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viernes, 28 de febrero de 2014

MATRIMONIO A LA MODA (Katherine Mansfield)


A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír... simplemente por nada.

¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad..., de felicidad plena..., como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?

¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer "beodo o trastornado"? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?

"No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir-pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón-. Y no lo expresa porque..."

-¡Gracias, Mary! -Entró en el vestíbulo-. ¿Ha vuelto la niñera?

-Sí, señora.

-¿Han traído la fruta?

-Sí, señora; ya está aquí.

-Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.

El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.

Pero en su pecho ardía aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros como una lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo hacía muy hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo..., pero miró al fin y vio en él a una mujer radiante, sonriente, de labios trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire atento de quien escucha, esperando algo..., algo divino que va a pasar... y que sabe ha de ocurrir infaliblemente.

Mary trajo la fruta en una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro de porcelana azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo hubiesen sumergido en un baño de leche.

-¿Doy la luz, señora?

-No, gracias; veo muy bien.

Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: "Tengo que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra". Y en aquel momento esta idea le pareció muy razonable.

Cuando hubo hecho con todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos para ver el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se fundía en la penumbra de la habitación, y los dos platos -el azul y el de cristal cargados de fruta- parecían flotar en el aire. Esto, debido quizás a su estado de ánimo, le resultó increíblemente hermoso, y se echó a reír.

"¡No, no! Me estoy volviendo histérica", se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo, subió hasta la habitación de la niña.


La niñera estaba sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después de haberla bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los llevaba peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a su madre, levantó la cabeza y empezó a saltar.

-No, querida, no; come quietecita como una niña buena -dijo la niñera apretando los labios de una forma que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la niña.

-¿Ha sido buena hoy, Tata?

-Toda la tarde ha estado encantadora -contestó en voz baja-. Estuvimos en el parque y me senté en una silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la niña le agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la señora la hubiese visto!

Berta quiso preguntarle si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un perro desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los brazos caídos, como una niña pobre delante de otra rica que tiene una muñeca.

Su hijita volvió a levantar la cabeza, contemplándola fijamente, y luego le sonrió de manera tan adorable que Berta, sin poder resistir más, dijo:

-¡Oh, Tata, déjeme que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!

-Como quiera la señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que le da de comer -contestó la niñera en voz baja.

¡Qué absurdo! ¿Para qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja como un precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra mujer?

-Bien, pero yo deseo darle de cenar -dijo Berta.

La niñera, muy ofendida, le entregó la niña.

-Sobre todo, le ruego a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy impresionable y luego para dormirla me hace pasar un mal rato.

Gracias a Dios la niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.

-¡Ahora eres toda para mí, preciosa mía! -dijo Berta mientras la niña se apretaba contra ella.

Comió graciosamente, tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas. A veces no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía llena, hacía un además apartándola lejos de sí.

Cuando terminó la sopa, Berta se volvió hacia el fuego.

-Eres encantadora..., sencillamente encantadora -dijo mientras la besaba, sintiéndola tan tibia y suave-. ¡Te quiero tanto, tanto!

¡Claro que la quería! ¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver los deliciosos dedos de sus pies que ahora brillaban con rojizas transparencias ante el fuego de la chimenea... Sí , la quería; la quería tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni qué hacer con ella.

-La llaman al teléfono, señora -dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y apoderándose de su pequeña Berta.


Bajó corriendo. Era Harry.

-¿Eres tú, Berta? Se me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda. Retrasa la cena unos diez minutos, ¿quieres?

-Sí, Harry; perfectamente. Oye...

-Dime.

¿Qué podía decirle? Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un momento más; pero no podía gritarle absurdamente: "¡Qué día más preciosos hemos tenido!"

-¿Qué querías? -insistió la vocecita lejana.

-¡Nada! Entendí -dijo Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la civilización.


Tenían invitados a cenar. Los Norman Knight -una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores-; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un "hallazgo" de Berta. Ésta ignoraba lo que la señorita Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer guapa que tuviera algo extraño y misterioso.

Lo que más le atraía de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces, aún no la comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa línea divisoria imposible de trasponer.

¿Existía algo más? Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias, y quizá con un poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo con él por el momento.

-Esa manera que tiene de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry -le había dicho-. Tenemos que averiguar lo que es.

-Pues aseguraría que tiene un buen estómago -contestaba Harry.

Le gustaba dejar a su esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: "A mi juicio tiene el hígado helado". Otras: "Quizás padece de narcisismo". En ocasiones: "Tal vez sufre de una afección al riñón"..., y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba.

Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!

Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia, un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped, y otro negro -como su sombra- le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.

-¡De qué forma más inquietante se arrastran esos animales -balbuceó. Y, apartándose de la ventana, comenzó a pasear por el cuarto.

¡Cómo flotaba el aroma de los narcisos en el aire caliente del cuarto! ¿Olían demasiado? ¡Oh, no, no! Y, sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos con las manos.

-¡Soy feliz, demasiado feliz! -dijo con un susurro.

Aún persistía en su retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las flores completamente abiertas como el símbolo de su vida.

Realmente..., realmente..., lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más que nunca, llevándose muy bien; tenía una niña adorable; no le agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos, modernos e interesantes: escritores, pintores, poetas y hombres de mundo..., precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban. Y, para colmo de su dicha, había descubierto una modista maravillosa, el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su nueva cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas...

-¡Soy absurda, absurda! -murmuró levantándose. Pero notó que se sentía completamente aturdida, como embriagada. Sería seguramente la primavera. ¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó trabajo subir a vestirse.

Se puso un vestido blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era casual. Lo había pensado tras muchas horas de haber visto el peral en flor por la ventana del salón.

Los pliegues de su vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la señora Knight que estaba quitándose un extravagante abrigo color naranja, adornado con una procesión de monos negros que orlaban todo el borde y subían después por las solapas.

-No hago más que preguntarme -dijo- por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese gustado. Sólo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.

-Pero lo gracioso del caso... -repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de concha-. No te importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? -En casa y entre amigos se llamaban Cara y Careto-. Lo gracioso fue que cuando Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le dijo:"¿Es que nunca ha visto usted un mono?"

-¡Oh, sí! -y su esposa unió su risa a la de los demás-. Tuvo gracia,¿verdad?

Pero lo que resultó aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la señora Knight parecía realmente un mono inteligente que se hubiese hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes.

Sonó otra vez el timbre de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en su estado de extrema angustia.

-Es ésta la casa ¿verdad? ¿Es ésta? -preguntó.

-Sí, supongo que sí -contestó riéndose Berta.

-He pasado un rato malísimo con el chofer de un taxi: tenía un aspecto de los más siniestros y no había forma de hacerlo parar. Cuando más tocaba en el cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante...

Al quitarse un inmenso pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta observó que sus calcetines también eran blancos. ¡Una combinación realmente encantadora!

-¡Debió ser horrible! -le dijo.

-Sí, verdaderamente lo fue -continuó Eddie siguiéndola al salón-. Yo me veía rodando hacia la eternidad en un taxi sin taxímetro.

A Norman Knight ya lo conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.

-¿Qué tal, Warren? ¿Cómo va esa comedia? -le preguntó, dejando caer el monóculo y concediendo a su ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el cristal.

La señora Knight también se acercó a él.

-¡Oh, señor Warren! Sus calcetines son preciosos.

-Celebro que le gusten -dijo mirándose los pies-. A la luz de la luna producen mucho mayor efecto. -Y volviendo su rostro delgado y triste hacia Berta, añadió-: Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?

Berta sintió ganas de gritar: "¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha frecuencia!"

Verdaderamente, Warren era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante el fuego, con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:

-Pero, ¿dónde está el novio?

-Ahora llega.

Se oyó abrir y cerrar de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:

-¡Un saludo a todos! ¡Estaré listo dentro de cinco minutos!

Y subió corriendo la escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado.

Harry sabía exprimir a la vida todo su sabor y Berta lo admiraba por ello. También sentía admiración hacia él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se le oponía una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando delante de personas que no lo conocían bien. Berta comprendía que este rasgo de su carácter lo ridiculizaba un tanto..., pues había momentos en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía. Hablando y riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.

-Estaba pensando si la señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros...

-No me extrañaría -dijo Harry-. ¿Tiene teléfono?

-Ahora llega un taxi. -Y Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras sus nuevas amigas constituían para ella un misterio-. Es una mujer que vive en los taxis.

-Engordará demasiado si tiene esta costumbre -repuso Harry tranquilamente, tocando el gong para la cena-. Y eso es un terrible peligro para las rubias.

-Harry, por favor -le suplicó Berta riendo.

Esperaron todavía un momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú de plata y una cinta también de plata, sujetando sus rubios cabellos. Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.

-¿Llego tarde? -preguntó.

-No, no, de ninguna manera -dijo Berta-. Venga. -Y, cogiéndola del brazo, la guió hasta el comedor.

¿Qué había en el contacto de su brazo frío que avivaba... que avivaba... y hacía arder aquel fuego de felicidad que Berta sentía en su interior sin saber cómo exteriorizarlo?

La señorita Fulton no advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a cara. Sus espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para escuchar que para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado entre las dos la más íntima mirada y se hubiesen dicho la una a la otra: "¿Tú también?". Y Perla Fulton, mientras movía la sopa rojiza en el plato gris, sintió lo mismo.

¿Y los demás? Cara y Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras subían y bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas así:

-La conocí una noche de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía muy recortado el pelo, sino que parecía también haberse quitado trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su pobre nariz.

-¿No está muy ligada con Michael Oat?

-¿El autor de El amor con dentadura postiza?

-Ahora quiere escribir un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse. Expone primero todas las razones por las cuales debería hacerlo y a continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso momento en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación, cae el telón. Es una idea bastante buena.

-¿Cómo va a titularla? ¿Digestión pesada?

-Creo haber visto la misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en Inglaterra.

No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores...¡todos! Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes de una comedia de Anton Chejov.

Harry estaba disfrutando con la comida. Formaba parte de su... no diremos exactamente, naturaleza, ni tampoco su actitud..., sino de su... algo... al hablar de los diversos platos y vanagloriarse de su "exagerada pasión por la carne blanca de la langosta" y "el verde de los helados de pistacho... tan verdes y fríos como los párpados de las danzarinas egipcias".

Cuando mirando a su esposa le dijo: "Berta, este soufflé es admirable", a ella le faltó poco para echarse a llorar de felicidad como una niña.

