera, intentando desahogarse:

- ¡Miren, miren! Se podría escribir sobre ella con el dedo.

¡Si al menos se hubiera dejado convencer de no llevar al campo el traje negro de paño! Para eso le había encargado tres de fustán.

Guarnotta, en mangas de camisa, habría mordido de buena gana esos tres dedos regordetes que su mujer rabiosamente le ponía delante, casi metiéndoselos por los ojos. Pero él, perro manso, se conformaba con lanzarle una mirada cruzada y la dejaba hablar. Al morir su hijo, quince años atrás, había jurado vestir siempre de negro. O sea que…

-¿Pero también en la campaña? Hago que te pongan el luto en la manga de los trajes de fustán. Y, a esta altura, sería suficiente con la corbata negra. ¡Hace ya quince años!

La dejaba hablar. ¿No pasaba acaso todo el santo día en su finca? En el pueblo, hacía años que no se encontraba con nadie. Por lo tanto…

-Por lo tanto ¿qué?- Si no llevaba luto en la campaña, ¿dónde llevarlo? - Por amor de Dios, hay que reflexionar un poco antes de abrir la boca y dejar salir las palabras. En el corazón, sí: ¡muchas gracias por el consejo! ¿Dudaba ella que acaso no lo llevara también en el corazón? Quería que se viera desde afuera… -Que lo vieran los árboles, o los pajaritos en el aire, porque ojos para verse el luto él mismo no tenía. ¿Y, por otra parte, por qué se quejaba tanto la esposa? ¿Acaso era ella quien sacudía y cepillaba el traje cada noche? Para eso estaban las sirvientas. Tres para dos personas. ¿Por cuestiones de gasto, entonces? Un traje negro por año: ochenta o noventa liras. ¡Vamos, pues! Debería haberse dado cuenta de que no le convenía protestar tanto. Además, era la segunda mujer y el hijo muerto era de la primera. Sin otros parientes, ni siquiera lejanos, cuando él muriera todos sus bienes (que no eran pocos, por cierto) le habrían correspondido a ella y a sus sobrinos. Callada, entonces. Al menos por prudencia… ¡Obviamente!, si ella hubiera entendido todo esto no sería la buena mujer que era…

He ahí la razón por la cual él estaba todo el día en la campaña. Solo, entre los árboles que crujían sin cesar, levemente, y con la extensión sin límites del mar frente a sus ojos, con su murmullo sordo y lento, se había acostumbrado a sentir la vacuidad de todo y el tedio angustiante de la vida.



Estaba a menos de un kilómetro del pueblo. Desde lo alto de la pequeña Iglesia de la Dolorida le llegaban, lentos y suaves, los repiques de campana del Avemaría cuando, de repente, en una curva pronunciada de la calle escuchó:

-¡Al piso!

Desde las sombras se vio saltar a tres hombres con las caras vendadas y armados con fusiles. Uno asió a la mula por el ronzal; los otros dos, en un abrir y cerrar de ojos, lo tiraron de la montura. Luego, mientras uno inmovilizaba sus piernas con la rodilla y le ataba las muñecas, otro le vendaba los ojos con un pañuelo doblado, que anudaba por detrás de la nuca.

Tuvo apenas el tiempo para decir:

-Pero, muchachitos ¿por qué a mí?

Lo levantaron, lo arrastraron violentamente, tirando de sus brazos, fuera de la calle grande, bajando por ladera pedregosa en dirección al valle.

-Muchachos…

-¡Silencio o estás muerto!

Más que los empujones y las arrastradas, era el jadeo de esos tres por la violencia que cometían lo que le infundía terror. Para tener ese jadeo de fiera debía ser tremendo lo que se habían propuesto hacer con él. Pero matarlo, al menos enseguida, no parecían desearlo. Si hubiera sido una orden o una venganza, lo habrían matado ahí en la gran calle, desde las sombras donde se habían apostado. Por lo tanto, lo estaban capturando para extorsionarlo.

-Muchachos…

Apretándolo con más fuerza y sacudiéndolo, lo intimaron a que se callara.

-¡Al menos aflójenme un poco la venda! Me apreta demasiado los ojos… y no puedo…

-¡Camina!

Primero hacia abajo, luego hacia arriba y adelante, luego hacia atrás, luego de nuevo hacia abajo, y finalmente arriba arriba arriba. ¿Dónde lo llevaban? En la confusión de pensamientos y sentimientos, entre el sucederse imágenes siniestras y el esfuerzo que le provocaba esa carrera a ciegas, a saltos, a empujones, entre piedras y maleza (¡qué extraño esto último!), las luces, las primeras luces encendidas -de las casas, de las calles- en el pueblo, todavía iluminado a base de petróleo, se le aparecían, a pesar de la venda que le aplastaba los ojos, tal como las había visto antes de que saltaran sobre él. Tal como las había visto tantas veces con anterioridad, regresando de la finca siempre a esa hora. Se le aparecían nítidas, como si estuvieran ahora mismo frente a sus ojos. Caminaba arrastrado, tironeado, tropezando, aterrado, y se llevaba consigo esas lucecitas placenteras y tristes, junto con el cerro y el pueblito, donde ninguno sabía la violencia de la que era víctima en ese mismo momento y donde cada uno se preocupaba por sus asuntos cotidianos. En cierto momento, advirtió el trote apurado de su mula.

-¡Ah! - su vieja mula cansada viajaba con ellos. ¿Qué podría entender de todo eso, pobre bestia? Quizá percibía la furia insólita, la inédita violencia, pero iba a donde la llevaban, sin entender nada.

Si se hubieran detenido al menos un momento y hubiera podido hablar, les habría dicho que estaba dispuesto a darles todo lo que quisieran. No tenía mucha vida por delante, y no valía la pena pasar un momento así por un poco de dinero -un dinero que ya no le proporcionaba ninguna alegría.

-Muchachos…

-¡Silencio! ¡Camina!

-¡No puedo más! ¿Por qué me hacen esto? Estoy dispuesto…

-¡Silencio! Hablaremos más tarde… ¡Camina!

Lo hicieron caminar en esas condiciones durante una eternidad. Llegó un momento en que fue tanto el cansancio, tanto el aturdimiento que le producía el pañuelo al presionar su cabeza, que sintió que se desvanecía y ya no comprendió más nada…



Volvió en sí recién por la mañana siguiente, en una gruta baja, aturdido en medio de un tufo rancio que parecía ser exhalado por la palidez misma de las primeras luces del día. Apenas si se insinuaba aquella luz lívida por entre las formaciones arcillosas de la gruta. Pero le aliviaba la pesadilla de las violencias sufridas, que ahora le parecían un sueño: violencias ciegas, propias de brutos, sobre su cuerpo imposibilitado ya de sostenerse en pie y que viajaba primero sobre la espalda de uno, luego sobre la de otro; tirado al suelo, arrastrado y levantado de las manos y los pies.

