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viernes, 28 de marzo de 2014

LA CITA (Edgar Allan Poe)


¡Hombre misterioso, de aciago destino! ¡Exaltado por la brillantez de tu imaginación, ardido en las llamas de tu juventud! ¡Otra vez, en mi fantasía, vuelvo a contemplarte! De nuevo se alza ante mí tu figura... ¡No, no como eres ahora, en el frío valle, en la sombra!, sino como debiste de ser, derrochando una vida de magnífica meditación en aquella ciudad de confusas visiones, tu Venecia, Elíseo del mar, amada de las estrellas, cuyos amplios balcones de los palacios de Palladio contemplan con profundo y amargo conocimiento los secretos de sus silentes aguas. ¡Sí, lo repito: como debiste de ser! Sin duda hay otros mundos fuera de éste, otros pensamientos que los de la multitud, otras especulaciones que las del sofista. ¿Quién, entonces, podría poner en tela de juicio tu conducta? ¿Quién te reprocharía tus horas visionarias, o denunciaría tu modo de vivir como un despilfarro, cuando no era más que la sobreabundancia de tus inagotables energías?

Fue en Venecia, bajo la arcada cubierta que llaman el Ponte di Sospiri, donde encontré por tercera o cuarta vez a la persona de quien hablo. Las circunstancias de aquel encuentro acuden confusamente a mi recuerdo. Y, sin embargo, veo... ¡ah, cómo olvidar!... la profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina y el genio del romance que erraba por el angosto canal.

Venecia estaba extrañamente oscura. El gran reloj de la Piazza había dado la quinta hora de la noche italiana. La plaza del Campanile se mostraba silenciosa y vacía, mientras las luces del viejo Palacio Ducal extinguíanse una tras otra. Volvía a casa desde la Piazzetta, siguiendo el Gran Canal. Cuando mi góndola llegó ante la boca del canal de San Marcos, oí desde sus profundidades una voz de mujer, que exhalaba en la noche un alarido prolongado, histérico y terrible. Me incorporé sobresaltado, mientras el gondolero dejaba resbalar su único remo y lo perdía en la profunda oscuridad, sin que le fuera posible recobrarlo. Quedamos así a merced de la corriente, que en ese punto se mueve desde el canal mayor hacia el pequeño. Semejantes a un pesado cóndor de negras alas nos deslizábamos blandamente en dirección al Puente de los Suspiros, cuando mil antorchas, llameando desde las ventanas y las escalinatas del Palacio Ducal, convirtieron instantáneamente aquella profunda oscuridad en un lívido día preternatural.

Escapando de los brazos de su madre, un niño acababa de caer desde una de las ventanas superiores del elevado edificio a las profundas y oscuras aguas del canal, que se habían cerrado silenciosas sobre su víctima. Aunque mi góndola era la única a la vista, muchos arriesgados nadadores habíanse precipitado ya a la corriente y buscaban vanamente en su superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo habría de encontrarse en el abismo. En las grandes losas de mármol negro que daban entrada al palacio, apenas a unos pocos peldaños sobre el agua, veíase una figura que nadie ha podido olvidar jamás después de contemplarla. Era la marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia, la más alegre y hermosa de las mujeres -allí donde todas eran bellas-, la joven esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del hermoso niño, su primer y único vástago que, sumido en las profundidades del agua lóbrega, estaría recordando amargamente las dulces caricias de su madre y agotando su débil vida en los esfuerzos por llamarla.

La marquesa permanecía sola. Sus diminutos y plateados pies desnudos resplandecían en el negro espejo de mármol que pisaba. Su cabello, que conservaba a medias el peinado del baile, rodeaba entre una lluvia de diamantes su clásica cabeza, llena de bucles parecidos al jacinto joven. Una túnica alba como la nieve y semejante a la gasa parecía ser la única protección de sus delicadas formas; pero el aire estival de aquella medianoche era caliente, denso, estático, y aquella imagen estatuaria tampoco hacía el menor movimiento que alterara los pliegues de la vestidura como de vapor que la envolvía, tal como el pesado mármol envuelve la imagen de Niobe. Y, sin embargo, ¡cosa extraña!, sus grandes y brillantes ojos no miraban hacia abajo, en dirección a la tumba donde su mejor esperanza había sido sepultada, sino que aparecían como clavados en una dirección por completo diferente. La prisión de la antigua República es, según creo, el edificio más majestuoso de Venecia; pero, ¿cómo podía aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí abajo se estaba ahogando su único hijo? Un negro, lúgubre nicho hallábase situado exactamente frente a la ventana del aposento de la marquesa. ¿Qué podía haber, pues, en sus sombras, en su arquitectura, en sus solemnes cornisas cubiertas de hiedra, que la dama no hubiera contemplado mil veces antes? ¡Oh, desatino! ¿Quién no recuerda que, en momentos como ése, la mirada, semejante a un espejo trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve en innumerables lugares lejanos la pena más cercana?