¡Oh! ¿Por qué sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era bueno, todo justo! Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante de su dicha hasta hacerla desbordarse.

Y constantemente, en lo profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora debía ser todo de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton , que estaba acariciando una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir una extraña y débil luz.

Lo que Berta no llegaba a comprender -y en ello estaba precisamente el milagro- era cómo había podido adivinar exactamente y en el instante preciso el pensamiento de la señorita Fulton , porque no tenía la más leve duda de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado? En casi nada; en menos que nada.

"Supongo que esto pasa alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre hombres -pensó Berta-. Tal vez mientras prepare el café en el salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha comprendido."

En realidad no sabía lo que quería decir con esto. ¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después!

Mientras pensaba de este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que hacerlo así porque no le era posible contener su alegría.

"Tengo que reírme -se dijo- , si no, me moriría."

Y cuando se dio cuenta de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote de su vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en las manos para no estallar en una carcajada.

Por fin terminaron de cenar.

-Vengan a ver mi nueva cafetera exprés -les dijo.

-Cada quince días tenemos una nueva -comentó Harry.

Esta vez fue Cara quien la cogió del brazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza ladeada.

El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho "un nido de pequeños Fénix", como dijo Cara.

-No encienda todavía la luz. ¡Es tan bonito!- Y volvió a inclinarse cerca de las brasas. Siempre tenía frío. "Sin duda lo siento hoy porque no lleva su caquetita de lana roja", pensó Berta.

Y en aquel instante la señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.

-¿Tienen ustedes jardín? -preguntó con voz tranquila y soñadora.

Pronunció estas palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que obedecer. Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los anchos ventanales.

-¡Aquí está! -murmuró.

Y las dos mujeres juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama de una vela que se alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta tocar el borde de la luna plateada.

¿Cuánto tiempo estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel círculo de luz sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que estaban haciendo en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad que ardía en sus pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y de sus manos.

¿Estuvieron así una eternidad?... ¿un momento? La señorita Fulton murmuró:

-Sí, eso es -¿o soñó Berta que lo decía?

Luego alguien encendió la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:

-Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No quiero ocuparme de ella hasta que tenga novio-. Careto se quitó un momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo. Eddie Warren se tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia, como si al beber hubiera visto una araña.

-Lo que yo quiero es dar una oportunidad a los jóvenes -dijo Careto-. Creo que Londres está lleno de obras muy buenas, unas escritas y otras por escribir. A todos ellos quiero decirles: "Aquí hay un teatro; trabajen y adelante".

-¿No sabe usted, amigo -dijo la señora Knight-, que voy a decorar una habitación para los Jacob Narthan? Estoy tentada de llevar a la práctica una idea que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos de las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían bordadas unas lindas papas fritas haciendo dibujos.

-El inconveniente de nuestros jóvenes escritores -continuó Careto- es que aún son demasiado románticos. No es posible viajar por mar sin marearse y sin tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el valor de decir que ésta se necesita?

-Un poema horrible que trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un bosquecillo.

La señorita Fulton se sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos.

Se puso delante de ella y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:

-¿Egipcios? ¿Turcos? ¿Virginia? Están todos mezclados.

Berta entonces comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino que le molestaba. Y comprendió también, por el modo en que la señorita Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía la percibía y ofendía...

"¡Oh, Harry!" ¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y, además, ¿cómo es posible que te sientas tan alejado de una persona que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche", se dijo.


Y con las últimas palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y este algo ciego y sonriente le susurró: "Pronto se marcharán todos. Se apagarán las luces, y tú y él se quedarán solos, metidos en la cama caliente, con el dormitorio a oscuras..."

Se levantó rápidamente de la silla y corrió hacia el piano.

-¡Es una lástima que nadie sepa tocar! -dijo alto-. ¡Una verdadera lástima!

Por primera vez en su vida, Berta Young deseaba a su marido.

Antes sí, lo quería... estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras, no precisamente como ahora. Y también había comprendido que él era diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le había preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor importancia. Se trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su entender, esto era lo mejor de los modernos matrimonios.

Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!...

-Querida mía -dijo la señora Knight-. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos víctimas del tiempo y del tren. Vivimos en Hampstead y debemos retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.

-Los acompañaré hasta el vestíbulo -dijo Berta-. No desearía que se marcharan aún, pero comprendo que no deben perder el último tren. ¡Es tan desagradable!, ¿verdad?

-Tome antes otro whisky, Knight -dijo Harry.

-No, gracias.

Como reconocimiento por esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.

-¡Adiós! ¡Buenas noches! -les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se despedía de ellos para siempre. Cuando volvió al salón, los demás se disponían también a marcharse.

-Usted podrá ir parte de su trayecto en mi taxi -dijo la señorita Fulton a Warren.

-Me alegra mucho. Así no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de esta tarde.

-Encontrarán una parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.

-¡Qué cómodo! Voy a ponerme el abrigo.

La señorita Fulton se dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se adelantó:

-Yo la acompañaré -dijo.

Berta comprendió que su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior... y dejó que fuera él. ¡Era a veces tan niño en su comportamiento... tan impulsivo... tan sencillo!

Y Berta se quedó con Eddie junto al fuego.

-¿Ha leído el nuevo poema de Bilk Table d´Hote? -le preguntó Eddie lentamente-. ¡Es magnífico! Está en la última antología. ¿Tiene usted el volumen? Me gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente maravilloso: "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?"

-Sí -dijo Berta. Y se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la puerta, seguida de Eddie. Tomó el librito y se lo dio, sin que ni él ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.

Mientras Eddie buscaba la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo y vio a Harry con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de pronto el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente. Sus labios dijeron:

-Te adoro.

La señorita Fulton le puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le sonrió con su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus labios dibujaron una terrible mueca mientras decían en voz baja:

-¿Mañana?

Y la señorita Fulton , bajando los párpados, contestó:

-Sí.

-¡Aquí está! -exclamó Eddie-. "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?". Es completamente cierto. ¿No le parece? La sopa de tomate es desesperadamente eterna.

-Si lo desea -dijo Harry en el vestíbulo- puedo pedirle un taxi por teléfono.

-No es necesario -contestó la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos levísimos-. Adiós, y mil gracias.

-Adiós -dijo Berta.

La señorita Fulton le estrechó un poco más la mano.

-¡Su hermoso peral...! -murmuró.

Y se fue. Eddie la siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.

-Bueno, cerremos la tienda -dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.

"¡Su hermoso peral!...¡Su hermoso peral!..."

Berta corrió hacia la ventana.

-¿Qué va a pasar ahora? -gritó.

Y el peral alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que alargándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna.

jueves, 27 de febrero de 2014

EL ARMARIO VIEJO (Charles Dickens)


Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.

-Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Sí; en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza..., y quizá también el de la riqueza... ¿Quién sabe?... Empecemos antes por el primero.

Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer de un traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval...

-¡Alto! Dan las diez -repuso de pronto-. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.

Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.

Quizá fuese el único abierto de todo el pueblo. Detrás del escaparate se veían las más variadas mercancías: muebles, libros, gemelos, monedas de plata, alhajas, relojes, hierro viejo y artículos de tocador. La mayoría de estos objetos tenían un rótulo que indicaba su precio. Detrás de un mostrador enrejado se sentaba un hombre con la pluma sobre la oreja, como un contable que acabara de interrumpir una operación matemática para despabilar la luz de la vela. Porque, en medio de todas aquellas riquezas, el hombre del mostrador se alumbraba económicamente con una prosaica vela de sebo colocada en una vieja botella vacía.

También él, lo mismo que el joven de la hostería, animaba su soledad con un monólogo o con uno de esos diálogos cuyas preguntas y respuestas las hace uno mismo.

“Es una gran verdad, sí, señor. En un chelín hay un millón, como en un grano de trigo hay toda una cosecha para llenar un granero; el secreto consiste en colocar bien el chelín y en sembrar el grano de trigo en buena tierra. La inteligencia y el ahorro dan a los ceros valor poniéndolos a continuación de las cifras; la locura y la prodigalidad ponen la cifra a continuación de los ceros. ¡Qué maravillosa semana! Las doscientas libras esterlinas que me prestó hace diez años Tomas Evans han dado excelente fruto. El imbécil perdió mi pagaré; siempre hacía igual por su habitual negligencia. Eso sí, también habría perdido el dinero si se hubiera presentado al vencimiento, en vez de morir nombrando heredero a su hijo Jorge, aún más derrochador que él. Creo firmemente que Tomás Evans tuvo la intención de dejarme ese legado, aunque el joven me escribió reclamándome las doscientas libras esterlinas con el pretexto de que no pagué a su padre”.

-"Señor mío -le contesté-, presénteme el pagaré y haré honor a mi firma. No pido ningún requisito más: soy solvente. Venga usted mismo si no tiene confianza en su agente de negocios”.

"¡Sí, sí! Le pareció mejor correr mundo con una actriz y gastarse las rentas antes de cobrarlas, en Norteamérica, de donde creo que no regresará. Dicen que también él se ha hecho cómico... ¡Cómico!... ¡Cualquier día el teatro le indemnizará de lo que le ha costado! Razón tiene nuestro ministro, el reverendo señor Mac-Holy, cuando llama escuela de Satanás al teatro. Si Tomás Evans hubiera sabido que su hijo acabaría su educación en esa escuela, además del pagaré de las doscientas libras esterlinas me hubiera legado también todo el modesto patrimonio que tan mal invirtió el heredero réprobo. ¡Comerse con una actriz la herencia de Tomás Evans y acabar por dedicarse él mismo a las tablas!... Ese joven está perdido. ¡No seré yo quien vaya a verlo trabajar, ni aunque me regalase la entrada!”

El señor Benson, intérprete de este soliloquio, que ejercía el doble oficio de prendero y prestamista, era acaso igualmente ingrato con el teatro y con su difunto amigo Tomás Evans. Porque muchos de los artículos que había en su tienda procedían de esos pobres comediantes que él convertía en discípulos de Satán, y los había comprado hacía poco por la tercera parte de su valor, a consecuencia de la quiebra del empresario del coliseo de Abbeylands. Su última frase, pronunciada con la elocuencia de un fiel sectario del reverendo Mac-Holy, quizá fuera oída por el joven pupilo de la hostería de los Tres Pichones, quien después de echar una ojeada llena de curiosidad a través de los cristales entraba en aquel momento en la tienda.