¿Dónde estaba ahora?

Trató de escuchar algo. Le pareció que afuera había un silencio de altura. Por un momento se sintió como suspendido. Pero no podía moverse. Yacía por tierra como un animal muerto; atado de pies y manos. Los miembros le pesaban como si fueran de plomo; así también la cabeza. ¿Estaba herido? ¿Lo habían tirado allí dándolo por muerto? No. Estaban afuera, confabulando. O sea que su suerte no estaba aún decidida. Pero el recuerdo de lo que le había sucedido ya no se le presentaba como una desgracia que le incumbiese y que le produjera algún impulso a liberarse de ella. No. Sabía que no podía, y casi no quería. La desgracia estaba consumada, como si viniera de un tiempo lejano, desde otra vida, una vida que quizá hubiera procurado salvar, cuando todavía los miembros no le pesaban como ahora y la cabeza no le dolía tanto. Ahora ya nada de eso le importaba. Su vida -miserable- había quedado allá abajo, lejos lejos, donde lo habían capturado: aquí, ahora, sólo era silencio, alto y vano y sin memoria. Incluso si lo hubieran dejado ir, no habría tenido la fuerza -quizá ni siquiera el deseo- de bajar y recuperar su vida.

De pronto una corriente de ternura, de piedad por sí mismo, surgió dentro suyo y se enroscó produciéndole un estremeciento de terror: vió entrar gateando a uno de aquellos tres en la gruta, con el rostro oculto detrás de un pañuelo rojo perforado a la altura de los ojos. Enseguida le miró las manos. No tenía armas. En lugar de eso, tenía un lápiz nuevo, de esos que venden por una moneda, todavía sin punta. En la otra mano, apoyada en el suelo, una rústica hoja de papel de carta ya muy manoseada, con el sobre en el medio. Aliviado, sin querer sonrió; mientras tanto, entraban a la gruta los otros dos, también gateando y vendados. Uno lo agarró y le desató solamente las manos: El que había entrado primero dijo:

-¡Atención! ¡Escriba!

Le pareció reconocer la voz. ¡Claro! Era Manita: le decían así porque tenía un brazo más corto que el otro. ¿Era él, realmente? Le miró el brazo izquierdo. Él, sí. Y seguramente a los otros dos los habría reconocido enseguida de haberse quitado las vendas. Conocía a todos los habitantes del pueblo. En ese momento habló:

-¿Atención, yo? ¡Atención ustedes, muchachos! ¿A quién quieren que escriba? ¿Con qué escribo? ¿Con esto? Y mostró el lápiz.

-¿Cuál es el problema? ¿No es un lápiz?

-Sí, es un lápiz, eso seguro. Pero ustedes no tienen idea de cómo se usa.

-¿Por qué?

-Porque hace falta sacarle punta.

-¿Sacarle punta?

-Exacto, con un sacapuntas; se mete esta punta ahí…

-¡Qué sacapuntas ni sacapuntas!

Y Manita volvió a gritar:

¡Basta, basta, me cago en Dios!

-Basta, sí, Manita querido…

-¡Ah! -exclamó aquel- ¿Me ha reconocido?

-Escuchame una cosa: ¿Escondes la cara y dejas al descubierto el brazo? Sácate el pañuelo y mírame a los ojos. ¿Me haces esto? ¿A mí?

-Bueno, bueno, ya basta de charla -gritó Manita, quitándose violentamente el pañuelo de la cara- ¡He dicho que ya ha sido suficiente! ¡Escriba o lo mato!

-Adelante, estoy preparado -respondió Guarnotta. -Ni bien le saquen punta al lápiz. Aunque si me dejan hablar… Quieren dinero muchachos ¿no es cierto? ¿Cuánto?

-¡Tres mil onzas!

-¿Tres mil? No piden poco.

-¡Usted las tiene, no venga con historias!

-¿Tres mil onze?

-¡Y más también!

-Sí, más también. Pero no en casa, no en efectivo. Debería vender casas y tierras. ¿Les parece que eso sea posible de un día para otro, y encima en mi ausencia?

-¡Van a tener que pedir prestado!

-¿Quiénes?

-¡Tu esposa y sus sobrinos!

El señor Guarnotta sonrió amargamente y trató de enderezarse apoyándose sobre uno de sus codos.

-De esto quería hablar, precisamente -respondió. -Se equivocaron, hijos míos. ¿Contaban con mi esposa y sus sobrinos? Si lo que quieren es matarme, aquí estoy. Mátenme y punto. Pero si lo que quieren es dinero, no podrán conseguirlo de otro modo que no sea a través mío. Y eso con la condición de que me dejen ir a casa.

-¿Qué está diciendo? ¿Usted, a casa? ¿Habla en serio? ¡Ni que estuviéramos locos!

-Siendo así… - suspiró Guarnotta.

Manita le arrancó de la mano a su compañero el papel de carta y repitió:

-¡Basta de charla, he dicho! ¡Escriba! El lápiz… Cierto, hay que sacarle punta… ¿Cómo se hace?

Guarnotta les explicó cómo y los tres, luego de mirarse entre sí a los ojos, salieron de la gruta. Al verlos salir de ese modo, a gatas, como bestias, Guarnotta no pudo menos que sonreír. Pensó que se pondrían los tres a sacarle punta al lápiz, y que quizá, a fuerza de podarlo como la rama de un árbol, lo habrían vuelto inutilizable. Sonreía, sí, pero quizá en ese momento su vida dependía de la ridícula dificultad que aquellos encontraran frente a esa nueva operación: tal vez, rabiosos de ver cómo el lápiz se consumía frente a sus ojos, habrían vuelto a la gruta para mostrale que si sus cuchillos no servían para sacarle punta a un lápiz, sí servían, en cambio, para degollarlo. Había cometido un error imperdonable al hacerle saber a Manita que lo había reconocido.

Allá estaban aquellos: se peleaban, protestaban, insultaban… Se pasaban de uno a otro aquel pobre lápiz barato cada vez más corto. Quien sabe qué cuchillos sostenían esas manotas ásperas y arenosas.

Hélos aquí, entrando nuevamente a la gruta, uno detrás del otro, derrotados.

- Madera débil -dijo Manita. - ¡Un asco! Usted que sabe escribir, ¿no tendría por casualidad un lápiz con buena punta en el bolsillo?

