LEE UN RELATO AL AZAR


Ver una entrada al azar

miércoles, 26 de junio de 2013

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS (O. Henry)

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques. Peniques ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad —algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en sus ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
—¿Quiere comprar mi pelo? —preguntó Delia.
—Compro pelo —dijo Madame—. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
—Veinte dólares —dijo Madame sopesando la masa con manos expertas.
—Démelos inmediatamente —dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había registrado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto —tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veinte dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea mastodóntica.
A los veinte minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante cimarrero. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata”, se dijo, “antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”
A las siete de la tarde el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener!
Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
—Jim, querido —le gritó— no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
—¿Te cortaste el pelo? —preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
—Me lo corté y lo vendí —dijo Delia—. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
—¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
—Se está viendo —dijo Delia—. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno —continuó con una súbita y seria dulzura—, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? —preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas —el juego completo de peinetas, una al lado de otra— que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
—¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
—¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
—¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla.
Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
—Delia —le dijo—, olvidémonos de nuestros regalos de Navidad. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

LA LEYENDA DEL MURCIÉLAGO (Anónimo mexicano)

Cuenta la leyenda que el murciélago hace mucho tiempo fue el ave más bella de la Creación.
El murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy, y se llamaba biguidibela (biguidi = mariposa y bela = carne; el nombre venía a significar algo así como “mariposa desnuda”).
Un día de mucho frío subió al cielo y le pidió plumas al Creador, como había visto en otros animales que volaban. Pero el Creador no tenía plumas, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores.
Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que envolvían su cuerpo.
Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.
Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo para con las aves.
Con su continuo pavoneo, hacía sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin importarle las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.
Cuando el Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.
Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.

ALGIÓMETRO (Saiz de Marco)


Este aparato mide el dolor. Se conecta al cerebro con unos electrodos y registra el dolor que se siente. Si, por ejemplo, a una persona se le clava una aguja en un dedo, la máquina marcará 5 dolorías.

Un puñetazo puede oscilar entre 10 y 20 dolorías. Una patada, entre 15 y 25. Una migraña, aproximadamente 100. Los dolores dentales (sin anestesia ni analgésicos), unas 400 dolorías. Un cólico nefrítico, 600. (Todas estas mediciones son aproximadas, ya que obviamente las circunstancias pueden variar.)

La muerte de una madre mide unas 800 dolorías. La muerte de un hijo, 1.500. Estamos hablando de muertes naturales. Si son causadas intencionalmente por otras personas, las cifras pueden triplicarse.

Algunas modalidades de tortura (ahogamiento, lapidación, crucifixión…) rebasan de largo las 2.000 dolorías.

Nuestros detractores aducen que esto no sirve para nada. Nosotros, sin embargo, creemos que es útil. Sirve para que el dolor ajeno se tome en serio, al menos tanto como los datos medibles (el índice de precios, la renta per cápita, el producto interior bruto, los gastos militares…). Y sirve sobre todo para calcular el coste en dolor (el importe en dolorías) de nuestras decisiones.

VISITAR A LOS ENFERMOS (Antoni Marí)