-Para servirle, señor Benson -saludó-. Me alegro de que no haya cerrado aún. Deseo tratar con usted un pequeño negocio.

-¿Tiene usted algún reloj de más y algunas guineas de menos? -preguntó Benson abriendo un cajoncito.

-No, señor; no me sobra ninguno. Respecto a las guineas, tengo, por fortuna, bastantes todavía para poder comprarle un mueble que he visto esta mañana al pasar delante de su tienda: un armario pequeño con cajones... Creo que es de encina... ¡Ah! Casualmente está ahí...

-¡Dispénseme! -exclamó Benson al comprender que había juzgado mal al comprador, quien llegaba a la hora intempestiva que suele elegirse para deshacerse de alguna prenda-. Si le interesa el armario está por completo a su disposición... ¡Buen mueble, de veras..., de encina, sí..., y encina de primera calidad, con cajones muy útiles y bonitos! Ese armario me ha costado bastante caro en la almoneda del granjero Merrywood, que murió la semana pasada. Pero me conformo con poca ganancia, aunque se han puesto de moda los muebles antiguos. El granjero Merrywood decía que este armario lo tenía su familia desde hace lo menos dos siglos. Puedo vendérselo por dos libras esterlinas.

-No presumo de ser inteligente en muebles viejos -respondió el joven-; pero tengo una tía a quien creo que le gustaría éste, y es un regalo que quiero hacerle para completar nuestro mobiliario. No regatearé; aquí tiene usted las dos libras esterlinas. Pago al contado, con dos condiciones: primera, que el mueble sea entregado esta noche, sin gastos, y que si por casualidad no agradase a mi tía, me lo cambie usted mañana a primera hora por otra cosa, en cuyo caso los gastos de devolución correrían de mi cuenta.

-Con mucho gusto, con mucho gusto -asintió Benson, que se esperaba el regateo de algunos chelines-. Pero ¿cómo voy a enviarlo esta noche?

-Eso allá usted -respondió el comprador-. Deseo también un recibo del dinero, y en ese recibo tendrá la bondad de especificar que me vende el armario con todo cuanto contiene, porque a lo mejor se encuentra una fortuna en estos armatostes antiguos -añadió sonriendo-. Se habla de butacas que la propietaria había rellenado de billetes de banco.

-¡Oh! Eso no me preocupa -dijo Benson, extendiendo el recibo-. En cuanto al transporte... No pesa mucho el armario... Yo me encargo de él... ¿Adónde hay que llevarlo?

-A la señora de Truman, calle de Salisbury, número 2, en el arrabal... No es un barrio muy recomendable, pero cada uno se aloja donde puede, con los alquileres tan caros.

-Es una calle muy oscura y que no goza de buena fama -objetó el prestamista-. ¿No podría usted aguardar a mañana por la mañana? Estoy solo en casa con una criada, y como a estas horas no encontraré en su puesto al recadero de la esquina, seguro que me veré obligado a llevar yo mismo el armario. Hace unos veinte años, en esa misma calle robaron y asesinaron a un hombre.

-¡Oh! ¡Sí, hace veinte años...! -comentó riendo el joven-. Pero la calle de Salisbury ha mejorado mucho desde esa fecha. Además, ¿a qué ladrón seduciría la idea de robar un armario vacío, que ha estado dos o tres siglos en poder de la familia del granjero Merrywood?

El señor Benson dirigió una mirada de desconfianza al comprador; pero le tranquilizó la fisonomía franca y leal de aquel joven de apenas veinticuatro años. En efecto, ¿qué podía temer? Y, además, “¡qué ocasión tan excelente para ahorrarme el viaje del mozo de cuerda! ¡Verdaderamente -se decía a sí mismo-, yo debiera invitar a este hombre a un refresco! Pero la buena intención se desvaneció como tantas otras buenas que a veces cruzaban rápidas por su imaginación.

-Si llega a casa de mi tía antes que yo, le ruego diga únicamente que es de parte de su sobrino, aunque estaré a tiempo para recibirlo yo mismo. Sólo me detendré un cuarto de hora en la calle Mayor y regresaré a toda prisa.

Y acto seguido se envolvió el joven con el capote y se despidió del señor Benson.

Éste paseó una mirada de satisfacción en tomo suyo.

-¡Ea! -concluyó-. He hecho un magnífico negocio que completa el día con gran beneficio. ¡Qué buen muchacho! ¡Cuánto debe de querer a su tía para no regatear al hacerle un regalo! Me daré prisa en llevarle este armario, que amenazaba con estorbarme aquí mucho tiempo.

Y llamando a la criada para participarle su salida, se echó el armario al hombro, cerró la puerta de la tienda y se encaminó con paso rápido a la calle de Salisbury. Había cesado de llover.

Cuando llegó al número 2, el prestamista llamó una vez con la aldaba sin obtener respuesta.

-¡Vaya! -dedujo para su capote-. Creo que esta es la casa que ha estado desalquilada tanto tiempo. No sabía que la ocuparan ya inquilinos. ¿A quién se habrán dirigido, pues, para los muebles?

Volvió a llamar y entonces dieron señales de vida; se oyeron pisadas en el pasillo y abrió una vieja que parecía extrañada por tan tardía visita.

-Iba a acostarme -dijo la anciana-. No esperaba más que a mi sobrino y creí que sería él...

-Pronto estará aquí -respondió Benson-, y me ha encargado que le traiga de su parte este precioso armario. Todo está pagado..., a menos que quiera usted añadir alguna propina -indicó sin el menor remordimiento de conciencia, porque el avaro prestamista pensaba que no debía impedir a la buena mujer mostrarse tan generosa como su sobrino.

-¡No faltaba más! -accedió la vieja-. Ahí tiene una moneda de seis peniques... ¡Qué amable es para su tía mi querido sobrino!

-¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí, señora? -indagó Benson mientras la tía se registraba los bolsillos.

-¡No! Sólo llevo tres días -contestó la anciana.

-Gracias, señora; y si le hace falta algún mueble más, venga usted misma a mi tienda, donde hallará objetos de su agrado y baratísimos.

-Gracias a mi sobrino, no creo que me falte gran cosa, máxime cuando mi antiguo mobiliario ha llegado todo esta mañana por el canal. Buenas noches.

Benson se embolsó la propina y se marchó, sin preocuparse más que la vieja de prolongar la conversación en el pasillo, donde le había mandado dejar el armario, sin invitarle a entrar en las habitaciones.

Al llegar a su casa, el prestamista, como hombre minucioso, encendió de nuevo la bujía, anotó su último ingreso y se permitió el lujo de fumar una pipa antes de acostarse, y de servirse una copa de aguardiente para humedecer de cuando en cuando los labios. No tardó en oír dar las doce en uno de sus relojes; pero como otro dio una hora menos creyó que este último era el que acertaba y cargó de nuevo la pipa para esperar a que tocase un tercero. En aquel momento paró a su puerta un carruaje.

-¿Quién podrá llegar a mi casa a estas horas? -se preguntó al oír que llamaban-. ¡Ya va, ya va!... Probablemente será algún noble arruinado que viene a ofrecerme su vajilla heredada, o alguna condesa que quiere deshacerse de un diamante que le estorba.

Con tan agradable reflexión, salió a abrir. Vio a una señora que se apeaba de una silla de postas, cuyo estribo fue levantado de nuevo por el conductor, quien cerró también la portezuela, en tanto que la viajera disponía:

-Que aguarde el coche. Tengo que tratar con usted de un asunto importante, señor Benson; entremos en su casa, para que nadie nos moleste.

Benson penetró en la tienda, y a la luz de la vela notó que su entrevista a solas se efectuaba con una mujer de distinguidísimo porte, vestida con sencillez y dominada por una gran emoción.

-¿Es usted, realmente, el señor Benson el prestamista? -se informó.

-Sí, señora, y comerciante de objetos de ocasión: muebles, libros, estatuas, relojes de pared y bolsillo, alhajas, escopetas de dos cañones, pistolas y otros diversos artículos.

-¿Estuvo usted en la almoneda1 del granjero Merrywood el miércoles de la semana pasada?

-Sí, señora.

-¿Lo ha comprado usted?

-¿Qué?

-¡Ah, es verdad! Aún no se lo he dicho, ni debo decírselo... ¿Cuánto ha pagado usted por todos los artículos que adquirió allí?

-He hecho algunas buenas adquisiciones, lo confieso, pero me han costado unas treinta guineas

-¿Quiere enseñarme la factura de todos los lotes y dejarme escoger? O mejor aún, ¿quiere usted concedérmelo por cien guineas?

Benson miraba a aquella señora tan emocionada, de labios temblorosos.

Lo que ofrecía era de corazón.

-No -contestó-. Cien guineas es muy poco. Acaso para usted valga eso, pero para mí vale más.

-¡Le daré doscientas, y asunto terminado! ¿Qué ha adquirido usted? ¿Las camas, las butacas, los aparadores?... Enséñeme la lista...

Benson descolgó de un clavo de la tienda la memoria del tasador y se la entregó a la señora, que la examinó y con la misma agitación febril exclamó:

-¿Para qué comprobar artículo por artículo? Sólo hay uno que me interesa, y es éste. Quédese con los demás y véndame ese armarito con sus cuatro cajones. Señale usted mismo el precio y no perdamos un tiempo precioso.

-¡No puede ser, señora! -opuso Benson, a su vez pálido y azorado-. Ese armario no está ya en mi poder. Lo he vendido y lo he llevado yo mismo al comprador.

-¡Infeliz! -exclamó la señora-. ¡Me ha arruinado usted y se ha arruinado también a sí mismo! Ese armario nos hubiera hecho ricos a los dos. ¿Por qué me enteraría tan tarde de la venta? ¿Por qué...? ¿Y no puede usted recobrarlo? ¿Quién lo ha adquirido? ¿Accederá el comprador a vendérmelo? Dígame su nombre y su dirección... Quizás no se haya perdido todo aún...

-No sé el nombre del comprador -replicó Benson-; pero, por fortuna, sé dónde vive, y quizá encontremos medio de volver a verlo... Sin embargo, dígame antes por qué se le antoja tan valioso el armario. Lo he examinado detenidamente, se lo aseguro; es un mueble ordinario, no tiene doble fondo ni muelle alguno secreto... Debe usted de equivocarse, sin duda.