Varios escalones más arriba que la marquesa y dentro del arco de la compuerta se veía a Mentoni, todavía con su traje de fiesta, semejante a un sátiro. Ocupábase por momentos de rasguear las cuerdas de una guitarra y parecía ennuyé en extremo, mientras, de cuando en cuando, daba instrucciones para el salvamento de su hijo. Estupefacto y despavorido, no había podido moverme de la posición en que me colocara al escuchar el grito; seguía de pie y debí de presentar a ojos del agitado grupo una apariencia ominosa y espectral, mientras pasaba, pálido y rígido, en aquella fúnebre góndola.

Todos los esfuerzos parecían vanos. Los más decididos en la búsqueda empezaban a cansarse y se entregaban a una profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya de salvar al niño (¡y cuánto más desesperada estaría la madre!). Pero entonces, desde el interior de aquel oscuro nicho que he mencionado como parte integrante de la prisión de la antigua República -y que quedaba frente a las ventanas de la marquesa-, una silueta embozada avanzó hasta las luces y, luego de hacer una pausa al borde del abismo líquido, zambullóse de cabeza en el canal. Un minuto después, al emerger llevando en sus brazos al niño que aún respiraba y alzarse en los peldaños de mármol del lado de la marquesa, la empapada capa se soltó de sus hombros y, cayendo a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores la graciosa figura de un hombre joven, cuyo nombre resonaba entonces en toda Europa.

Ni una palabra pronunció el salvador. Pero la marquesa... ¡Ah, ya iba a recibir a su hijo! ¡Ya iba a estrechar en sus brazos el pequeño cuerpo y reanimarlo con sus caricias! Mas, ¡ay!, los brazos de otro lo alzaban, los brazos de otro se lo llevaban, lo introducían en el palacio. ¿Y la marquesa?... Sus labios, sus hermosos labios temblaban; las lágrimas se arracimaban en sus ojos, esos ojos que, como el acanto de Plinio, eran «suaves y casi líquidos». Sí, las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y de pronto todo el cuerpo de aquella mujer se estremeció con un temblor que le venía del alma... ¡Y la estatua recobró vida! Vi súbitamente cómo la palidez marmórea de sus facciones, el alentar de su seno y la pureza de sus blancos pies se anegaban en una incontenible marea carmesí. Y un leve temblor agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil de Nápoles agita los plateados lirios en el campo.

¿Por qué se sonrojaba la dama? No hay respuesta a tal pregunta. Verdad es que, al abandonar, con el apresuramiento y el terror de un corazón materno la intimidad de su boudoir, la marquesa había olvidado aprisionar sus menudos pies en chinelas y cubrir sus hombros venecianos con el manto que les correspondía... ¿Qué otra razón podía tener para sonrojarse así? ¿Y la mirada de esos ojos que imploraban desesperadamente? ¿Y el tumulto del agitado seno? ¿Y la convulsiva presión de aquella mano temblorosa que, en momentos en que Mentoni retornaba al palacio, se posó accidentalmente sobre la mano del desconocido? ¿Y qué razón podía haber para aquellas palabras en voz baja, en voz tan extrañamente baja, aquellas palabras sin sentido que la dama murmuró presurosamente en el instante de despedirlo?

-Has vencido -dijo, a menos que el murmullo del agua me engañara-. Has vencido... Una hora después de la salida del sol... ¡Así sea!
* * *

El tumulto se había apaciguado, murieron las luces en el interior del palacio y el desconocido, a quien yo, sin embargo, había reconocido, permanecía solo en la escalinata. Estremecióse con inconcebible agitación y sus ojos miraron en todas direcciones buscando una góndola. No podía menos de ofrecerle la mía, y la aceptó. Luego de obtener un remo en una compuerta, continuamos juntos hasta su residencia, mientras mi huésped recobraba rápidamente el dominio de sí mismo y se refería a nuestra superficial relación en términos de gran cordialidad.