Pablo fue mi mejor amigo. Tal vez el único amigo que tuve nunca. No he mantenido con nadie una relación como la que mantuve con él, mientras vivió. Tal vez fuera por la edad. En la adolescencia la amistad es como la extensión de esa conciencia perpleja que uno va descubriéndose, a empellones y sustos. Siempre pensé que aquella extensión de mi conciencia que se personificaba en la figura de Pablo, era más firme y más real que la mía propia.
Pablo era más inteligente que yo, más franco y más abierto. Yo tenía serias dificultades para relacionarme con el mundo de los acontecimientos: para mí, todo suponía un problema o una contrariedad. Era suspicaz y sentía temor por cualquier cosa. Pablo, en cambio, era valeroso; sabía enfrentarse a las dificultades como una persona mayor, pensaba yo. Estas cualidades, sin embargo, no me habrían despertado el afecto, ni la amistad que le profesaba, si no hubiera reconocido en él aquellas otras que parece que se pierden con los años, como la solidaridad, la fidelidad, la capacidad de entrega y la paciencia.
Conocí a Pablo durante el primer curso de bachillerato. Su padre, por su trabajo, tuvo que venir a nuestra ciudad y él se incorporó a nuestra clase ya bien entrado el curso escolar. Le reconocí inmediatamente como al amigo que realmente fue y pienso que él también me reconoció a mí; en aquellos años yo tenía tan mal concepto de mí mismo que no podía creer que nadie quisiera, por su propia voluntad, hacerse amigo mío. Y él sí quiso. Tal vez, ésta fue una de las razones por las cuales yo no podía dudar de su amistad; porque fue su amistad y su afecto los que propiciaron que sea como soy ahora.
Cuando terminamos el bachillerato, entramos en la universidad. Y aunque él hacía Letras y yo Ciencias, seguíamos viéndonos con la misma frecuencia de antes y participando de todo aquello en lo que ocupábamos nuestra vida y nuestra existencia. A mí me interesaban sus estudios, y él parecía interesarse por los míos. Llegué a tener una formación humanística, que todavía hoy asombra a mis colegas. Pablo podía mantener cualquier conversación sobre física cuántica o sobre el principio de incertidumbre de Heisenberg. Tanto en su casa como en la mía entablábamos larguísimas discusiones sobre el futuro de la humanidad, la idea de nuestro tiempo y la temperatura de las chicas con quienes salíamos los sábados.
Todo acontecía con regularidad: las clases, los paseos, las discusiones, los guateques. A pesar de que el tiempo, los estudios y los quehaceres diarios le habían hecho perder algo de su esplendor original, nuestra amistad permanecía firme: nos sabíamos mutuamente deudores de lo que cada uno de nosotros consideraba como lo mejor de sí mismo.
Un día, Pablo me llamó por teléfono. Tengo que hablarte ahora mismo. Nos vemos dentro de media hora en el bar de la plaza. Estaba pálido y nervioso. Los médicos le habían detectado una terrible enfermedad en los huesos. Que se le desintegraban progresivamente como una piedra enferma, y que en un par de años serían como aserrín, o arena o polvo de granito. No me lo creí; tal vez pensara que se encontraría un remedio y que no era posible una muerte así, a los veintitrés años. Sin embargo, dos meses después, Pablo ya no salía de casa de sus padres.
Al principio siguió yendo a la universidad; después sólo asistía a las clases de última hora; más tarde salía a mediodía a pasear por el barrio o a tomar el sol en la plaza de enfrente de su casa. Luego, ni tan siquiera podía andar cuatro pasos sin que su cuerpo manifestara la violenta enfermedad que lo sumía. Finalmente ya no salió más de casa de sus padres.
Yo le visitaba todas las tardes y sé que agradecía mis visitas y el tiempo que ocupaba en su compañía. Le leía algún libro, el periódico, cualquier cosa liviana que me cayera entre las manos; le contaba las cosas que me sucedían, lo que yo creía que podía distraerle en la reclusión a que le tenía sometido su enfermedad. Iba perdiendo capacidad de atención y, cuando la tenía, no solía ser por mucho tiempo. Posiblemente no atendiera a la lectura y tampoco le interesara lo que pudiera ocurrir. Sin embargo ponía la cara de atención que tan bien le conocía y se esforzaba por mostrar interés.
Fue perdiendo la memoria. En algunas ocasiones no llegó a reconocerme y entonces preguntaba a su madre quién era yo y qué quería. Otras veces no recordaba dónde estaba, ni qué hacía en aquel lugar. Para evitar o, simplemente, para aliviar aquella progresiva pérdida de su memoria, yo intentaba contarle cosas de nuestro pasado común, episodios felices, sucesos memorables, anécdotas y chascarrillos de nuestra adolescencia. Cuando podía recordar, se detenía en los detalles más sencillos. Apenas recordaba los grandes acontecimientos y, en cambio, podía describir con precisión situaciones y escenas que, a pesar de haberlas vivido los dos, yo las tenía totalmente olvidadas.