-No hay equivocación. ¿Ha mirado usted bien los cuatro cajones? ¿Se ha fijado en su grueso? ¿No ha reparado en que el de arriba tenía una especie de corredera en un borde?

-No..., nada he visto. Pero si tan segura está usted de lo que afirma, habré mirado mal... Decididamente, soy muy torpe; se han burlado de mí... me han engañado...

Pareció tan abrumado el prestamista por la convicción de su simpleza, que hasta la misma señora se conmovió.

-Escúcheme -le dijo-; si se las agencia usted bien, aún podremos repararlo todo; pero es necesario que actuemos de acuerdo. ¿Quiere que acordemos repartirnos lo que contenga el cajón?

-Pero ¿qué contiene? -inquirió Benson bajando la voz-. ¿Contiene realmente algo?

-¿Le ofrecería yo si no cien o doscientas guineas por tal mueble? En fin, quiero confiárselo todo. ¿Conocía usted al granjero Merrywood?

-No; no puedo asegurar que lo conociera. Hace tiempo le vendí una silla de montar y recuerdo que pocos días después vino a reprocharme haberlo engañado en la calidad de la borra.

-¡Qué suyo es eso! Espíritu desconfiado, inquieto, lúgubre... Pero no siempre fue así el pobre hombre; la desgracia trastorna con frecuencia un buen carácter. Tenía una hija cuya extraordinaria belleza ponderaba todo el mundo hace unos veinte años; hija única... ¡Pobre Carolina! Constituía su ídolo y mostraba con él todas las atenciones del cariño filial. Agradecida a la brillante educación que recibiera, quería consagrar su vida a tan buen padre: le leía, le ejecutaba sonatas al piano; en una palabra, era el ángel de la casa. ¡Tan amable! Todos la queríamos.

-¿ambién la conocía usted?

-¡Que si la conocía! Fuimos amigas desde la infancia, y éramos primas por parte de madre. Aunque yo era pobre, se portó muy bien conmigo; exigió a su padre que yo viviera con ellos en la granja. Claro que yo por mi parte los ayudaba con multitud de pequeños servicios; pero ¡qué delicadeza en el proceder de tan generosos parientes! Me hubieran tomado por hermana de Carolina siempre vestida igual, compartiendo sus diversiones..., yendo al baile con ella... ¡Al baile!... Ya adivinará usted lo demás.

-¡No, se lo juro! La escucho.

-¿De modo que no ha oído usted hablar del viejo marqués de...? ¡Pero dejemos ese nombre odioso!... Tenía un hijo, el joven conde Rogelio..., muchacho amabilísimo, espléndido, muy alegre, sin la menor arrogancia... Vio a Carolina y le impresionó su belleza; la amó, como todos... ¿Quién no la hubiera amado?... Le declaró su amor y lo compartió con ella... Lo de siempre, señor Benson... el amor y sus penas amargas... Una noche, hará de esto doce años, sí, doce años, transcurría el mes de septiembre, Carolina vino a verme a mi cuarto... “Prima -me dijo-, ¿crees que mi padre es hombre capaz de perdonar?” “Sin duda, Carolina -le respondí-. ¿No es cristiano?” “Lo es; pero ¿perdonaría a una hija que hubiese ambicionado elevarse por encima de su condición? ¿Le perdonaría hacerse lady? ¿Se descubriría de buena gana ante ella, como hace cuando la marquesa pasa por su lado en carroza para ir a la iglesia?” “¡Qué locura!”, contesté a Carolina, temiendo comprenderla. Y en cuanto me hubo confesado todo, le di un consejo amistoso, aunque me sedujera también verla ir y venir por mi cuarto aquella noche dándose aires de condesa, abanicándose con una zapatilla y recogiéndose la cola del traje de corte..., que a la sazón no era sino el camisón...

-¿Y qué sucedió? ¿Cogió una pleuresía y murió?

-No; sucedió que fue raptada. Carolina desapareció una mañana de aquel mes, y desde tan aciago día, el granjero Merrywood no levantó la cabeza de humillación. El infortunado padre pareció olvidar que había tenido una hija. No volvió a hablar de Carolina; nadie se atrevió ya a nombrarla, y cuando al mes siguiente recibió carta de ella, en la que le anunciaba que se iba a casar, que iba a ser una gran señora importante y rica, pero que siempre amaría y respetaría a su padre..., el granjero rompió la carta y arrojó los pedazos al aire, sin pronunciar más que estas palabras: “¡Insensata! ¡Insensata!”

-Loca estaba, en efecto -confirmó Benson-, porque presumo que no se casaría con ella el joven conde.

-¡Ay, no! Y ella no volvió a escribir. Merrywood subió al cuarto que ocupaba Carolina, abrió violentamente el armario de encina en que ella guardaba sus vestidos y ropa blanca, vació en el suelo los cajones y echó al fuego trajes, lencería, cofias, toquillas, etcétera, etcétera. Aquel armario era un antiguo mueble de familia que había pertenecido a su propia abuela, luego a su madre, después a su esposa... El cajón superior tenía un doble fondo, que servía a Carolina de cartera, donde guardaba las cartas que cuando estaba en el colegio recibió de su padre. El granjero abrió asimismo ese doble fondo, las sacó de él todas, intentó releer una y no pudo continuar por las muchas lágrimas que acudieron a sus ojos. Pasó un mes, luego otro, después el año entero, y el pobre padre no se mostraba menos taciturno ni menos triste, cuando recibió otra carta que llevaba en el sello las armas del marqués. La abrió y vio que era del joven conde Rogelio, cuyo padre acababa de morir, legándole todos sus títulos y propiedades, pero a condición de que se casara con la heredera de lord Rockigham. “Carolina -escribía el nuevo marqués- es dichosa; mas yo debo a usted una reparación personal, porque sé que su fortuna se ha resentido de sus penas. Le envío, pues, en nombre de su hija, cuatro billetes de banco de mil libras esterlinas cada uno.”

-¡Alabado sea Dios! -gritó el prestamista-. ¡Qué señor tan noble y dadivoso! ¡Cuatro mil libras esterlinas! ¡Vaya una fortuna para el granjero Merrywood!

-¡Qué mal lo juzga usted! ¡Ah! ¡Si hubiera visto, como yo vi, la cólera reconcentrada con que estrujó en sus manos la carta sin pronunciar una palabra!... Al cabo de un cuarto de hora de triste silencio me dijo: “Sube conmigo, Juana. Deseo que seas testigo de lo que voy a hacer.” Lo seguí toda temblorosa hasta el cuarto de Carolina. “Aquí hay -agregó- cuatro mil libras esterlinas que ese cobarde seductor pretende hacerme aceptar en nombre de mi hija. Líbreme Dios de tocarlas, y no se las devuelvo porque podría emplearlas en seducir a otras; pero... cuando yo muera..., si alguna vez queda en la miseria la hija que él me raptó, no quiero que perezca de hambre. Justo es que recobre el precio de su deshonra; tú sabrás de dónde sacar lo que le pertenece.” Y al decir esto, abrió el doble fondo, metió en él los billetes de banco, empujó el cajón con un postrer acceso de desesperación y me entregó este alfiler de plata, que sirve para activar el muelle secreto. El granjero Merrywood ha muerto; Carolina ha dejado también de existir. ¿Para quién deben ser las cuatro mil libras esterlinas?

-¡Y yo que he vendido el armario por dos libras! -suspiró Benson- ¡Miserable de mí! Lo repito: ¡me han robado! ¿Está usted segura de que es la única que sabía lo que acaba de contarme? ¡Ah! ¡He debido desconfiar del joven de aparente inocencia que venía como por casualidad a escoger ese mueble entre todos los de mi tienda!

-Dígame el nombre del comprador -repitió la dama-; no sólo poseo el secreto, sino que tengo también el alfiler.

-Déjeme el alfiler -prosiguió Benson-. No es demasiado tarde para ir a comprobarlo. Corro allá.

-No, no; quiero conservar la llave. Traiga usted el armario, y una vez que esté aquí lo comprobaremos juntos, y juntos lo abriremos puesto que debemos repartirnos la suma. A no ser que prefiera darme la dirección del comprador para que me arregle con él.

-No, no -porfió, a su vez, Benson-; yo he cometido la falta, yo tengo que repararla. Esté usted aquí mañana por la mañana, a las nueve.

-¡Mañana, a las nueve! -repitió la prima Juana-. Buenas noches.

Y montó de nuevo en el carruaje.

Benson no cerró los ojos en toda la noche por miedo a que el sol y el joven de la calle de Salisbury madrugaran más que él. En cuanto amaneció, corrió a la calle en cuestión, y daban las seis cuando se hallaba delante del número 2.

Antes de echar mano a la aldaba, se cercioró de que llevaba en el bolsillo una bolsa de monedas de oro. “Supongo -pensaba- que la vista del dinero seducirá a mi modesto joven, y, sobre todo, a la tía vieja, a quien tal vez haya que indemnizar. ¡Magnífico! Estoy prevenido. Llamemos.”

-¿Quién es?

-¿Está levantada la señora de Truman? -preguntó Benson por el ojo de la cerradura.

-Aún no.

-¿Y su sobrino?

-Soy yo -respondió una voz desde dentro.

Y al abrirse la puerta. el sobrino, presentándose en persona, expresó su extrañeza por tan temprana visita.

-Caballero -le expuso Benson-, nunca se apresura uno lo bastante, cuando se trata de reparar un error. Lo cometí anoche, al venderle un armario que me descabalaba la pareja. Y vengo a deshacer el trato; pero soy demasiado justo para no resarcirle espléndidamente. Usted mismo escogerá lo que quiera de toda mi tienda.

-De ningún modo, señor. Mi tía está entusiasmada con el regalo y no creo que haya el menor error. Por otra parte, todavía no he abierto los cajones, y recordará usted que lo he previsto todo... ¿Y si encontrase en él mi fortuna? Esos muebles antiguos de familia han enriquecido a más de un heredero, como le decía a usted ayer.

Hubo una pausa. Benson reflexionaba y calculaba. Reanudó la conversación a media voz y apoyó su elocuencia sacando del bolsillo la bolsa. Y debió de hallar, por fin, un argumento contundente, porque media hora más tarde el armario gótico entraba de nuevo en la tienda, después de desandar, a hombros del prestamista, todo el camino recorrido la víspera.

-¡Al fin respiro! -exclamó-. Pero ¿aguardaré a las nueve? ¡Ah! ¡Esa buena prima que cree que no puedo prescindir de su alfiler! Aquí tengo una hachita que ha roto otros muchos muebles!