Frente a ciertos temas, me gusta ser minucioso. La persona del desconocido -permitidme llamarlo así, ya que lo era todavía para el mundo entero-, la persona del desconocido constituye uno de esos temas. Su estatura era algo inferior a la mediana, aunque en momentos de intensa pasión su cuerpo crecía como para desmentir esa afirmación. La liviana y esbelta simetría de su figura antes anunciaba la vivaz actividad demostrada en el Puente de los Suspiros, que la hercúlea fuerza que, en ocasiones de mayor peligro, había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y mentón eran los de una deidad; los ojos, singulares, ardientes, enormes, líquidos, de una tonalidad fluctuando entre el puro castaño y el más intenso y brillante azabache; una profusión de cabello negro y rizado, bajo el cual se destacaba una frente de no común anchura, que por momentos resplandecía como marfil iluminado; tales eran sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás he visto otros semejantes, salvo, quizá, en las imágenes del emperador Cómodo. Y, sin embargo, su rostro era de esos que todo hombre ha visto en algún momento de su vida, pero que no ha vuelto a encontrar nunca más. No tenía nada peculiar, ninguna expresión predominante que fijar en la memoria; un rostro visto e instantáneamente olvidado, pero olvidado con un vago y continuo deseo de recordarlo otra vez. Y no porque el espíritu de cada rápida pasión no dejara de imprimir su propia y clara imagen en el espejo de aquel rostro; pero el espejo, al igual que todos los espejos, perdía todo vestigio de la pasión apenas desaparecía.

Al despedirnos la noche de aquella aventura me pidió, de una manera que me pareció urgente, que no dejara de visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la salida del sol llegué a su Palazzo, uno de aquellos enormes edificios de sombría y fantástica pompa que se alzan sobre las aguas del Gran Canal, en la vecindad del Rialto. Fui conducido por una ancha escalinata de mosaico hasta un aposento cuyo incomparable esplendor irrumpía por las puertas abiertas, con lujo tal que me cegó y me confundió.

No ignoraba que mi conocido era rico. Los rumores circulantes se referían a sus bienes en términos que yo me había atrevido a calificar de ridículas exageraciones. Pero, cuando miré en torno, no pude creer que la riqueza de un europeo hubiese sido capaz de proporcionar la principesca magnificencia que ardía y brillaba en todas partes.

Aunque, como ya he dicho, ya había salido el sol, el aposento seguía profusamente iluminado. Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión de fatiga del rostro de mi amigo, que no se había acostado en toda la noche.

Tanto la arquitectura como la ornamentación de la cámara tenían por finalidad evidente la de deslumbrar y confundir. Poca atención se había prestado a lo que técnicamente se denomina armonía, o a las características nacionales. La mirada erraba de objeto en objeto, sin detenerse en ninguno, fueran los grotesques de los pintores griegos, las esculturas de las mejores épocas italianas, o las pesadas tallas del rústico Egipto. Ricas colgaduras, en todos los ángulos del aposento, vibraban bajo los acentos de una suave y melancólica música cuyo origen era imposible adivinar. Los sentidos quedaban oprimidos por la mezcla de diversos perfumes que brotaban de extraños incensarios convolutos, junto con múltiples lenguas oscilantes y resplandecientes de fuegos violeta y esmeralda. Los rayos del sol que apenas asomaban caían sobre aquel conjunto a través de ventanas formadas por un solo cristal carmesí. Saltando de un lado a otro, en mil refracciones, desde las cortinas que bajaban de sus cornisas como cataratas de plata fundida, los rayos del astro rey se mezclaban por fin con la luz artificial y caían en masas vencidas y temblorosas sobre una alfombra tejida con riquísimo oro de Chile, que daba la impresión de líquido.