-No tengo, hijito - respondió Guarnotta. -De todas formas, todo esto es inútil, se los aseguro. Habría escrito, si me hubieran facilitado los elementos, pero ¿a quién? ¿A mi esposa y a esos sobrinos? Esos sobrinos son suyos, no míos ¿entienden? Y, además, no habrían respondido, de eso estén seguros; habrían fingido, haciendo de cuenta que esa carta intimidatoria nunca llegó. Y adiós para mí. Si lo que quieren es dinero, no tendrían que haberse echado encima mío en un primer momento, deberían haber ido a acordar con ellos: tanto -pongamos, mil onzas- por asesinarme. Y así todo, no habrían obtenido nada; porque mi muerte la desean, eso sin dudas, pero ya soy viejo: esperan que la lleve a cabo Dios, gratis y sin remordimientos, en cualquier momento. ¿Pretenden seriamente conseguir que les den un centésimo, un solo centésimo, a cambio de mi vida? Se equivocan. Y con tal de no morir de esta manera, les prometo y juro por el alma santa de mi hijo que apenas pueda, dos o tres días, vendré yo mismo a traerles el dinero que me indiquen.

-¿Eso después de denunciarnos?

-¡Les juro que no! ¡Les juro que no los delataré ante nadie! ¡Es la vida lo que está en juego!

- Eso ahora ¿pero cuando quede libre? Antes de ir a su casa, irá a hacer la denuncia.

-¡Les juro que no! Claro, tienen que confiar en mí. Tengan en cuenta que yo voy todos los días a la campaña: mi vida está ahí, entre ustedes. Y siempre he sido como un padre para ustedes. Siempre me han respetado, Dios santo, y ahora… ¿Realmente creen que me expondría al riesgo de una venganza? Confíen; dejen que regrese ahora a casa y les aseguro que tendrán el dinero…

No respondieron nada. Volvieron a mirarse entre sí y salieron nuevamente de la gruta, a gatas.



Por el resto del día ya no los escuchó. Antes los había oído durante un buen rato discutir fuera de la gruta; luego no escuchó más nada. Esperó. Barajando mentalmente las suposiciones sobre cúal habría sido la decisión. Algo le pareció evidente: había caído en manos de tres estúpidos novatos, cumpliendo su primer delito.

Se habían abalanzado sobre él ciegamente, sin considerar antes las condiciones de su familia; pensando solamente en su dinero. Ahora, convencidos del error que habían cometido, ya no sabían, o no sabían aun, cómo resolverlo. En el juramento que no serían denunciados, ninguno de los tres habría confiado: menos que menos Manita, que había sido reconocido. ¿Qué hacer, entonces?

No le quedaba más que esperar que a ninguno de los tres se le diera por arrepentirse del estúpido acto cumplido en vano y, junto al arrepentimiento, le surgiera el deseo de borrar el error para regresar a la buena senda; que en cambio, los tres, resueltos a vivir fuera de toda ley y a cometer otros delitos, no se cuidaran de borrar las huellas de éste, evitando así de cargárselo inútilmente en sus conciencias. Porque, reconocido el error y resueltos a continuar siendo tres granujas desterrados, podían permitirle vivir y dejarlo ir sin tener que cuidarse de ser denunciados. Si querían regresar a la buena senda, arrepentidos, para impedir la denuncia que sabían inevitable debían necesariamente asesinarlo. Se deducía de aquello que Dios debía ayudarlo a abrir sus mentes, para que así reconocieran que no sacarían ningún provecho del deseo de seguir siendo hombres honestos. Cosa no tan difícil de lograr, visto que la intención de dejar serlo ya la habían demostrado al capturarlo. Sin embargo, era de temer el hecho del desengaño experimentado en este primer movimiento, al constatar el terrible error cometido ni bien encaminados en la nueva vida. Y se sabe que un desengaño se convierte enseguida en deseo de alejarse del camino que ha comenzado mal. Para retroceder, borrando cualquier rastro de los primeros pasos, lo lógico era cometer un delito; pero, en caso de querer evitarlo, ¿la misma lógica no los habría llevado a aventurarse por aquél camino en busca de otros delitos por cometer? Siendo así, mejor este ahora, al principio, que podía permanecer oculto sin dejar rastros que muchos después a plena luz del día yarriesgados. A cambio de éste, podrían conservar aún la esperanza de salvarse, si no frente a sus propias conciencias al menos delante de los hombres; en caso de querer evitarlo, se habrían extraviado para siempre.

Conclusión de estas reflexiones atormentadas: la certeza sobre el hecho de que hoy o mañana, quizá esa misma noche –en horas del sueño-, lo habrían asesinado.



Esperó durante tanto tiempo que la gruta se oscureció por completo. Y ante la idea que el silencio y el cansancio pudiesen sobre él más que el miedo de quedarse dormido, sintió que un temblor lo recorría de la cabeza a los pies: su instinto bestial lo impulsaba, incluso con las manos y los pies atados, a salir de la gruta apoyándose en sus codos, arrastrándose por la tierra como un gusano. Mucho debió penar para persuadir a su instinto bestial aterrado de hacer el menor ruido posible.

Pero, en definitiva, ¿qué esperaba de poder asomar la cabeza como una lagartija en su cueva? ¡Nada! Poder ver el cielo, al menos; y mirar, al aire libre, con sus propios ojos, a la muerte, y evitar que le fuera infligida traicioneramente mientras estuviera durmiendo. Esto, al menos.

Ahora sí... ¡Silencio! ¿Es la luz de la luna? Luna nueva, sí, y muchas estrellas... ¡Qué hermosa noche! ¿Dónde estaba? En algún lugar sobre una montaña... ¡Qué aire y qué silencio tan particular! Quizá era el monte Caltafaraci o el San Benedetto... Entonces ¿qué era eso de allá? ¿La planicie de Consolida o la planicie de Clerici? Sí, y aquella montaña allá, hacia el poniente, debía ser Carapezza. ¿Y aquéllas lucecitas por allí, titilantes, como un rocío di luciérnagas en la claridad opalina de la luna? ¿Eran acaso las de Girgenti? Pero entonces, siendo así... ¡Oh, Dios, estaba realmente cerca! Y sin embargo le pareció que había caminado tanto... tanto...

Miró a su alrededor, como si le infundiera temor la esperanza de que aquellos muchachos lo hubieran dejado allí, abandonado.

Negro, inmóvil, acurrucado como un gran búho sobre un declive arcilloso de la montaña, uno de los tres, que se había quedado haciendo guardia, se recortaba nítido contra el claro de luna. ¿Estaba dormido?

Intentó asomarse un poco, pero enseguida el esfuerzo le aflojó los brazos al oir la voz de aquel que, sin alterarse, le dijo:

-¡Lo estoy mirando, Don Vice! Vuelva adentro o disparo.