Monologando así, sacó el primer cajón del armario y vio pegado en una de las paredes interiores un papel.

-¡Vaya, vaya! -murmuró-. ¿Será uno de los billetes?

Y leyó:

“Recibí: Jorge Evans.”

En el mismo instante entraba el joven cómico en su cuarto de la hostería de los Tres Pichones y restituía a su baúl dos vestidos de mujer.-¡Vaya! -se dijo-. ¡Mucha prisa se ha dado en quebrar el empresario de este pueblo! Yo hubiera podido hacerle recaudar algunos ingresos con mi estreno. He tenido bastante éxito en mis papeles de la tía Truman y de la prima Juana. Deducidos de mis doscientas cincuenta libras esterlinas el alquiler de la casa de la calle de Salisbury, las dos libras del armario, lo que debo por la silla de posta y la propina de seis peniques, tan generosamente dada al ambicioso Benson, aún me quedarán las doscientas libras de mi padre, con los intereses de diez años. ¡Ojalá la conciencia de mi deudor esté tan tranquila como la mía!

miércoles, 26 de febrero de 2014

UNA NUBECILLA (James Joyce)


Ocho años atrás había despedido a su amigo en la estación de North Wall diciéndole que fuera con Dios. Gallaher hizo carrera. Se veía enseguida: por su aire viajero, su traje de lana bien cortado y su acento decidido. Pocos tenían su talento y todavía menos eran capaces de permanecer incorruptos ante tanto éxito. Gallaher tenía un corazón de este tamaño y se merecía su triunfo. Daba gusto tener un amigo así.

Desde el almuerzo, Chico Chandler no pensaba más que en su cita con Gallaher, en la invitación de Gallaher, en la gran urbe londinense donde vivía Gallaher. Le decían Chico Chandler porque, aunque era poco menos que de mediana estatura, parecía pequeño. Era de manos blancas y cortas, frágil de huesos, de voz queda y maneras refinadas. Cuidaba con exceso su rubio pelo lacio y su bigote, y usaba un discreto perfume en el pañuelo. La medialuna de sus uñas era perfecta y cuando sonreía dejaba entrever una fila de blancos dientes de leche.

Sentado a su buró en King's Inns pensaba en los cambios que le habían traído esos ocho años. El amigo que había conocido con un chambón aspecto de necesitado se había convertido en una rutilante figura de la prensa británica. Levantaba frecuentemente la vista de su escrito fatigoso para mirar a la calle por la ventana de la oficina. El resplandor del atardecer de otoño cubría céspedes y aceras; bañaba con un generoso polvo dorado a las niñeras y a los viejos decrépitos que dormitaban en los bancos; irisaba cada figura móvil: los niños que corrían gritando por los senderos de grava y todo aquel que atravesaba los jardines. Contemplaba aquella escena y pensaba en la vida; y (como ocurría siempre que pensaba en la vida) se entristeció. Una suave melancolía se posesionó de su alma. Sintió cuán inútil era luchar contra la suerte: era ése el peso muerto de sabiduría que le legó la época.

Recordó los libros de poesía en los anaqueles de su casa. Los había comprado en sus días de soltero y más de una noche, sentado en el cuarto al fondo del pasillo, se había sentido tentado de tomar uno en sus manos para leerle algo a su esposa. Pero su timidez lo cohibió siempre: y los libros permanecían en los anaqueles. A veces se repetía a sí mismo unos cuantos versos, lo que lo consolaba.

Cuando le llegó la hora, se levantó y se despidió cumplidamente de su buró y de sus colegas. Con su figura pulcra y modesta salió de entre los arcos de King's Inns y caminó rápido calle Henrietta abajo. El dorado crepúsculo menguaba ya y el aire se hacía cortante. Una horda de chiquillos mugrientos pululaba por las calles. Corrían o se paraban en medio de la calzada o se encaramaban anhelantes a los quicios de las puertas o bien se acuclillaban como ratones en cada umbral. Chico Chandler no les dio importancia. Se abrió paso, diestro, por entre aquellas sabandijas y pasó bajo la sombra de las estiradas mansiones espectrales donde había baladronado la antigua nobleza de Dublín. No le llegaba ninguna memoria del pasado porque su mente rebosaba con la alegría del momento.

Nunca había estado en Corless's, pero conocía la valía de aquel nombre. Sabía que la gente iba allí después del teatro a comer ostras y a beber licores; y se decía que allí los camareros hablaban francés y alemán. Pasando rápido por enfrente de noche había visto detenerse los coches a sus puertas y cómo damas ricamente ataviadas, acompañadas por caballeros, bajaban y entraban a él fugaces, vistiendo trajes escandalosos y muchas pieles. Llevaban las caras empolvadas y levantaban sus vestidos, cuando tocaban tierra, como Atalantas alarmadas. Había pasado siempre de largo sin siquiera volverse a mirar. Era hábito suyo caminar con paso rápido por la calle, aun de día, y siempre que se encontraba en la ciudad tarde en la noche apretaba el paso, aprensivo y excitado. A veces, sin embargo, cortejaba la causa de sus temores. Escogía las calles más tortuosas y oscuras y, al adelantar atrevido, el silencio que se esparcía alrededor de sus pasos lo perturbaba, como lo turbaba toda figura silenciosa y vagabunda; a veces el sonido de una risa baja y fugitiva lo hacía temblar como una hoja.

Dobló a la derecha hacia la calle Capel. ¡Ignatius Gallaher, de la prensa londinense! ¿Quién lo hubiera pensado ocho años antes? Sin embargo, al pasar revista al pasado ahora, Chico Chandler era capaz de recordar muchos indicios de la futura grandeza de su amigo. La gente acostumbraba a decir que Ignatius Gallaher era alocado. Claro que se reunía en ese entonces con un grupo de amigos algo libertinos, que bebía sin freno y pedía dinero a diestro y siniestro. Al final, se vio involucrado en cierto asunto turbio, una transacción monetaria: al menos, ésa era una de las versiones de su fuga. Pero nadie le negaba el talento. Hubo siempre una cierta... algo en Ignatius Gallaher que impresionaba a pesar de uno mismo. Aun cuando estaba en un aprieto y le fallaban los recursos, conservaba su desfachatez. Chico Chandler recordó (y ese recuerdo lo hizo ruborizarse de orgullo un tanto) uno de los dichos de Ignatius Gallaher cuando andaba escaso:

-Ahora un receso, caballeros -solía decir a la ligera-. ¿Dónde está mi gorra de pegar?

Eso retrataba a Ignatius Gallaher por entero, pero, maldita sea, había que admirarlo.

Chico Chandler apresuró el paso. Por primera vez en su vida se sintió superior a la gente que pasaba. Por primera vez su alma se rebelaba contra la insulsa falta de elegancia de la calle Capel. No había duda de ello: si uno quería tener éxito tenía que largarse. No había nada que hacer en Dublín. Al cruzar el puente de Grattan miró río abajo, a la parte mala del malecón, y se compadeció de las chozas, tan chatas. Le parecieron una banda de mendigos acurrucados a orillas del río, sus viejos gabanes cubiertos por el polvo y el hollín, estupefactos a la vista del crepúsculo y esperando por el primer sereno helado que los obligara a levantarse, sacudirse y echar a andar. Se preguntó si podría escribir un poema para expresar esta idea. Quizá Gallaher pudiera colocarlo en un periódico de Londres. ¿Sería capaz de escribir algo original? No sabía qué quería expresar, pero la idea de haber sido tocado por la gracia de un momento poético le creció dentro como una esperanza en embrión. Apretó el paso, decidido.

Cada paso lo acercaba más a Londres, alejándolo de su vida sobria y nada artística. Una lucecita empezaba a parpadear en su horizonte mental. No era tan viejo: treinta y dos años. Se podía decir que su temperamento estaba a punto de madurar. Había tantas impresiones y tantos estados de ánimo que quería expresar en verso. Los sentía en su interior. Trató de sopesar su alma para saber si era un alma de poeta. La nota dominante de su temperamento, pensó, era la melancolía, pero una melancolía atemperada por la fe, la resignación y una alegría sencilla. Si pudiera expresar esto en un libro quizá la gente le hiciera caso. Nunca sería popular: lo veía. No podría mover multitudes, pero podría conmover a un pequeño núcleo de almas afines. Los críticos ingleses, tal vez, lo reconocerían como miembro de la escuela celta, en razón del tono melancólico de sus poemas; además, que dejaría caer algunas alusiones. Comenzó a inventar las oraciones y frases que merecerían sus libros. "El señor Chandler tiene el don del verso gracioso y fácil..." "Una anhelante tristeza invade estos poemas..." "La nota celta". Qué pena que su nombre no pareciera más irlandés. Tal vez fuera mejor colocar su segundo apellido delante del primero: Thomas Malone Chandler. O, mejor todavía: T. Malone Chandler. Le hablaría a Gallaher de este asunto.

Persiguió sus sueños con tal ardor que pasó la calle de largo y tuvo que regresar. Antes de llegar a Corless's su agitación anterior empezó a apoderarse de él y se detuvo en la puerta, indeciso. Finalmente, abrió la puerta y entró.

La luz y el ruido del bar lo clavaron a la entrada por un momento. Miró a su alrededor, pero se le iba la vista confundido con tantos vasos de vino rojo y verde deslumbrándolo. El bar parecía estar lleno de gente y sintió que la gente lo observaba con curiosidad. Miró rápido a izquierda y derecha (frunciendo las cejas ligeramente para hacer ver que la gestión era seria), pero cuando se le aclaró la vista vio que nadie se había vuelto a mirarlo: y allí, por supuesto, estaba Ignatius Gallaher de espaldas al mostrador y con las piernas bien separadas.

-¡Hola, Tommy, héroe antiguo, por fin llegas! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a tomar? Estoy bebiendo whisky: es mucho mejor que al otro lado del charco. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Nada de agua mineral? Yo soy lo mismo. Le echa a perder el gusto...

Vamos, garçon, sé bueno y tráenos dos líneas de whisky de malta... Bien, ¿y cómo te fue desde que te vi la última vez? ¡Dios mío, qué viejos nos estamos poniendo! ¿Notas que envejezco o qué? Canoso y casi calvo acá arriba, ¿no?