-¡Ja, ja, ja! -rió el señor de aquel palacio, ofreciéndome asiento y tendiéndose en una otomana-. Bien veo -agregó al advertir que no alcanzaba a adaptarme inmediatamente a la bienséance de un recibimiento tan singular-, bien veo que está usted asombrado de mi cámara, mis estatuas, mis pinturas, la originalidad de mi concepción en materia de arquitectura y tapicería... ¿Verdad que se siente como embriagado frente a mi magnificencia? Pero, perdóneme usted, querido señor -y aquí el tono de su voz descendió hasta tocar el espíritu mismo de la cordialidad-, perdóneme mi poco caritativa risa. ¡Parecía usted tan completamente asombrado! Por lo demás, ciertas cosas son a tal punto cómicas, que uno tiene que reír o morirse. ¡Morirse de risa debe ser el más glorioso de todos los fines! Sir Thomas More..., ¡y qué hombre era sir Thomas More!..., murió riéndose, como usted sabe. En los Absurdos de Ravisius Textor hay una larga lista de personajes que terminaron de la misma magnífica manera. Y ha de saber usted -continuó, pensativo- que en Esparta (que se llama ahora Palaeochori), hacia el oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, existe una especie de socle, en el cual todavía son legibles las letras ΛΑΣΜ. Indudablemente, forman parte de ΙΕΛΑΣΜΑ. Ahora bien, en Esparta se alzaban mil templos y altares dedicados a mil divinidades distintas. ¡Qué extraordinariamente raro que el altar de la Risa sea el único que ha sobrevivido a los demás! Pero en este momento -agregó, mientras su voz y su actitud variaban extrañamente- no tengo derecho de estar alegre a expensas de usted. Y no me extraña que se haya quedado estupefacto al entrar. Europa no es capaz de producir nada tan hermoso como mi pequeño gabinete real. El resto de las habitaciones no se le parecen para nada; son simples ultras de insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la moda, ¿no le parece? Y, sin embargo, bastaría que vieran este aposento para que se iniciara la moda más furiosa... entre aquellos, claro está, que pudieran pagarla al precio de su entero patrimonio. Pero me he cuidado de semejante profanación. Salvo una persona, es usted el único ser humano, fuera de mí y de mi valet, que ha sido admitido en los misterios de estos aposentos reales desde el día en que fueron adornados como puede verlo...

Me incliné en señal de agradecimiento, ya que aquel lujo sobrecogedor, los perfumes, la música y la inesperada excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me impedían expresar con palabras lo que de otra manera hubieran constituido un elogio.

-Aquí -dijo él, levantándose y apoyándose en mi brazo, mientras íbamos de un lado a otro de la estancia-, aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue hasta la hora actual. Muchas han sido escogidas, como puede usted ver, con muy poco respeto por las opiniones de los entendidos. Y, sin embargo, constituyen una decoración adecuada para un aposento como éste. Hay asimismo algunos chefs d’oeuvre de grandes desconocidos... y aquí figuran dibujos inconclusos de hombres que fueron celebrados en su día y cuyos nombres han quedado reservados al silencio y a mí, gracias a la perspicacia de las academias. ¿Qué piensa usted -dijo, volviéndose bruscamente mientras hablaba- de esta Madonna della Pietà?

-¡Es la obra de Guido! -exclamé con todo el entusiasmo de mi espíritu, pues había estado contemplando intensamente su incomparable hermosura-. ¡Es la obra de Guido! ¿Cómo pudo usted obtenerla? ¡No cabe duda de que es en pintura lo que la Venus en escultura...!

-¡Ah! -dijo pensativamente-. Venus... la hermosa Venus... ¿La Venus de Médicis? ¿La de la pequeña cabeza y el resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo -aquí su voz se tornó tan baja que me costó oírla- y todo el derecho han sido restaurados; pienso que en la coquetería de ese brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación. ¡Para mí, la Venus de Canova! El mismo Apolo es una copia... no cabe la menor duda... ¡Oh, estúpido y ciego que soy, incapaz de alcanzar la tan mentada inspiración del Apolo! Perdóneme usted, pero no puedo evitar..., ¡téngame lástima!..., una preferencia por el Antinoo. ¿No fue Sócrates quien afirmó que el escultor encuentra su estatua en el bloque de mármol? En ese caso, Miguel Ángel no se mostró nada original en sus versos:

Non ha l’ottimo artista alcun concetto

Che un marmo solo in se non circonscriva.

Se ha afirmado -o debería afirmarse- que en la actitud del verdadero gentleman cabe advertir siempre una diferencia con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el instante pueda precisarse en qué consiste. Suponiendo que dicha observación se aplicara con toda su fuerza a la conducta exterior de mi amigo, aquella memorable mañana sentí que correspondía referirla aún más a su temperamento moral y a su carácter. Para definir esa peculiaridad de espíritu que parecía apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos, la llamaré un hábito de intenso y continuo pensamiento, que invadía incluso sus acciones más triviales, penetraba en sus momentos de gozo y se entrelazaba con sus estallidos de alegría, como los áspides que surgen de los ojos de las máscaras sonrientes en las cornisas de los templos de Persépolis.