No se movió, como si quisiera hacer nacer en el otro la duda sobre la posibilidad de haberse engañado; permaneció allí agazapado espiando. Pero el muchacho repitió:

-Lo estoy mirando.

-Déjame tomar un poco de aire –le respondió- Aquí dentro me sofoco. ¿Acaso me quieren tener en este estado? Tengo sed.

El otro se movió amenazadoramente:

-¡Hey! Si quiere quedarse ahí no debe abrir la boca. Yo también tengo sed y estoy en ayunas como usted. Silencio, entonces, o vuelve a entrar.



Silencio. La luna revelando una amplia vista de planicies tranquilas y de montes... y el alivio que le proporcionaba ese aire... al menos eso... y el suspiro lejano, allá abajo, de las lucecitas de su pueblo...

Pero ¿dónde habían ido los otros dos? ¿Habían dejado a este tercero con la responsabilidad de asesinarlo en el correr de la noche? ¿Y por qué no lo hacía inmediatamente? ¿Qué era lo que esperaba ese muchacho? ¿Acaso el regreso, durante la noche, de sus dos compañeros? Tuvo nuevamente el deseo de hablar, pero se contuvo. Total, si eso era lo que habían decidido...

Volvió su mirada al declive donde el otro estaba sentado: lo vio acomodado tal como había estado en un primer momento. ¿Quién seria? Por la voz, si bien no hizo mucho uso de ella, le había parecido que podía ser uno de Grotte, un pueblo grande entre las minas de azufre. ¿Acaso era Fillicò? ¿Era posible? Buen hombre, íntegro, bestia de trabajo, de pocas palabras... Si era realmente él ¡cuidado! Si taciturno y duro como era había logrado despegarse de su talante bondadoso ¡cuidado!

Ya no pudo contenerse: con una voz casi involuntaria, vacía de toda intención, que debía llegar a aquel otro como si no hubiera sido proferida por su boca, dijo sin preguntar:

-Fillicò...

El otro no se movió.

Guarnotta esperó por un momento y repitió con la misma voz de antes, como si no fuera él, con los ojos dirigidos a un dedo que hacia dibujos sobre la arena:

- Fillicò...

Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar que esta obstinación suya de proferir el nombre casi sin quererlo, terminaría costándole un escopetazo. Pero tampoco esa vez aquél otro se movió; entonces Guarnotta exhaló en un suspiro que revelaba el agotamiento extremo que le producía la tensión de la desesperación. Dejó caer al suelo el peso muerto de su cabeza como si realmente no tuviera ya más fuerza ni deseo de sostenerlo. En esa posición, con la cabeza sobre la arena, con la arena que le entraba en la boca como si él fuera un animal muerto, sin prestar ya atención a la prohibición de hablar que aquél otro le había impuesto, indiferente ante la posibilidad de recibir un escopetazo, se puso a hablar, a divagar sin fin. Habló de la hermosa Luna que ya empezaba a ponerse; habló de las estrellas que Dios había puesto tan lejos para que las bestias no pudieran saber nunca que aquellas eran en realidad cuerpos más grandes que la Tierra; y habló de la Tierra, de la que sólo los animales ignoran que gira como un trompo y dijo, a manera de desahogo personal, que en ese preciso momento había hombres que estaban cabeza abajo y que no se precipitaban hacia el cielo por razones que cualquier cristiano que no fuera más de arcilla que la arcilla, que no fuera un vil trozo de arcilla sobre el cual Dios no había soplado todavía, debía preocuparse por conocer.

Y en pleno divagar se sorprendió a sí mismo hablando realmente como un profesor de astronomía a ese otro que, poco a poco, se le había ido acercando hasta terminar sentado a su lado junto a la entrada a la cueva. Y, sí, era él: Fillicò de Grotte ¡y hacía tanto tiempo que deseaba saber sobre estas cosas! Aún si no estuviera persuadido completamente de ello y no las creyera ciertas: el zodíaco... la Vía Láctea... las nebulosas... Sí, así es. Pero ¡cómo es posible que cuando uno ha agotado todas sus fuerzas en la desesperación, pueda sucerderle una cosa tan extraña! Se puede poner como si nada, bajo la mira de un fusil, a limarse las uñas atentamente con una ramita seca, cuidando que no se rompa ni se doble; o a tantear, sí señor, los dientes que le han quedado en la boca: tres incisivos y un canino; y a pensar si son tres o cuatro los hijos del tonelero, su vecino, cuya esposa ha muerto hace ya quince días.

-Hablemos en serio. Dime una cosa: ¿qué piensas que soy, por el amor de Dios, un pasto?... ¿Un pasto como este, que se arranca así, como si nada, sin esfuerzo...? ¡Por dios, soy de carne! ¡Y tengo un alma, que me dio Dios, como también te dio una a ti! ¿Me quieren degollar mientras duermo? No... quédate... ¿te vas? Ahora, porque mientras te hablaba de las estrellas... Escucha bien lo que te voy a decir: dególlame ahora mismo, con los ojos abiertos, no a traición mientras esté durmiendo... ¿Qué dices? ¿No me quieres responder? ¿Se puede saber qué esperas? ¿Se puede saber qué esperan? Dinero, no lo conseguirán; retenerme aquí, no es posible; dejarme ir, no quieren... ¡Ustedes quieren matarme! ¡Entonces mátame, criatura de Dios, y terminemos con esto!

¿A quién le decía todo eso? El otro ya se había ido a reacomodar sobre el declive como un búho, para demostrarle que era inútil, que sobre este tema no quería hablar.

Por otra parte, ¡qué bestia era también él! Después de todo ¿no era mejor que lo mataran durante el sueño, si es que matarlo era el plan? Es más, si más tarde seguía despierto, al escucharlos entrar gateando a la cueva, cerraría los ojos para fingir estar durmiendo. Pero…¡para qué cerrar los ojos si en esa oscuridad no era necesario! Era suficiente con que no se moviese en el momento en que le buscaran la garganta, al tanteo, como a un cordero.

Dijo:

-Buenas noches.

Y se retrajo.



Pero no lo mataron.

Reconocido el error cometido, ni lo liberarían ni lo matarían. Lo retendrían ahí.

¿Cómo? ¿Eso para siempre?

Hasta que Dios así lo quiera. Se encomendaban a Él: que fuera mucho o poco el tiempo dependía de la penitencia que el Señor había decidido para ellos como castigo por haber cometido el error de capturarlo.

Pero entonces ¿qué se proponían? ¿Acaso que él muriese por si solo, ahí arriba, de muerte natural? ¿Era esto lo que se habían propuesto?