Unos meses más tarde, el estado de Pablo empeoró. Fue debilitándose, incapaz de sostenerse y apenas con fuerza para abrir la puerta. Sus ojos fueron cubriéndose de un velo gris y de una pesadez quieta. Se quedaba absorto y casi inmóvil, y su mirada se perdía en cualquier rincón de la casa. Apenas hablaba. Los últimos días ya no tenía recursos para expresarse, ni tan sólo para dar a entender el más pequeño quiebro de su pensamiento. Aquella enfermedad le había transformado en otro hombre.
Era, ciertamente, otro hombre; no conservaba rasgo alguno de aquel carácter que había hecho posible nuestra amistad. Su inteligencia parecía recluida en el lugar más inverosímil de su cerebro; su curiosidad se había transformado en un solipsismo hermético, y su alegría, ahora, era una inquieta desazón. Aunque todos comprendiéramos que había razones para ello, no dejábamos de lamentar el lento resquebrajamiento de sus facultades y su lento y trágico morir.
Una tarde, al visitarle, me estremeció un escalofrío. Su estado era deplorable. Su rostro estaba pálido, los labios eran como finos pliegues transparentes y, en sus manos, las venas azules y espesas parecían a punto de rasgar la suave película que las cubría. Sus ojos, en cambio, seguían vivos; eran como dos luciérnagas luminosas que se hubieran escondido en una grieta profunda. Al verme me sonrió y, con un gesto de complicidad, me hizo un ademán para que me sentara junto a él. Me miraba y sonreía. ¿Recuerdas aquella verbena de San Juan?, me preguntó. Qué borrachos estábamos. Qué curda más memorable. Nos echaron, ¿recuerdas. Tú estabas más borracho que nadie. Ni siquiera sabías lo que hacías. Parecía contento y me miraba sin dejar de sonreír. ¿Recuerdas?, lanzaste una bola de confeti que fue a dar en la frente de la chica que daba la fiesta, un poco más y le sacas un ojo. Pablo iba a decir algo más pero se atragantó. Una fuerte convulsión le dejó sin sentido. Su madre le tocó la frente y dijo: Le ocurre a menudo, no puede contenerse. Pero no hay que temer. Lo mejor es dejar que repose, que se tranquilice. Vuelve mañana. Ya sabes que le gustan mucho tus visitas y que cada tarde te espera.
Salí de casa de Pablo presintiendo lo peor, y, sin ánimo de volver a casa, pasé por la de Federico, un amigo común, para procurar distraerme y reconfortarme con su compañía. Estaba a punto de salir. Iba a una fiesta. Me animó a ir con él. Ven. Será peor si te quedas en casa. Tomarás unas copas y te distraerás. Si quieres me quedo contigo, pero sería mejor que fuéramos los dos a la fiesta.
Era una fiesta para celebrar no sé qué. A mí me pareció una fiesta infantil; me sorprendió y desagradó la multitud y el griterío, y tuve que esforzarme por no volver a casa. Todos gritaban, cantaban, aplaudían, se daban golpes en la espalda, llevaban narices postizas y espantasuegras. Eran como niños, y su alegría tonta y la algarabía que producían a mi alrededor me molestaban profundamente. No estaba para fiestas y menos con aquella gente incontinente.
Las serpentinas y el confeti se esparcían por el suelo, sobre las lámparas, en los platos de carne asada, en los vasos de whisky, en las jarras de cerveza, y se metían en las orejas. Procuré incorporarme al jolgorio a pesar de que nunca me han gustado las fiestas populares. Tampoco quería irme a casa; en aquellas circunstancias necesitaba compañía. La imagen de Pablo no cesaba de azuzar mi imaginación y mi tristeza. Tenía fija en mi mente, y ahora en mi recuerdo, aquella otra fiesta, aquel incidente del confeti que había olvidado.
La fiesta continuaba. Federico estuvo atento y solícito conmigo, conocía mi profunda amistad con Pablo y consiguió aliviar mi tristeza y hacerme olvidar la melancolía que me atenazaba. Finalmente me integré en la fiesta y también tiré confeti y serpentinas y bebí todo lo que caía en mis manos. A medianoche, sin despedirme de nadie, y sin pensar por qué, salí de la fiesta y fui a casa de Pablo.
Su madre me abrazó silenciosamente conteniendo la respiración, comprendí que Pablo había muerto. Me retuvo entre sus brazos; yo miraba, en la pared, un grabado de Ricardo Baroja. El ruido de la fiesta me estallaba en los oídos, el alcohol parecía agolparse en las sienes, reventándolas. Todo me daba vueltas. La madre de Pablo me tomó de la mano y me llevó al dormitorio.
Estaba en la cama envuelto en una sábana blanca. Cerré los ojos y una multitud de estrellitas veloces corrió de izquierda a derecha. Un dolor que parecía atravesarme el pecho me hizo llorar. Las lágrimas resbalaban quemándome el rostro, todo estaba borroso y lejano. Como pude, sin mirar, me saqué el pañuelo del bolsillo. Me sequé la humedad de las lágrimas y miré furtivamente a Pablo quien, con aquel gesto, había quedado cubierto de confeti, de minúsculos papelitos festivos que motearon su mortaja de miles de colores.