Ignatius Gallaher se quitó el sombrero y exhibió una cabeza casi pelada al rape. Tenía una cara pesada, pálida y bien afeitada. Sus ojos, que eran casi color azul pizarra, aliviaban su palidez enfermiza y brillaban aún por sobre el naranja vivo de su corbata. Entre estas dos facciones en lucha, sus labios se veían largos, sin color y sin forma. Inclinó la cabeza y se palpó con dos dedos compasivos el pelo ralo. Chico Chandler negó con la cabeza. Ignatius Gallaher se volvió a poner el sombrero.

-El periodismo -dijo- acaba. Hay que andar rápido y sigiloso detrás de la noticia y eso si la encuentras: y luego que lo que escribas resulte novedoso. Al carajo con las pruebas y el cajista, digo yo, por unos días. Estoy más que encantado, te lo digo, de volver al terruño. Te hacen mucho bien las vacaciones. Me siento muchísimo mejor desde que desembarqué en este Dublín sucio y querido... Por fin te veo, Tommy. ¿Agua? Dime cuándo.

Chico Chandler dejó que le aguara bastante su whisky.

-No sabes lo que es bueno, mi viejo -dijo Ignatius Gallaher-. Apuro el mío puro.

-Bebo poco como regla -dijo Chico Chandler, modestamente-. Una media línea o cosa así cuando me topo con uno del grupo de antes: eso es todo.

-Ah, bueno -dijo Ignatius Gallaher, alegre-, a nuestra salud y por el tiempo viejo y las viejas amistades.

Chocaron los vasos y brindaron.

-Hoy me encontré con parte de la vieja pandilla -dijo Ignatius Gallaher-. Parece que O'Hara anda mal. ¿Qué es lo que le pasa?

-Nada -dijo Chico Chandler-. Se fue a pique.

-Pero Hogan está bien colocado, ¿no es cierto?

-Sí, está en la Comisión Agraria.

-Me lo encontré una noche en Londres y se le veía boyante... ¡Pobre O'Hara! La bebida, supongo.

-Entre otras cosas -dijo Chico Chandler, sucinto. Ignatius Gallaher se rió.

-Tommy -le dijo-, veo que no has cambiado un ápice. Eres el mismo tipo serio que me metías un editorial el domingo por la mañana si me dolía la cabeza y tenía lengua de lija. Debías correr un poco de mundo. No has ido de viaje a ninguna parte, ¿no?

-Estuve en la isla de Man -dijo Chico Chandler. Ignatius Gallaher se rió.

-¡La isla de Man! -dijo-. Ve a Londres o a París. Mejor a París. Te hará mucho bien.

-¿Conoces tú París?

-¡Me parece que sí! La he recorrido un poco.

-¿Y es, realmente, tan bella como dicen? -preguntó Chico Chandler.

Tomó un sorbito de su trago mientras Ignatius Gallaher terminaba el suyo de un viaje.

-¿Bella? -dijo Ignatius Gallaher, haciendo una pausa para sopesar la palabra y paladear la bebida-. No es tan bella, si supieras. Claro que es bella... Pero es la vida de París lo que cuenta. Ah, no hay ciudad que sea como París, tan alegre, tan movida, tan excitante...

Chico Chandler terminó su whisky y, después de un poco de trabajo, consiguió llamar la atención de un camarero. Ordenó lo mismo otra vez.

-Estuve en el Molino Rojo -continuó Ignatius Gallaher cuando el camarero se llevó los vasos- y he estado en todos los cafés bohemios. ¡Son candela! Nada aconsejable para un puritano como tú, Tommy.

Chico Chandler no respondió hasta que el camarero regresó con los dos vasos: entonces chocó el vaso de su amigo levemente y reciprocó el brindis anterior. Empezaba a sentirse algo desilusionado. El tono de Gallaher y su manera de expresarse no le gustaban. Había algo vulgar en su amigo que no había notado antes. Pero tal vez fuera resultado de vivir en Londres en el ajetreo y la competencia periodística. El viejo encanto personal se sentía todavía por debajo de sus nuevos modales aparatosos. Y, después de todo, Gallaher había vivido y visto mundo. Chico Chandler miró a su amigo con envidia.

-Todo es alegría en París -dijo Ignatius Gallaher-. Los franceses creen que hay que gozar la vida. ¿No crees que tienen razón? Si quieres gozar la vida como es, debes ir a París. Y déjame decirte que los irlandeses les caemos de lo mejor a los franceses. Cuando se enteraban que era de Irlanda, muchacho, me querían comer.

Chico Chandler bebió cinco o seis sorbos de su vaso.

-Pero, dime -le dijo-, ¿es verdad que París es tan... inmoral como dicen?

Ignatius Gallaher hizo un gesto católico con la mano derecha.

-Todos los lugares son inmorales -dijo-. Claro que hay cosas escabrosas en París. Si te vas a uno de esos bailes de estudiantes, por ejemplo. Muy animados, si tú quieres, cuando las cocottes se sueltan la melena. Tú sabes lo que son, supongo.

-He oído hablar de ellas- dijo Chico Chandler.

Ignatius Gallaher bebió de su whisky y meneó la cabeza.

-Tú dirás lo que quieras, pero no hay mujer como la parisina. En cuanto a estilo, a soltura.

-Luego es una ciudad inmoral -dijo Chico Chandler, con insistencia tímida-. Quiero decir, comparada con Londres o con Dublín.

-¡Londres! -dijo Ignatius Gallaher-. Eso es media mitad de una cosa y tres cuartos de la otra. Pregúntale a Hogan, amigo mío, que le enseñé algo de Londres cuando estuvo allá. Ya te abrirá él los ojos... Tommy, viejo, que no es ponche, es whisky: de un solo viaje.

-De veras, no...

-Ah, vamos, que uno más no te va a matar. ¿Qué va a ser? ¿De lo mismo, supongo?

-Bueno... vaya...

-François, repite aquí... ¿Un puro, Tommy?

Ignatius Gallaher sacó su tabaquera. Los dos amigos encendieron sus cigarros y fumaron en silencio hasta que llegaron los tragos.

-Te voy a dar mi opinión -dijo Ignatius Gallaher, al salir después de un rato de entre las nubes de humo en que se refugiara-, el mundo es raro. ¡Hablar de inmoralidades! He oído de casos... pero, ¿qué digo? Conozco casos de... inmoralidad...

Ignatius Gallaher tiró pensativo de su cigarro y luego, con el calmado tono del historiador, procedió a dibujarle a su amigo el cuadro de la degeneración imperante en el extranjero. Pasó revista a los vicios de muchas capitales europeas y parecía inclinado a darle el premio a Berlín. No podía dar fe de muchas cosas (ya que se las contaron amigos), pero de otras sí tenía experiencia personal. No perdonó ni clases ni alcurnia. Reveló muchos secretos de las órdenes religiosas del continente y describió muchas de las prácticas que estaban de moda en .la alta sociedad, terminando por contarle, con detalle, la historia de una duquesa inglesa, cuento que sabía que era verdad. Chico Chandler se quedó pasmado.

-Ah, bien -dijo Ignatius Gallaher-, aquí estamos en el viejo Dublín, donde nadie sabe nada de nada.

-¡Te debe parecer muy aburrido -dijo Chico Chandler-, después de todos esos lugares que conoces!

-Bueno, tú sabes -dijo Ignatius Gallaher-, es un alivio venir acá. Y, después de todo, es el terruño, como se dice, ¿no es así? No puedes evitar tenerle cariño. Es muy humano... Pero dime algo de ti. Hogan me dijo que habías... degustado las delicias del himeneo. Hace dos años, ¿no?

Chico Chandler se ruborizó y sonrió.

-Sí -le dijo-. En mayo pasado hizo dos años.

-Confío en que no sea demasiado tarde para ofrecerte mis mejores deseos -dijo Ignatius Gallaher-. No sabía tu dirección o lo hubiera hecho entonces.

Extendió una mano, que Chico Chandler estrechó.

-Bueno, Tommy -le dijo-, te deseo, a ti y a los tuyos, lo mejor en esta vida, viejito: toneladas de plata y que vivas hasta el día que yo te pegue un tiro. Estos son los deseos de un viejo y sincero amigo, como tú sabes.

-Yo lo sé -dijo Chico Chandler.

-¿Alguna cría? -dijo Ignatius Gallaher. Chico Chandler se ruborizó otra vez.

-No tenemos más que una -dijo.

-¿Varón o hembra?

-Un varoncito.

Ignatius Gallaher le dio una sonora palmada a su amigo en la espalda.

-Bravo, Tommy -le dijo-. Nunca lo puse en duda.

Chico Chandler sonrió, miró confusamente a su vaso y se mordió el labio inferior con tres dientes infantiles.

-Espero que pases una noche con nosotros -dijo-, antes de que te vayas. A mi esposa le encantaría conocerte. Podríamos hacer un poco de música y...

-Muchísimas gracias, mi viejo -dijo Ignatius Gallaher-. Lamento que no nos hayamos visto antes. Pero tengo que irme mañana por la noche.

-¿Tal vez esta noche...?

-Lo siento muchísimo, viejo. Tú ves, ando con otro tipo, bastante listo él, y ya convinimos en ir a echar una partida de cartas. Si no fuera por eso...

-Ah, en ese caso...

-Pero, ¿quién sabe? -dijo Ignatius Gallaher, considerado-. Tal vez el año que viene me dé un saltito, ahora que ya rompí el hielo. Vamos a posponer la ocasión.

-Muy bien -dijo Chico Chandler-, la próxima vez que vengas tenemos que pasar la noche juntos. ¿Convenido?

-Convenido, sí -dijo Ignatius Gallaher-. El año que viene si vengo, parole d'honneur.

-Y para dejar zanjado el asunto -dijo Chico Chandler-, vamos a tomar otra.

Ignatius Gallaher sacó un relojón de oro y lo miró.

-¿Va a ser ésa la última? -le dijo-. Porque, tú sabes, tengo una c.t.

-Oh, sí, por supuesto -dijo Chico Chandler.

-Entonces, muy bien -dijo Ignatius Gallaher-, vamos a echarnos otra como de deoc an doirus, que quiere decir un buen whisky en el idioma vernáculo, me parece.