Exacto.

-¡Pero de qué Dios me están hablando, entonces! ¡Animales! No será Dios el que me mate, ciertamente... ¡Serán ustedes, comportándose como se están comportando! ¡Reteniéndome acá, muerto de hambre y de sed y de frío, atado como si fuera un animal, metido en esta cueva, durmiendo en el suelo, haciendo mis necesidades aquí mismo! ¡Como si fuera un animal!

De todas formas, todo ese discurso no tenía sentido: los tres se habían encomendado a Dios; era como hablarle a las piedras. Y, además, que estaba “muerto de hambre” no era cierto; que “dormía en el suelo” tampoco. Le habían llevado hasta ahí arriba tres haces de paja, con los cuales le habían improvisado un camastro, y un viejo abrigo de paño de lana ordinaria, para que se protegiera del frío. Además, pan y guisado todos los días. Se lo sacaban de sus bocas, de las sus hijos y de las de sus esposas para dárselo a él. Y era pan ganado con el sudor de sus frentes porque mientras uno se quedaba allí de guardia, los otros dos iban a trabajar. Y en ese cuenco de arcilla había agua para beber que sólo Dios sabe lo difícil que es hallar en esas tierras sedientas. Respecto a sus necesidades, podía salir de la cueva, durante la noche, y hacerlas al aire libre.

-No, ¿hacerlas delante de ti?

-Haga tranquilo, yo no miro.

De frente a esa rigidez estúpida e inalterable estaba a punto de empezar a patalear como un niño. ¿Qué clase de gente eran? ¿Piedras? ¿Qué eran?

-¿Reconocen vuestro error, sí o no?

Lo reconocían.

-¿Reconocen el deber de expiar este error?

Sí. Y la forma de hacerlo era no matarlo, esperar que Dios decretara su muerte y, hasta que eso sucediera, aliviarle el sufrimiento que le estaban inflingiendo.

-¡Muy bien! ¡Pero eso se refiere a ustedes, animales, al error que ustedes mismos reconocen haber cometido! ¿Yo qué tengo que ver con todo eso? ¿Qué mal les he hecho yo? ¿Soy o no la víctima de vuestro error? Entonces ¿por qué tengo que expiar también yo un mal del cual ustedes son los únicos responsables? ¿Tengo que sufrir de este modo sólo porque ustedes se equivocaron? ¿Qué modos de pensar son esos?

No, ellos no razonaban en absoluto. Lo escuchaban, impasibles, con los ojos fijos y vacíos en sus duras caras curtidas por la arcilla. Y que ahí la paja... y allí el abrigo de lana... y que el cuenco con agua… y el pan ganado con el sudor de la frente... y que venga a cagar al aire libre.

¿Acaso no se sacrificaban, de a uno por vez, estando allí de guardia y haciéndole compañía? Lo hacían hablar de las estrellas y de las cosas de la ciudad y de la campaña, de los viejos buenos tiempos -cuando había más religión-, y de ciertas enfermedades de las plantas que antes, cuando había más religión, no se conocían. Y hasta le habían traído un viejo Barbanera, encontrado quien sabe dónde, para que se distrajera leyendo; él, que tenía la inmensa fortuna de saber leer. ¿Qué decía, qué decía todo eso impreso, con todas esas lunas, esas balanzas, esos peces y ese escorpión?

Escuchándolo hablar, se despertaba en ellos un ávida curiosidad por saber, repleta de gruñidos maravillados y aturdimientos infantiles de los que lentamente comenzanba a disfrutar como si fueran cosas vivas que nacían de él, de todo lo que de sí mismo iba haciendo salir a la luz, como si fuera nuevo también para él: relatos provenientes de su ánimo adormecido hacia años en la pena de su lamentable existencia.

Y sentía, sí, que ahora aquella comenzaba a ser una vida también para él; una vida a la que se había ido adaptando, una vez agotada la rabia frente a lo inevitable, y a la cual ya no podía pensar como precaria, sino más bien incierta, extraña y como suspendida en el vacío.



Para todos, los de su finca asomada al mar y los de la ciudad cuyas luces podía ver durante las noches, él estaba muerto. Quizá nadie había hecho nada para encontrarlo, luego de su desaparición misteriosa; y si en el caso de haber localizarlo, lo habían hecho sin esforzarse demasiado, sin hacer presiones sobre nadie.

Con su corazón reducido, más árido que la arcilla de la cueva y escuálido ¿Por qué habría de interesarle regresar vivo allá abajo, a su vida de antes? ¿Era conveniente lamentarse por todas las cosas que aquí le faltaban, si el costo de volver a tenerlas era regresar al aburrimiento amargo de su vida anterior? ¿Acaso aquella vida era algo distinto de arrastrarse cargando el peso de un tedio insoportable? Aquí, por lo menos, yacía por tierra y no debía arrastrarse.

En aquél silencio de montaña, los días pasaban casi sustraídos al tiempo, vacíos de sentido y sin metas. En aquella vacuidad suspendida, hasta la intimidad con su propia conciencia cesaba. Miraba su hombro y la arcilla junto a la gruta como si fueran las únicas cosas existentes; y su mano, si fijaba su vista en ella, parecía tener una vida propia, independiente; y aquella piedra y aquella maleza, se le aparecían en un aislamiento aterrador.

Salvo que advirtiendo lentamente que todo lo que le había ocurrido no era ya para él la desgracia que a causa del odio frente a la injusticia en algún momento le había parecido, comenzó a notar que la condena y el castigo que aquellos tres se habían autoimpuesto –mantenerlo a él con vida- era realmente duro, severo.

Muerto como estaba para todos los demás, permanecía vivo sólo para ellos; vivo y con el peso de toda aquella vida inútil, de la cual ahora se sentía liberado. Podían deshacerse de ese peso como si nada, un peso que ya no tenía valor para nadie, del cual nadie se preocupaba. En cambio, no: cargaban con él, lo soportaban, resignados a la pena que ellos mismos se habían inflingido. No sólo no se lamentaban sino que hacían verdaderamente todo lo posible para que se volviera todavía más dura con los cuidados que le prodigaban. Porque, hay que decirlo, se habían encariñado con él, los tres, como con una cosa que solamente les perteneciera a ellos, y a nadie más, y de la cual, misteriosamente, extraían alguna satisfacción que, aún si su conciencia no sentía la necesidad, habrían notado su falta el día en que ya no la experimentaran.

Un día, Fillicò llevó a la gruta a su mujer, ésta tenía un bebé pegado al pecho y una niñita tomada de la mano. La niñita le traía al abuelo una hermosa rosca de pan.