No pude menos de observar, sin embargo, que, a pesar del tono alternado de liviandad y solemnidad que mi huésped adoptaba para referirse a cuestiones de menuda importancia, había en él una cierta vacilación, algo como un fervor nervioso en la acción y la palabra, una inquieta excitabilidad de conducta que en todo momento me pareció inexplicable y que a ratos llegó a alarmarme. Con frecuencia, deteniéndose a mitad de una frase cuyo comienzo había aparentemente olvidado, quedábase escuchando con la más profunda atención, tal como si esperara la llegada de un visitante u oyera sonidos que sólo existían en su imaginación.

Ocurrió que, durante una de esas ensoñaciones o pausas de aparente abstracción, me puse a hojear la hermosa tragedia del poeta y humanista Poliziano, Orfeo -la primera tragedia italiana-, que había encontrado a mi alcance sobre una otomana. Al hacerlo, descubrí un pasaje subrayado con lápiz. Correspondía al final del tercer acto, y era un fragmento apasionadamente emocionante un pasaje que, aunque manchado de impurezas, no podría ser leído por hombre alguno sin despertar en él nuevos estremecimientos y hacer suspirar a las mujeres. Aquella página estaba borrosa de lágrimas recién vertidas y, en la parte en blanco del folio opuesto, leí los siguientes versos en inglés, escritos con una letra tan diferente de la muy singular de mi amigo, que al principio me costó darme cuenta de que era la misma:

Tú fuiste para mí, oh amor,

todo lo que mi espíritu anhelaba,

isla verde en el mar,

fuente y santuario,

con guirnaldas de frutas y de flores,

oh amor, que fueron mías.

¡Ah hermoso sueño, por hermoso efímero!

¡Ah estrellada Esperanza que surgiste

para pronto morir!

Una voz del futuro me reclama:

-¡Adelante!¡Adelante!-. Mas se cierne

sobre el pasado (¡negro abismo!) mi alma

medrosa, inmóvil, muda.

¡Ay, ya no está conmigo

la luz de mi existencia!

«Ya nunca... nunca... nunca»

(así murmura el mar solemne

a las arenas de la playa),

ya nunca el árbol roto dará flores

ni el águila muriente alzará su vuelo.

Hoy mis días son vanos

y mis nocturnos sueños

andan allá donde tus ojos grises

miran, donde pisan tus plantas,

¡oh, en qué danzas etéreas, a la orilla

de itálicos arroyos!

¡Ay, en qué aciago día

por el mar te llevaron

robándote al amor, para entregarte

a caducos blasones mancillados!

¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra

donde lloran los sauces en la niebla!

Que aquellos versos hubieran sido escritos en inglés -idioma con el cual no creía familiarizado a mi huésped- me sorprendió poco. Demasiado sabía la extensión de sus conocimientos y el singular placer que experimentaba en ocultarlos a los demás. Pero el lugar donde estaba fechado el poema me causó, debo admitirlo, no poca confusión. La palabra original era Londres, y, aunque aparecía cuidadosamente tachada, podía, sin embargo, ser descifrada por un ojo escrutador. He dicho que me causó no poca confusión, pues bien recordaba una conversación anterior con mi amigo durante la cual le preguntara si alguna vez había conocido en Londres a la marquesa de Mentoni (la cual residía en aquella capital antes de su matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a entender que jamás había pisado la metrópoli inglesa. Bien puedo mencionar de paso que muchas veces había oído decir (sin dar crédito a un rumor, al parecer, tan improbable) que el hombre de quien hablo era no sólo por su nacimiento, sino por su educación, inglés.

* * *

-Hay una pintura -dijo él, sin advertir que yo había estado leyendo la tragedia- que todavía no ha visto usted.

Y, apartando una colgadura, descubrió un retrato de tamaño natural de la marquesa Afrodita.

El arte humano no podía haber hecho más en el trazado de su belleza sobrehumana. La misma etérea figura que se alzaba ante mí la noche anterior en la escalinata del Palacio Ducal volvía a ofrecerse a mis ojos. Pero en la expresión de su rostro, que resplandecía sonriente, se insinuaba -¡incomprensible anomalía!- esa incierta mácula de melancolía, que siempre será inseparable de la perfección de la hermosura.