Chico Chandler pidió los tragos. El rubor que le había subido a la cara hacía unos momentos, se le había instalado. Cualquier cosa lo hacía ruborizarse; y ahora se sentía caliente, excitado. Los tres vasitos se le habían ido a la cabeza y el puro fuerte de Gallaher le confundió las ideas, ya que era delicado y abstemio. La excitación de ver a Gallaher después de ocho años, de verse con Gallaher en Corless's, rodeados por esa iluminación y ese ruido, de escuchar los cuentos de Gallaher y de compartir por un momento su vida itinerante y exitosa, alteró el equilibrio de su naturaleza sensible. Sintió en lo vivo el contraste entre su vida y la de su amigo, y le pareció injusto. Gallaher estaba por debajo suyo en cuanto a cuna y cultura. Sabía que podía hacer cualquier cosa mejor que lo hacía o lo haría nunca su amigo, algo superior al mero periodismo pedestre, con tal de que le dieran una oportunidad. ¿Qué se interponía en su camino? ¡Su maldita timidez! Quería reivindicarse de alguna forma, hacer valer su virilidad. Podía ver lo que había detrás de la negativa de Gallaher a aceptar su invitación. Gallaher le estaba perdonando la vida con su camaradería, como se la estaba perdonando a Irlanda con su visita.

El camarero les trajo la bebida. Chico Chandler empujó un vaso hacia su amigo y tomó el otro, decidido.

-¿Quién sabe? -dijo al levantar el vaso-. Tal vez cuando vengas el año que viene tenga yo el placer de desear una larga vida feliz al señor y a la señora Gallaher.

Ignatius Gallaher, a punto de beber su trago, le hizo un guiño expresivo por encima del vaso. Cuando bebió, chasqueó sus labios rotundamente, dejó el vaso y dijo:

-Nada que temer por ese lado, muchacho. Voy a correr mundo y a vivir la vida un poco antes de meter la cabeza en el saco... si es que lo hago.

-Lo harás un día -dijo Chico Chandler con calma.

Ignatius Gallaher enfocó su corbata anaranjada y sus ojos azul pizarra sobre su amigo.

-¿Tú crees? -le dijo.

-Meterás la cabeza en el saco -repitió Chico Chandler, empecinado-, como todo el mundo, si es que encuentras mujer.

Había marcado el tono un poco y se dio cuenta de que acababa de traicionarse; pero, aunque el color le subió a la cara, no desvió los ojos de la insistente mirada de su amigo. Ignatius Gallaher lo observó por un momento y luego dijo:

-Si ocurre alguna vez puedes apostarte lo que no tienes a que no va a ser con claros de luna y miradas arrobadas. Pienso casarme por dinero. Tendrá que tener ella su buena cuenta en el banco o de eso nada.

Chico Chandler sacudió la cabeza.

-Pero, vamos -dijo Ignatius Gallaher con vehemencia-, ¿quieres que te diga una cosa? No tengo más que decir que sí y mañana mismo puedo conseguir las dos cosas. ¿No me quieres creer? Pues lo sé de buena tinta. Hay cientos, ¿qué digo cientos?, miles de alemanas ricas y de judías podridas de dinero, que lo que más querrían... Espera un poco, mi amigo, y verás si no juego mis cartas como es debido. Cuando yo me propongo algo, lo consigo. Espera un poco.

Se echó el vaso a la boca, terminó el trago y se rió a carcajadas. Luego, miró meditativo al frente, y dijo, más calmado:

-Pero no tengo prisa. Pueden esperar ellas. No tengo ninguna gana de amarrarme a nadie, tú sabes.

Hizo como si tragara y puso mala cara.

-Al final sabe siempre a rancio, en mi opinión -dijo.

Chico Chandler estaba sentado en el cuarto del pasillo con un niño en brazos. Para ahorrar no tenían criados, pero la hermana menor de Annie, Mónica, venía una hora, más o menos, por la mañana y otra hora por la noche para ayudarlos. Pero hacía rato que Mónica se había ido. Eran las nueve menos cuarto. Chico Chandler regresó tarde para el té y, lo que es más, olvidó traerle a Annie el paquete de azúcar de Bewley's. Claro que ella se incomodó y le contestó mal. Dijo que podía pasarse sin el té, pero cuando llegó la hora del cierre de la tienda de la esquina, decidió ir ella misma por un cuarto de libra de té y dos libras de azúcar. Le puso el niño dormido en los brazos con pericia y le dijo:

-Ahí tienes, no lo despiertes.

Sobre la mesa había una lamparita con una pantalla de porcelana blanca y la luz daba sobre una fotografía enmarcada en cuerno corrugado. Era una foto de Annie. Chico Chandler la miró, deteniéndose en los delgados labios apretados. Llevaba la blusa de verano azul pálido que le trajo de regalo un sábado. Le había costado diez chelines con once; ¡pero qué agonía de nervios le costó! Cómo sufrió ese día esperando a que se vaciara la tienda, de pie frente al mostrador tratando de aparecer calmado mientras la vendedora apilaba las blusas frente a él, pagando en la caja y olvidándose de coger el penique de vuelto, mandado a buscar por la cajera, y, finalmente, tratando de ocultar su rubor cuando salía de la tienda examinando el paquete para ver si estaba bien atado. Cuando le trajo la blusa, Annie lo besó y le dijo que era muy bonita y a la moda; pero cuando él le dijo el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijo que era un atraco cobrar diez chelines con diez por eso. Al principio quería devolverla, pero cuando se la probó quedó encantada, sobre todo con el corte de las mangas y le dio otro beso y le dijo que era muy bueno al acordarse de ella.

¡Hum!...

Miró en frío los ojos de la foto y en frío ellos le devolvieron la mirada. Cierto que eran lindos y la cara misma era bonita. Pero había algo mezquino en ella. ¿Por qué eran tan de señorona inconsciente? La compostura de aquellos ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban: no había pasión en ellos, ningún arrebato. Pensó en lo que dijo Gallaher de las judías ricas. Esos ojos negros y orientales, pensó, tan llenos de pasión, de anhelos voluptuosos... ¿Por qué se había casado con esos ojos de la fotografía?

Se sorprendió haciéndose la pregunta y miró, nervioso, alrededor del cuarto. Encontró algo mezquino en el lindo mobiliario que comprara a plazos. Annie fue quien lo escogió y a ella se parecían los muebles. Las piezas eran tan pretenciosas y lindas como ella. Se le despertó un sordo resentimiento contra su vida. ¿Podría escapar de la casita? ¿Era demasiado tarde para vivir una vida aventurera como Gallaher? ¿Podría irse a Londres? Había que pagar los muebles, todavía. Si sólo pudiera escribir un libro y publicarlo, tal vez eso le abriría camino.

Un volumen de los poemas de Byron descansaba en la mesa. Lo abrió cauteloso con la mano izquierda para no despertar al niño y empezó a leer los primeros poemas del libro.

Quedo el viento y queda la pena vespertina,

Ni el más leve céfiro ronda la enramada,

Cuando vuelvo a ver la tumba de mi Margarita

Y esparzo las flores sobre la tierra amada.

Hizo una pausa. Sintió el ritmo de los versos rondar por el cuarto. ¡Cuánta melancolía! ¿Podría él también escribir versos así, expresar la melancolía de su alma en un poema? Había tantas cosas que quería describir; la sensación de hace unas horas en el puente de Grattan, por ejemplo. Si pudiera volver a aquel estado de ánimo...

El niño se despertó y empezó a gritar. Dejó la página para tratar de callarlo: pero no se callaba. Empezó a acunarlo en sus brazos, pero sus aullidos se hicieron más penetrantes. Lo meció más rápido mientras sus ojos trataban de leer la segunda estrofa:

En esta estrecha celda reposa la arcilla,

Su arcilla que una vez...

Era inútil. No podía leer. No podía hacer nada. El grito del niño le perforaba los tímpanos. ¡Era inútil, inútil! Estaba condenado a cadena perpetua. Sus brazos temblaron de rabia y de pronto, inclinándose sobre la cara del niño, le gritó:

-¡Basta!

El niño se calló por un instante, tuvo un espasmo de miedo y volvió a gritar. Se levantó de su silla de un salto y dio vueltas presurosas por el cuarto cargando al niño en brazos. Sollozaba lastimoso, desmoreciéndose por cuatro o cinco segundos y luego reventando de nuevo. Las delgadas paredes del cuarto hacían eco al ruido. Trató de calmarlo, pero sollozaba con mayores convulsiones. Miró a la cara contraída y temblorosa del niño y empezó a alarmarse. Contó hasta siete hipidos sin parar y se llevó el niño al pecho, asustado. ¡Si se muriera!...

La puerta se abrió de un golpe y una mujer joven entró corriendo, jadeante.

-¿Qué pasó? ¿Qué pasó? -exclamó.

El niño, oyendo la voz de su madre, estalló en paroxismos de llanto.

-No es nada, Annie... nada... Se puso a llorar.

Tiró ella los paquetes al piso y le arrancó el niño.

-¿Qué le has hecho? -le gritó, echando chispas.

Chico Chandler sostuvo su mirada por un momento y el corazón se le encogió al ver odio en sus ojos. Comenzó a tartamudear.

Sin prestarle atención, ella comenzó a caminar por el cuarto, apretando al niño en sus brazos y murmurando:

-¡Mi hombrecito! ¡Mi muchachito! ¿Te asustaron, amor?... ¡Vaya, vaya, amor! ¡Vaya!... ¡Cosita! ¡Corderito divino de mamá!... ¡Vaya, vaya!

Chico Chandler sintió que sus mejillas se ruborizaban de vergüenza y se apartó de la luz. Oyó cómo los paroxismos del niño menguaban más y más; y lágrimas de culpa le vinieron a los ojos.

martes, 25 de febrero de 2014

PARA LEER AL ATARDECER (Charles Dickens)


Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.

Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán. Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome mi cigarro como ellos, y también como ellos contemplando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasados iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría región

Mientras contemplábamos la escena el vino de las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy oscuro; se levantó el viento y el aire se volvió terriblemente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que el honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.

-¡Dios mío! -dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece, tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca inocente-. Si habla de fantasmas...

-Pero yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán.

-¿De qué habla entonces? -preguntó el suizo. -Si lo supiera -contestó el otro-, probablemente sería mucho más sabio.

Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así, apoyando la espalda en el muro del convento, los escuché perfectamente sin que pareciera estar haciéndolo.

-¡Rayos y truenos! -exclamó el alemán calentándose-. Cuando un determinado hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible para que tengas la idea de él en la cabeza durante todo el día... Cómo le llama a eso, cuando uno camina por una calle atestada de gente, en Frankfurt, Milán, Londres o París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado se asemeja al amigo Heinrich, y luego otro desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener así la extraña idea de que vas a encontrarte con tu amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que sucede, aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?