¡Con qué ojos se habían quedado mirándolo madre e hija! Debían haber pasado ya varios meses desde la captura: su presencia seguramente se había deteriorado. Barba rala sobre los pómulos y sobre el mentón; harapiento, sucio... Pero reía, para que aquellas dos se sintieran cómodas, agradecido por la visita y por la rosca de pan de regalo. Pero tal vez era precisamente esa sonrisa en su cara de despistado la que causaba tanto temor a la mujer y a la niñita.

-No queridita, ven aquí... ven aquí... Tomá, te convido un pedacito, come... ¿Lo hizo mamá?

-Mamá...

-¡Qué bien! ¿Tienes hermanitos? ¿Tres? Uy, pobre Fillicò, ya con cuatro hijos... Trae a los varoncitos: quiero conocerlos. La semana que viene, muy bien. Pero esperemos que no llegue...



Llegó. ¡Cómo no! Largo, pero muy largo, quiso Dios que fuera la castigo. ¡Duró todavía dos meses más! Murió un domingo, una hermosa noche en la que allí arriba había luz como si fuese aún de día. Fillicò había llevado a sus hijos a ver al abuelo; Manita había hecho lo mismo. Murió entre esos chiquillos, mientras bromeaba con ellos, como un niño más, con el cabello lanoso cubierto con un pañuelo rojo.

Apenas lo vieron desplomarse imprevistamente, mientras reía y hacía reir a los niños, los tres salieron corriendo para levantarlo del suelo.

¿Muerto?

Alejaron a los niños, los hicieron volver a casa con las mujeres. Y lo lloraron, lo lloraron arrodillados, los tres alrededor del cadáver. Y rogaron a Dios, por él y por ellos. Luego, lo sepultaron en la cueva.

Por el resto de sus vidas, si alguien de pronto recordaba a Guarnotta y a su misteriosa desaparición:

-¡Un santo! –decían- ¡Oh, es seguro que fue derecho al paraíso, con zapatos y todo!

Porque el Purgatorio estaban convencidos de habérselo dado ellos, allá arriba, en la montaña.

LOS FUNÁMBULOS (Silvina Ocampo)


Vivían en la oscuridad de corredores fríos donde se establecen co­rrientes de aire producidas por las plantas de los patios. Tenían al­mas de funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por recoger huevos celestes de urraca en los ár­boles. Cipriano y Valerio —Cipriano y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de planchar con sus gol­pes—. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se volvían más desconocidos para ella; tenían designios oscuros que habían naci­do en un libro de cuentos de saltimbanquis, regalado por los dueños de casa.

Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por qué los varones no tenían que jugar con muñecas. No había sabido que era una cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el borde de la vereda y la ha­bía recogido y cuidado en sus brazos con un movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que pasaban —y su madre lo llamó, y con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó la muñeca. Cipriano había aumentado ampliamente su ver­güenza con sus lágrimas.

La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio pa­ra ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordina­rias en los marcos de las ventanas. Nunca sabía de qué estaban ha­blando y cuando interrogaba los labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían como grandes flo­res blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las ca­bezas se elaboraba algún extraño proyecto que largamente trató de adivinar en el movimiento de los labios, hasta que acabó por acos­tumbrarse un poco a esa puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por las mañanas los dos chicos iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de lecturas en los rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios trapecios que la ma­dre empezaba a admirar.

Cipriano había ido al circo un día con su madre. Durante el en­treacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar delante de la pista Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en la azotea de la casa adonde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano de su madre y corrió hacia adentro del picade­ro, dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebis­ta, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el prue­bista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para lue­go caer en la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su madre lo llamaba por entre el tumulto de aplau­sos: ¡Cipriano, Cipriano! y se creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y pri­vilegiado.

Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio to­do el espectáculo glorioso del circo desenrollarse como una alfombra en los cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color de la arena de la pista, sus moretones adquirían for­mas extrañas de tatuajes sobre sus brazos.

Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que Va­lerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas.

El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de mujer y camisetas viejas del portero.

Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los brazos desnu­dos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el gesto maravilloso y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de bra­zos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas.

LA CARRETILLA (Luigi Pirandello)


Cuando hay alguien cerca, nunca la miro, pero siento cómo me mira ella; me mira, me mira sin sacarme ni un momento los ojos de encima.

Quisiera hacerle entender, mirándola a los ojos, que no es nada. Decirle que se quede tranquila, que no podía permitirme frente a otros este breve acto que para ella no tiene importancia alguna y que para mí lo es todo.

Lo cumplo cada día en el momento oportuno, bajo la máxima reserva, con la alegría inmensa de saborear, temblando, la voluptuosidad de una divina, conciente locura, que por un instante me libera y me venga de todo. Tengo que asegurarme (y dicha seguridad me parece que sólo con ella puedo conquistarla) que este acto no sea descubierto. Caso contrario, el daño que acarrearía, y no solamente a mí, sería incalculable. Constituiría mi final. Tal vez me atraparían, me atarían y me arrastrarían, aterrados, hasta el manicomio. El terror del cual todos serían presos, en caso de descubrirme, es el que ahora mismo leo en los ojos de mi víctima.

Me han sido confiados la vida, el honor, la libertad y los bienes de innumerables personas. Gente que me asedia de la mañana a la noche, tratando de utilizar mis servicios, de obtener mi consejo, de lograr mi asistencia. Otros deberes importantísimos, públicos y privados, me competen: tengo esposa e hijos; y, siendo que con frecuencia no saben comportarse, tienen la necesidad de ser sujetados continuamente a mi autoridad severa y de tomarme como ejemplo por mi obediencia inflexible e irreprochable a todas mis obligaciones, una más seria que la otra. Marido, padre, ciudadano, profesor de derecho, abogado. Así las cosas: ¡qué terrible seria que mi secreto se descubriera!

Mi víctima no puede hablar, es cierto. Pero aún así, desde hace algunos días ya no me siento seguro. Estoy consternado e inquieto porque, si es cierto que no puede hablar, me mira, me mira de una manera tal que en sus ojos se ve claramente el terror. Y temo que alguno pueda notarlo, e intentar buscar su causa.

Sería, repito, mi final. El valor del acto que llevo a cabo sólo puede ser estimado con precisión por aquellos a los que la vida se les ha revelado como se ha revelado a mí. Contarlo y que se comprenda no es tarea fácil. Lo intentaré.