El brazo derecho de la marquesa aparecía doblado sobre el seno. Con el izquierdo mostraba, en la parte inferior del cuadro, un vaso de extraña factura. Un diminuto pie como de hada, apenas visible, parecía rozar la tierra; y, apenas discernible en la brillante atmósfera que parecía circundar y envolver su belleza, flotaba un par de alas de la más delicada concepción.

Mis ojos pasaron de la pintura a la figura de mi amigo, y las vigorosas palabras del Bussy d’Ambois de Chapman subieron instintivamente a mis labios: "Está erguido cComo una estatua romana. ¡Y así permanecerá hasta que la muerte lo haya vuelto mármol!"

-¡Vamos! -exclamó por fin, volviéndose hacia una mesa de plata maciza, ricamente esmaltada, sobre la cual aparecían algunas copas fantásticamente coloreadas, juntamente con dos grandes vasos etruscos, semejantes en su factura al extraordinario modelo que aparecía en la parte inferior del retrato, y llenos de lo que me pareció ser Johannisberger.

-¡Vamos! -repitió bruscamente-. Es muy temprano, pero lo mismo beberemos. Sí, ciertamente es temprano -continuó pensativo, en momentos en que un querubín descargaba su pesado martillo de oro, haciendo resonar la estancia con la primera hora posterior a la salida del sol-. ¡Oh, sí, es temprano! Pero, ¿qué importa? ¡Bebamos! ¡Brindemos como ofrenda a ese solemne sol que nuestras brillantes lámparas e incensarios se obstinan en someter!

Y, después de brindar conmigo, bebió sucesivamente varias copas de vino.

-Soñar -continuó, recobrando el tono de su inconexa conversación-, soñar ha constituido el fin de mi vida. Por eso he construido, como ve usted, este lugar para los sueños. ¿Podría haber creado uno mejor en pleno corazón de Venecia? Cierto que lo que se percibe es una mezcla de ornamentaciones arquitectónicas. La castidad jónica se ve ofendida por las formas antediluvianas, y las esfinges egipcias se tienden sobre alfombras de oro. Sin embargo, el efecto sólo resulta incongruente para un espíritu tímido. Las unidades, las convenciones de lugar y, sobre todo, de tiempo, son los espantajos que aterran a la humanidad y la apartan de la contemplación de las magnificencias. Yo mismo profesé en un tiempo ese rigor, pero semejante sublimación de la locura acabó por estragar mi alma. Lo que ahora me rodea es lo más adecuado a mi propósito. Como esos incensarios de arabescos, mi espíritu se retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara a las visiones más exaltadas de esa tierra de sueños reales hacia donde voy a partir en seguida.

Detúvose bruscamente, dejó caer la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar un sonido que mis oídos no percibían. Por fin, enderezándose, miró hacia arriba y prorrumpió en los versos del obispo de Chichester:

¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte

En el profundo valle.

Un instante después, cediendo a la fuerza del vino, se dejó caer cuan largo era sobre una otomana.

Oyéronse pasos presurosos en la escalera y resonaron pesados golpes en la puerta. Me disponía a impedir que volvieran a molestarnos cuando un paje de la casa de Mentoni irrumpió en el aposento y gritó, con palabras que la emoción ahogaba y volvía incoherentes:

-¡Mi señora... mi señora... envenenada... envenenada...! ¡Oh la hermosa... la hermosa Afrodita!

Estupefacto, me precipité a la otomana y traté de que el durmiente recobrara el uso de los sentidos. Pero sus miembros estaban rígidos, lívidos los labios, y aquellos ojos brillantes aparecían ahora fijos para siempre por la muerte. Retrocedí tambaleándome hasta la mesa y mi mano cayó sobre una copa rota y ennegrecida. Y la conciencia de la entera, de la terrible verdad, se abrió paso como un rayo en mi alma.

jueves, 27 de marzo de 2014

LA LEY DE LA VIDA (Jack London)


El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.

Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.

El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve... Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chaman mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.

¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.

-¿Estás bien? - le preguntó.

Y el viejo repuso:

-Estoy bien.

-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.

-Sí, ya nieva.

-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?

-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.

Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.

No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.

Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja..., pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.

Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!

Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.

Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres.

En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!

Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.

De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.

Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.

Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.

Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.

Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.

Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio... Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio... Y procedía de muy cerca... Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.

Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos... Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía...

-¿Por qué me aferro a la vida? - se preguntó.

Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.

miércoles, 26 de marzo de 2014

EL GUARDAVÍA (Charles Dickens)


-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así le llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverle a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarle. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz estaba a su cargo, no era así?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si le había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

-¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprenderla a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como le podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

-Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

-Dios sabe -dije-, grité algo parecido...

-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque le vi ahí abajo.

-¿Por ninguna otra razón?

-¿Qué otra razón podría tener?

-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

-No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?

-Por supuesto señor.

-Buenas noches y aquí tiene mi mano.

-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

-¿Esa equivocación?

-No. Esa otra persona.

-¿Quién es?

-No lo sé.

-¿Se parece a mí?

-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo, como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

-¿Dentro del túnel? -pregunté.

-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

-¿Le llamó?

-No, estaba callado.

-¿Agitaba el brazo?

-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

-¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

-¿Junto a la luz?

-Junto a la luz de peligro.

-¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

-Por dos veces.

-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

-Estaba allí.

-¿Las dos veces?

-Las dos veces -repitió con firmeza.

-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

-No -contestó-, no está allí.

-De acuerdo -dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí ¿qué puedo hacer yo? -Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente-. Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo queocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarle. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirle de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Le dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarle (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No pude describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta? -Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que le atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.

lunes, 24 de marzo de 2014

NIDO DE AVISPAS (Agatha Christie)


John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.

-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!

En efecto, allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.

-¡Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?

-¡Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.

Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.

-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sírvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.

-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón-. ¿Es un viaje de placer?

-No, mon ami; negocios.

-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?

Poirot asintió gravemente.

-Sí, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.

Harrison se rió.

-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.

-Claro que sí. No sólo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.

Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía allí un asunto de importancia.

-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?

-Uno de los más graves delitos.

-¿Acaso un ...?

-Asesinato -completó Poirot.

Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento lo invadió. Al fin pudo articular:

-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.

-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.

-¿Quién es?

-De momento, nadie.

-¿Qué?

-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.

-Veamos, eso suena a tontería.

-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.

Harrison lo miró incrédulo.

-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?

-Sí, hablo en serio.

-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!

Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:

-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.

-¿Usted y yo?

-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.

-¿Esa es la razón de su visita?

Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.

-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted -y con voz más despreocupada añadió-: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?

El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:

-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.

-¡Ah! -exclamó Poirot-. ¿Y cómo piensa hacerlo?

-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mío.

-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.

Harrison alzó la vista sorprendido.

-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.

Poirot asintió.

-Sí; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.

-Útil para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.

-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?

-¡Segurísimo. ¿Por qué?

-¡Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.

Harrison enarcó las cejas.

-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.

Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:

-¿Le gusta Langton?

La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.

-¡Qué quiere que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?

-Mera divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?

Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.

-¿Puede decirme si usted es de su gusto?

-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.

-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.

Harrison asintió con la cabeza.

-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

-Se equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.

-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.

-No lo comprendo, monsieur Poirot.

La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:

-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.

-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rió.

-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañarlos a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio, piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.

-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.

Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.

-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.

-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.

Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.

-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?

-Langton jamás...

-¿A qué hora? -lo atajó.

-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...

-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirlo Poirot.

Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.

-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.

Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:

-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!

No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.

-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.

Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.

Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.

-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.

-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?

El joven lo miró inquisitivo.

-Ignoro a qué se refiere -dijo.

-¿Ha destruido ya el nido de avispas?

-No.

-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?

-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.

-Me traen asuntos profesionales.

-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.

Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.

-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!

Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.

-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?

Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:

-¿Qué ha dicho?

-Le he preguntado cómo se encuentra.

-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?

-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.

-¿Malestar? ¿Por qué?

-Por el carbonato sódico.

Harrison alzó la cabeza.

-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?

Poirot se excusó.

-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.

-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?

Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.

-Una de las ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.

Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.

-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.

Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.

Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.

-Una muerte muy rápida -dijo.

Harrison pareció encontrar su voz.

-¿Qué sabe usted?

-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que había comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.

-Siga.

-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.

-Siga.

-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?

-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.

-Usted no me vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.

-Siga -apremió Harrison.

-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.

-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!

-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.

-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!

-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.

Harrison gimió al repetir:

-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!

-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?

Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:

-Fue una suerte que viniera usted.

viernes, 21 de marzo de 2014

UNA MADRE (James Joyce)


El señor Holohan, vicesecretario de la sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue la señora Kearney quien tuvo que resolverlo todo.

La señorita Devlin se transformó en la señora Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar a que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con el señor Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.

Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio la señora Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:

-El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.

Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.

Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, la señora Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando el señor Kearney iba con su familia a las reuniones procatedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de la calle Catedral. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. La señora Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día el señor Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.

Como el señor Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, la señora Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete del señor Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. El señor Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:

-Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!

Y si él se servía, añadía ella:

-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!

Todo salió a pedir de boca. la señora Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.

Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando la señora Kearney llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.

En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, el señor Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. El señor Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. El señor Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:

-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.

La señora Kearney recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:

-¿Estás lista, tesoro?

Cuando tuvo la oportunidad llamó al señor Holohan aparte y le preguntó qué significaba aquello. El señor Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados.

-¡Y con qué artistas! -dijo la señora Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.

El señor Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. La señora Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.

El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero la señora Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. El señor Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que la señora Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda la señora Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó al señor Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.

-Pero, naturalmente, eso no altera el contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.

El señor Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick. La señora Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de la señora Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:

-¿Y quién es este convidé, hágame el favor?

Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.

El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. La señora Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.

Vino la noche del gran concierto. La señora Kearney , con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne , a quien la señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:

-¡No, gracias!

La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:

-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe!

La señora Kearney tuvo que regresar al camerino.

Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle:

-¿Estás tú también en el programa?

-Sí -respondió el señor Duggan.

El señor Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:

-¡Chócala!

La señora Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, la señorita Healy , la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.

-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo Kathleen a la señorita Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.

La señorita Healy tuvo que sonreír. El señor Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. El señor Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.

La señora Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos del señor Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.

-Señor Holohan -le dijo-, quiero hablar con usted un momento.

Se fueron a un extremo discreto del corredor. La señora Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. El señor Holohan dijo que ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick. La señora Kearney dijo que ella no sabía nada del señor Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. El señor Holohan dijo que eso no era asunto suyo.

-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó la señora Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.

-Más vale que hable con el señor Fitzpatrick -dijo el señor Holohan, remoto.

-A mí no me interesa su señor Fitzpatrick para nada -repitió la señora Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.

Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con la señorita Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y el señor O'Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. La señorita Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.

-O'Madden Burke va a escribir la nota -le explicó al señor Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.

-Muchísimas gracias, señor Hendrick -dijo el señor Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?

-No estaría mal -dijo el señor Hendrick.

Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era el señor O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.

Mientras el señor Holohan convidaba al enviado del Freeman, la señora Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. El señor Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, era evidente. El señor Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras la señora Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y la señorita Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero el señor Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.

El señor Holohan y el señor O'Madden Burke entraron al camerino. En un instante el señor Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a la señora Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. El señor Holohan estaba rojo y excitadísimo. Habló con volubilidad, pero la señora Kearney repetía cortante, a intervalos:

-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.

El señor Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió al señor Kearney y a Kathleen. Pero el señor Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. la señora Kearney repetía:

-No saldrá si no se le paga.

Después de un breve combate verbal, el señor Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, la señorita Healy le dijo al barítono:

-¿Vio usted a la señora Pat Campbell esta semana?

El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia la señora Kearney.

El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando el señor Fitzpatrick entró al camerino, seguido por el señor Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de la señora Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. La señora Kearney dijo:

-Faltan cuatro chelines.

Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, el señor Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.

La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.

En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba el señor Holohan, el señor Fitzpatrick, la señorita Beirne , dos de los ujieres, el barítono, el bajo y el señor O'Madden Burke. El señor O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de la señora Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que la señora Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.

-Estoy de acuerdo con la señorita Beirne -dijo el señor O'Madden Burke-. De pagarle, nada.

En la otra esquina del cuarto estaban la señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.

Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.

Tan pronto como terminó la primera parte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.

-No he visto a ese tal comité -dijo la señora Kearney , furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.

-Me sorprende usted, señora Kearney -dijo el señor Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.

-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó la señora Kearney.

Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.

-No exijo más que mis derechos -dijo ella.

-Debía usted tener un poco de decencia -dijo el señor Holohan.

-Debería yo, ¿de veras?... Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.

Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:

-Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.

-Yo creí que era usted una dama -dijo el señor Holohan, alejándose de ella, brusco.

Después de lo cual la conducta de la señora Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero la señorita Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. La señora Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:

-¡Busca un coche!

Salió él inmediatamente. La señora Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de el señor Holohan:

-Todavía no he terminado con usted -le dijo.

-Pues yo sí -respondió el señor Holohan.

Kathleen siguió, modosa, a su madre. El señor Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.

-¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!

-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo el señor O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.