-Tampoco eso es nada infrecuente -murmuraron el suizo y los otros tres.

-¡Infrecuente! -exclamó el alemán-. Es algo tan común como las cerezas en la Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles me recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las cartas de la uija -y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y aquella noche estaba yo a cargo del servicio-, digo que cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana de España ha muerto! ¡He sentido en mi espalda su contacto frío!»... y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese momento... ¿cómo le llama a eso?

-O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal -añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica-. ¿Cómo llama a eso?

-¡Eso! -gritó el alemán-. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.

-¿Milagro? -preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.

El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.

-¡Bah! -exclamó el alemán un rato después-. Yo hablo de cosas que suceden realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?

Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y pensé que debía ser genovés.

-¿La historia de la novia inglesa? -preguntó-. ¡Basta! Uno no debería tomarse tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es verdad.

Repitió esa misma frase varias veces.

-Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo lo aprobé a él. Quería hacer unas investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto, muy feliz. Estaba enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse. En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico, algo oscuro y sombrío, pues los árboles lo rodeaban desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo deprovisto de muebles, así sucedía con todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra el tiempo veraniego.

»-¿Todo bien entonces, Baptista? –preguntó.

»-Indudablemente; muy bien.

»Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para nosotros y que en todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era joven y sonrosada.

»El tiempo volaba. Pero observé -¡y les ruego que presten atención a esto (y en ese momento el correo bajó el volumen de su voz)-, a veces observé que mi señora se encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo, de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba bien de nuevo.

»Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos o los bandidos? No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista.

»Pero un día me contó el secreto.

»-Si deseas saberlo -dijo Carolina-, he descubierto, escuchando aquí y allá, que el ama está hechizada y obsesionada.

»-¿Y cómo?

»-Por un sueño.

»-¿Qué sueño?

»-El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en sueños... siempre el mismo rostro, y sólo ése.

»-¿Un rostro terrible?

»-No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro, con el cabello negro y mostacho gris... un hombre guapo, salvo por un aire reservado y secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino mirarla fijamente, desde la oscuridad.

»-¿Volvió a tener ese sueño?

»-Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo.

»-¿Y por qué le preocupa?

»Carolina sacudió la cabeza.

»-Eso es lo que quiere saber el amo -contestó la bella-. Ella no lo sabe. Ella misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontraba un cuadro de ese rostro en nuestra casa italiana (y tiene miedo de que así suceda) piensa que no sería capaz de soportarlo.»Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés) que después de esto tuve miedo de llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas, cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los relámpagos... ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!



»Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías... cómo lo han manchado el tiempo y el aire del mar... cómo las pinturas de las paredes exteriores se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola... que las ventanas inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado... que el patio exterior está cubierto de hierba... que los edificios exteriores están en ruinas... que todo el conjunto parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado varios meses. ¿Meses...? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago.

»Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso, sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña genovesa.

»Cuando había encendido la luz en una habitación, entraban el amo, el ama y la bella Carolina. Mirábamos entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo a encontrarse con un cuadro que se asemejara a aquel rostro... todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el Niño, San Francisco, San Sebastián, Venus, Santa Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos, todos mis antiguos conocidos tantas veces repetidos... así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros y mostacho gris que mirara al ama desde la oscuridad; ése, no existía.

»Después de haber pasado por todas las habitaciones, contemplando todos los cuadros, salimos a los jardines. Estaban hermosamente cuidados, pues habían contratado un jardinero, y eran grandes y sombríos. En un lugar había un teatro rústico a cielo abierto; el escenario era una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por un lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama movió sus ojos brillantes, incluso allí, como si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba bien.

»-Bien, Clara -dijo el amo en voz baja-. Ya ves que no hay nada. ¿Eres feliz?

»El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó a aquel feo palacio y empezó a cantar, a tocar el arpa, a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo los árboles verdes y los emparrados el día entero. Ella era hermosa. Él se sentía feliz. Solía echarse a reír y me decía, montando a caballo por la mañana antes de que apretara el calor:

»-¡Baptista, todo va bien!

»-Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.

»No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo y a la Annunciata, al café, a la ópera, al pueblo de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno, a las marionetas. La hermosa estaba encantada con todo lo que veía. Y aprendió italiano milagrosamente. ¿Se había olvidado totalmente el ama de ese sueño?, le preguntaba a veces a Carolina. Casi, contestaba la bella... casi. Estaba olvidándolo.

»Un día, el amo recibió una carta y me llamó.

»-¡Baptista!

»-¡Signore!

»-Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí. Dice llamarse signore Dellombra. Dispón que cene como un príncipe.

»Era un nombre extraño que yo desconocía Pero últimamente había muchos nobles y caballeros perseguidos por los austriacos por sospechas políticas y algunos habían cambiado de nombre. Quizá éste fuera uno de ellos. Dellombra era para mí un nombre tan bueno como cualquier otro.

»Cuando llegó a cenar el signore Dellombra (contó el correo genovés en voz baja, tal como había hecho en otra ocasión), lo llevé hasta la sala de recibir, el gran salón del viejo palazzo. El amo le recibió con cordialidad y le presentó a su esposa. Al levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de mármol.

»Entonces volví la cabeza hacia el signore Dellombra y vi que iba vestido de negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.

»El amo levantó a su esposa en brazos y la llevó al dormitorio, donde yo envié inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después que el ama estaba aterrada mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño.

»El amo se encontraba molesto y ansioso... más colérico, pero muy solícito. El signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del hecho de que el ama se encontrara tan enferma. El viento africano llevaba soplando algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas.

»Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.

»Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama lo recibió sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el signore Dellombra se convirtió en un invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría sido bien recibida en cualquier palazzo triste.

»Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un poder malignos. Pasando de ella a él, solía verlo en los jardines sombreados, o en la gran sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad». Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el rostro del sueño.

»Tras su segunda visita, oí decir al amo:

»-¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.

»-¿Volverá... volverá de nuevo? -preguntó el ama.

»-¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? -le preguntó al ver que ella se estremeció.

»-No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver otra vez?

»-¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro, Clara! -contestó el amo alegremente.

»Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.

»-¿Va todo bien, Baptista? -me preguntaba de vez en cuando.

»-Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.

»Para el carnaval nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de casa sola, corriendo aturdida por el Corso.

»-¡Carolina! ¿Qué sucede?

»-¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?

»-¿El ama, Carolina?

»-Se fue por la mañana... cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así recuperada. ¡Pero se ha ido!... ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!

»Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna. Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el signore Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa acurrucada en una esquina.

Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había visto en su sueño.

-¿Y cómo llaman a eso? -preguntó con tono triunfal el correo alemán-. ¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles? ¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!

»En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había estado nunca allí desde su adolescencia... y por lo que yo consideré que debían haber transcurrido unos sesenta años.

»Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street, esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest.

»El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día le dijo a su hermano:

»James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para proseguir la visita donde la dejé, tú puedes venir a verme antes de partir.

»El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa.

»Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:

»-Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.

»Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.

»-Wilhelm -añadió-. Ni me asusta ni me avergüenza decirte lo que podría tener miedo o vergüenza de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible en el que se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan hasta haber sido sopesadas y medidas, o hasta que se descubre que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier caso hasta que se ha llegado a una solución aunque para ello se necesiten muchos años. Acabo de ver ahora al fantasma de m hermano.

»He de confesar (dijo el correo alemán) que al oír aquello sentí que la sangre me hormigueaba en el cuerpo.

»Acabo de ver ahora mismo al fantasma de mi hermano John -repitió el señor James mirándome fijamente, por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba diciendo-. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir, cuando entró en m habitación vestido de blanco, me miró fijamente, pasó a un extremo de la habitación, contempló unos papeles que había en mi escritorio, se dio la vuelta y sin dejar de mirarme mientras pasó junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en absoluto, y en modo alguno estoy dispuesto a conferir a ese fantasma una existencia externa fuera de mí mismo Creo que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería conveniente que me sangraran.

»Salí inmediatamente de la cama (contó el correo alemán) y empecé a vestirme rogándole que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría en busca del doctor. Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando oí que en la puerta de la calle llamaban tocando el timbre y golpeando con fuerza. Mi habitación estaba en un ático de la parte trasera, y la del señor James se encontraba en el segundo piso, por el lado de la fachada, por lo que acudimos a su habitación y levantamos la ventana para ver qué sucedía.

»-¿Está el señor James? -dijo el hombre que se encontraba abajo, retrocediendo en la acera para poder vernos.

»-Así es -contestó el señor James-. ¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi hermano?

»-Así es, señor. Lamento decirle, señor, que el señor John está enfermo. Está muy mal, señor. Incluso se teme que pueda estar al borde de la muerte. Quiere verlo, señor. Tengo aquí un calesín. Le ruego que venga a verlo sin pérdida de tiempo.

»El señor James y yo nos miramos el uno al otro.

»-Wilhelm, esto es muy extraño -me dijo-. ¡Me gustaría que vinieras conmigo!

»Lo ayudé a vestirse, en parte en la habitación y en parte ya en el calesín; y corrimos tanto que las herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre Poland Street y el Forest.

»¡Y ahora, presten atención! (Añadió el correo alemán). Fui con el señor James hasta la habitación de su hermano, y allí vi y oí lo que voy a contarles.

»Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior de un dormitorio alargado. Allí se encontraban su anciana ama de llaves y otras personas. Creo que había tres más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera hora de la tarde. Estaba vestido de blanco, como el fantasma, pero evidentemente aquello era necesario porque tenía puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente, porque miró ansiosamente a su hermano cuando vio que entraba en la habitación.

»Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se incorporó lentamente, y mirándolo con atención dijo estas palabras

»-¡James, ya me has visto esta noche... y ya lo sabes!

»Y después murió.Cuando el correo alemán dejó de hablar, presté atención para conocer algo más de esta extraña historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré a mi alrededor y los cinco correos habían desaparecido tan silenciosamente que era como si la montaña fantasmal los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces no me encontraba en absoluto con un estado de ánimo suficiente para permanecer sentado a solas en aquel horrible escenario, mientras caía sobre mí solemnemente el aire helado; o si quieren que les diga la verdad, no tenía ánimos para estar sentado a solas en ninguna parte. Por eso volví a entrar en el salón del convento y encontré al caballero americano, que estaba todavía dispuesto a contarme la biografía del honorable Ananias Dodger, y yo a escucharla.