Quince días atrás, regresaba de Perugia, donde me había dirigido por asuntos de mi profesión. Una de mis obligaciones fundamentales es la de no prestar atención al cansancio que me oprime, efecto del peso enorme de todos los deberes que me he, y me han, impuesto. No tengo derecho a ceder en lo más mínimo a la necesidad de distracción que mi mente fatigada reclama cada tanto. La única que me concedo, cuando una tarea logra llevarme al cansancio, es pasar a otra. Por ello, había traído conmigo la cartera de cuero con algunas cartas nuevas para estudiar durante el viaje en tren. A la primer dificultad en la lectura, había alzado la vista hacia la ventanilla del tren. Miraba hacia fuera, pero no veía nada, absorto en aquella dificultad. En realidad, no podría decir que no veía nada. Los ojos veían; veían y tal vez gozaban por su cuenta de la gracia y la suavidad de la campaña de la Umbría. Pero yo no prestaba atención a lo que los ojos veían.

Lentamente, la concentración que le dedicaba a pensar la dificultad comenzó a disiparse; sin embargo, no por ello percibí más atentamente el espectáculo de la campaña desfilando ante mis ojos, límpido, leve, tranquilizante. No pensaba en lo que veía ni en ninguna otra cosa. Por un tiempo incalculable no pensé en nada. Quedé como flotando en una suspensión tan vaga y extraña como clara y placentera. Aireada. Mi espíritu se había casi despegado de los sentidos, infinitamente alejado de ellos, advirtiendo apenas, quién sabe cómo, con un deleite que parecía no pertenecerle, el murmullo de una vida distinta. De una vida que no era suya, pero que podría haberla sido; no ahora ni aquí, sino en aquella infinita lejanía. Una vida remota, que quizá había sido suya pero no sabía cuándo ni cómo, y que le traía ahora el recuerdo no de actos, no de aspectos, sino de deseos desvanecidos antes de surgir. Todo envuelto en la tristeza de no ser, angustiante, vana y dura; como la de las flores muertas antes de florecer. En definitiva, el murmullo de una vida a ser vivida allá lejos, lejos, desde donde hacía señas con latidos y parpadeo de luces. Una vida que no había nacido, en la cual el espíritu se había encontrado finalmente a sí mismo, incluso para sufrir, pero por sufrimientos verdaderamente suyos.

Los ojos se me fueron cerrando lentamente, casi sin darme cuenta. Y tal vez continué, mientras dormía, el sueño de aquella vida que no había nacido. Digo tal vez, porque cuando me desperté, poco antes de llegar a mi destino, entumecido y con un gusto amargo en la boca agria y árida, me descubrí muy distinto: con una sensación de atroz escándalo respecto a la vida, en un tétrico, plúmbeo atontamiento en el cual los rasgos de las cosas más comunes se me aparecieron como vacíos de sentido pero, a la vez, dueños de una pesadez cruel, insoportable.

En ese estado llegué a la estación, subí a mi auto –que me esperaba en la entrada de la terminal- y me dirigí a casa. Y bien, fue en la sala de mi casa, en el rellano, frente a la puerta donde sucedió. Vi, de repente, frente a esa puerta oscura color bronce, junto a la cual está la placa ovalada de latón donde han inscripto mi nombre, mis títulos y mis atributos científicos y profesionales, vi, repito, como desde lejos, a mí mismo y a mi vida. Pero no me reconocí ni la reconocí. Tuve la horrible certeza de que ese hombre que estaba delante de aquella puerta, con la cartera de cuero bajo el brazo y que habitaba en esa casa no era yo. Ese hombre no era yo. Comprendí, de pronto, haber permanecido siempre como ausente de aquella casa, de la vida de aquel hombre y no sólo de aquella vida, sino de cualquier otra. Yo no había vivido, no había estado nunca en la vida; quiero decir, en una vida que pudiera reconocer como mía, deseada y experimentada como mía. Hasta mi cuerpo, mi apariencia, tal como ahora mismo se me presentaba, arreglada de ese modo, con esos trajes, me resultó extraña. Como si otro me la hubiera impuesto, para que me moviera en un vida que no era mía, para hacerme cumplir actos de presencia en una vida de la cual había estado siempre ausente. Imprevistamente, mi espíritu descubría que jamás se había hallado ¡Jamás, jamás!

¿Quién había hecho a ese hombre que hacia las veces de mí?

¿Quién había querido que así fuera?

¿Quién lo vestía y calzaba de ese modo?

¿Quién lo hacía mover y hablar con esas maneras?

¿Quién le había impuesto todas esas obligaciones, una más pesada que la otra?

Comendador, profesor, abogado, ese hombre que todos buscaban, que todos respetaban y admiraban, del cual todos deseaban sus servicios, su consejo, su ayuda, Ese hombre que todos se disputaban sin descanso, sin dejarle un momento de tranquilidad ¿era yo? ¿Yo, realmente? ¡A quién se le ocurre! ¿Qué podían importarme todas los asuntos que inundaban a ese hombre, de la mañana a la noche; todo el respeto y la consideración de que gozaba? ¿Qué podía importarme que fuera comendador, profesor, abogado; que fuera rico y estuviera repleto de honores derivados del preciso, escrupuloso, cumplimiento de todas sus obligaciones y del ejercicio de su profesión?

Además, detrás de aquella puerta junto a la cual estaba la placa de latón con mi nombre, había una mujer y cuatro niños que todos los días, con un fastidio que era también el mío pero que ellos no toleraban, debían soportar a ese hombre insufrible que era yo, al que ahora mismo veía como a un extraño, un enemigo.

¿”Mi” mujer? ¿”Mis” hijos? Pero si yo no había sido nunca yo, si realmente no era yo (y lo sentía con horrible certeza) ese hombre insufrible parado frente a la puerta: ¿de quién era esposa esa mujer? ¿de quién eran hijos esos cuatro niños? ¡Míos no, de seguro! Eran de ese hombre al cual si en ese momento mi espíritu hubiera tenido un cuerpo, su cuerpo verdadero, su auténtica apariencia, lo habría aferrado o agarrado a las patadas o desgarrado, lo hubiera destruido, junto con todas aquellas obligaciones, aquellos deberes y aquellos honores -el respeto y la riqueza. Hasta la mujer, sí, tal vez también hubiera destruido a la mujer...

Pero ¿y los niños? Llevé mis manos a las sienes y apreté con fuerza. No los sentía míos. Pero a través de un sentimiento extraño, penoso, angustiante hacia ellos tal como eran más allá de mí, los veía necesitar de mí, de mi consejo, de mis cuidados, de mi trabajo. Valiéndome de ese sentimiento, y con la sensación de atroz escándalo con la que me había despertado en el tren, sentí cómo volvía a ser aquel hombre insufrible delante de la puerta. Extraje del bolsillo el llavero, abrí la puerta y reingresé en aquella casa y en mi vida.

En eso consiste, desde entonces, mi tragedia. Digo mía, ¡quién sabe de cuántos más!

Quien vive, mientras vive, no se ve: vive... Si uno puede ver la propia vida es signo de que no la vive más: la sufre, la arrastra. Como a una cosa muerta, la arrastra. Porque cualquier forma es una muerte. Pocos lo comprenden; la mayoría, casi todos, luchan, se afanan por lograr un estado, por alcanzar una forma. Una vez alcanzada, creen haber conquistado su propia vida. En realidad, están comenzando a morir. No lo saben, porque no se ven; porque ya no logran despegarse de la forma moribunda que han alcanzado. No se saben muertos y se creen vivos. Sólo se conoce quien logra ver la forma que se ha dado y que los otros le han dado: la fortuna, la casualidad, la condiciones en que ha nacido. Pero si podemos ver esa forma, es signo de que nuestra vida ya no es esa: si lo fuera, no la veríamos, la viviríamos sin verla y moriríamos diariamente en ella, que es ya en sí una muerte, sin llegar a conocerla. Podemos, por lo tanto, ver y conocer solamente lo que de nosotros está muerto. Conocerse es morir.

Mi caso es todavía peor. No veo lo que de mí está muerto: veo que nunca estuve vivo. Veo la forma que los otros, no yo, me han dado, y siento que bajo esta forma, mi vida -una vida verdadera- no ha existido jamás. Me han tomado como material en bruto: han agarrado un cerebro, un alma, músculos, nervios, carne, han mezclado todo, dándole la forma que deseaban para que cumpliera ciertas tareas, para que llevase a cabo determinados actos y obedeciera órdenes. Y yo me busco allí, pero no me encuentro. Entonces grito, mi alma grita, atrapada en esta forma que nunca ha sido mía: ¿Cómo es posible? ¿Yo esto? ¿Yo así? ¿Cómo es posible? Y siento nauseas, horror y odio por esto que no soy, que nunca he sido; por esta forma muerta de la que no me puedo liberar. Forma cargada de deberes que no siento míos, oprimida por tareas que no me interesan en lo más mínimo, signada por una consideración con la cual no sé qué hacer; forma que es estos deberes, estas tareas, esta consideración; exterior a mi, por encima mío. Cosas vacías, muertas, que me pesan, me sofocan, me aplastan y ya no me dejan respirar.

¿Liberarme? Lo hecho, hecho está. Nadie puede cambiarlo. Nadie pueda hacer que la muerte no exista, cuando ya nos tiene atrapados. Cuando has obrado, sea como sea, aun sin reconocerte luego en los actos llevados a cabo, lo que has hecho permanece, como si fuera una prisión para ti. Cual si fueran tuercas o tentáculos, así te envuelven las consecuencias de tus acciones. Y el aire a tu alrededor se espesa, se vuelve irrespirable a causa de la responsabilidad que aquellas acciones y sus consecuencias, no deseadas o imprevistas, te imponen. ¿Cómo liberarse de eso? ¿Cómo podría, aprisionado en esta forma de vida no mía sino que me representa tal cual aparezco a los demás, y por la cual me conocen, me respetan y me quieren, acoger y movilizar una vida diferente, verdaderamente mía?

¿Una vida que percibo muerta, pero que debe subsistir por lo otros, por todos aquellos que han colaborado en erigirla y que no quieren que sea de otra manera? Debe ser esta, seguramente. Resulta útil a mi esposa, a mis hijos, a la sociedad, es decir, a los señores estudiantes universitarios de la Facultad de Derecho, a los señores clientes que me han confiado sus vidas, sus honor, su libertad, sus bienes. Es útil bajo este modo, y no puedo cambiarla, no puedo echarla a patadas.

Pero si puedo rebelarme, vengarme por un instante a través del acto que cumplo cada día, sin que nadie me vea, aguardando con ansiedad y circunspección el momento oportuno.

Tengo en casa, desde hace once años, una perra. Blanca y negra, gorda, petisa y con los ojos ya empañados por la vejez. Nunca habíamos tenido buenas relaciones. Quizá en otros tiempos, ella no aprobaba mi profesión, que exigía un silencio permanente en casa. Pero con el tiempo, y el avance de su edad, poco a poco fue aceptándola. Al punto tal que, para huir de la caprichosa tiranía de los niños, que querían seguir jugueteando con ella en el jardín, había tomado la costumbre de refugiarse aquí, en mi estudio, de la mañana a la noche. Se echaba a dormir sobre la alfombra, con el hocico puntiagudo entre las patas. Entre tantas cartas y tantos libros se sentía protegida. Cada tanto abría un ojo para mirarme, como diciéndome: “Sigue así, querido: trabaja, no te muevas de ahí, porque es seguro que, mientras estés allí, nadie entrará a disturbar mi sueño”. Así pensaba, sin dudas, la pobre bestia. La tentación de efectuar sobre ella mi venganza se me presentó quince días atrás, de improviso, al verme mirado de esa manera.

No le hago daño; no le hago nada.

Apenas puedo, cuando un cliente me deja un momento libre, me alzo con cautela, lentamente, de mi silla. No quiero que nadie note que mi temida y envidiada sabiduría, mis cualidades formidables como profesor de derecho y como abogado, mi austera dignidad de marido y de padre, han abandonado por un momento mi solemne asiento. Luego, en puntas de pie, me asomo a espiar que nadie venga por el pasillo. Pongo llave a la puerta, por un momento tan sólo. Mis ojos brillan de la alegría, mis manos bailan por el exceso que estoy a punto de concederme: enloquecer, por un instante, salir un momento de la prisión de esta forma muerta; destruir, aniquilar, burlonamente, esta sabiduría, esta dignidad aplastante que me sofoca.

Corro hacia ella, hacia la perrita que duerme sobre la alfombra. Despacio, con gracia, le agarro sus patitas traseras y le hago hacer la carretilla: la hago caminar ocho o diez pasos, no más, con las patitas delanteras, sosteniéndole las traseras. Eso es todo. Voy corriendo a abrir la puerta, con suavidad, evitando cualquier crujido, y vuelvo a sentarme en mi silla, listo para recibir al próximo cliente, con la austera dignidad de antes, cargado como un cañón con mi sabiduría formidable.

Pero, desde hace quince días, por la forma en que me mira con esos ojos empañados, desorbitados por el miedo, la bestia parece exhausta. Querría hacerle entender –repito- que no es nada, que se quede tranquila, que no me mire de ese modo.

Comprende, la bestia, lo terrible del acto que llevo a cabo.

No sería nada si, como chiste, se lo hiciese uno mis hijos. Pero sabe que yo no puedo hacer chistes. No puede asumir que yo haga chistes, aunque duren un momento. Y no deja de mirarme, aterrada.