LA BELLEZA DE LA VIDA (Anónimo georgiano)

En tiempos remotos vivía en Georgia una noble y prudente mujer, la reina Magdana, que gobernaba con justicia su rico y verde país. Al morir su esposo, su hijo Rostomel se convirtió en el único amor de su vida. Lo amaba mucho más de lo que yo pueda deciros con mis palabras, y veía amorosamente cómo crecía el tierno e ingenuo joven y se convertía en un hombre robusto. Y no era ella la única que pensaba que era más hermoso que los demás.
Mientras los días iban convirtiéndose en años, Magdana comenzó a notar una nube en la hermosa frente del joven que, sin razón aparente, se volvió taciturno y melancólico. Ni las impetuosas galopadas por las verdes colinas de Georgia, ni las canciones melancólicas, ni las apasionadas miradas de las jóvenes de ojos negros al bailar, podían alejar sus negros humores ni borrar su tristeza.
Meditabundo y abatido, arrastraba su pesar hasta un alejado rincón de los jardines de palacio y se entregaba a sus ensoñaciones melancólicas. Hasta que la buena reina ya no pudo soportar más la tristeza de su hijo.
-Hijo mío, dime qué pensamientos dolorosos roen tu cabeza, qué penas impiden que en tus labios se dibuje una sonrisa.
-Madre, me gustaría contestarle con otra pregunta: ¿dónde está mi padre?
-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la reina-. Pero... hace mucho tiempo que ha muerto.
-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el príncipe con ansiedad.
-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la tierra y a ella debemos volver un día. Llegará el momento en que la buena Madre Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío, es lo que significa morir.
-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No, eso no es posible. Tiene que haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y personas que no conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad. Madre querida, te ruego me perdones por dejarte, pero si me quedara, estoy seguro que moriría de pesar.
En vano le suplicó la pobre madre que permaneciera a su lado; en vano derramó amargas lágrimas; en vano se consumía en su dolor. Su hijo no cedió a sus súplicas. Un buen día la abrazó y se puso en camino en busca de la vida eterna.
Durante mucho, muchísimo tiempo el príncipe vagó por el mundo y visitó muchos países, y por ninguna parte encontró la tierra de la inmortalidad. Un día llegó a una llanura y sin árboles. Al mirar a lo lejos vio contra el claro cielo azul la figura de un ciervo inmóvil con la cornamenta erguida.
Al acercarse Rostomel, el ciervo le preguntó:
-Joven, ¿qué buscas en esta tierra estéril?
-Busco el país de la inmortalidad.
-¿La inmortalidad? No existe semejante cosa. Pero, mira, ¿ves el cielo inmenso y azul sobre nosotros? Mi destino es permanecer inmóvil en esta llanura, hasta que mis cuernos lleguen al cielo. ¿Quieres quedarte conmigo todo este largo tiempo? Te prometo que durante todos esos años serás inmortal. Únicamente cuando mi misión haya sido cumplida, morirás.
-¡Oh, no! -contestó el príncipe-. Ni siquiera cientos de siglos son la inmortalidad. Y yo quiero ser inmortal. Adiós, amigo.
Continuó su camino y poco después llegó a unas desnudas rocas, cuyas cimas se alzaban tanto que atravesaban las nubes. Y en la cima más alta, sobre un profundísimo barranco, estaba un cuervo negro. El príncipe se afanó día y noche para subir la escarpada montaña hasta que llegó a donde se hallaba el cuervo.
-¿Por qué has venido? -le preguntó el cuervo-. ¿Qué buscas en esta montaña dejada de la mano de Dios?
-La inmortalidad -contestó el joven.
-¿La inmortalidad? No existe tal cosa. Pero, escucha: mira ese profundísimo barranco que se abre ante ti. Mi desventurado sino es permanecer aquí hasta que con mi pico quite todos los granos de arena y todos los granos de tierra de esta montaña y llene con ellos totalmente el barranco. Te invito a quedarte conmigo todo el tiempo que dure mi tarea. Te prometo que serás inmortal todo este tiempo.
-¡Oh, no! -dijo el príncipe-. ¿Qué me importan a mí todos esos siglos? Yo busco la inmortalidad y algún día la encontraré. iAdiós! y de nuevo encaminó sus pasos hacia lo desconocido. Después de andar leguas y leguas llegó hasta el fin del mundo.
Bajo un espléndido arco iris, un inmenso y maravilloso océano se extendía ante él. Olas azules y transparentes rompían con fragor, espuma blanca como la nieve salpicaba la arena de la playa y chocaba suavemente contra sus pies. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distancia, más allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba una luz divina y maravillosa. Parecía estar llamando a Rostomel, acariciaba su alma, hacía latir con fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.
En un instante el extasiado príncipe fue transportado hasta la otra orilla. Se vio en un reluciente y deslumbrante palacio y ante él, radiante en medio del brillo de infinitas piedras preciosas, vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto.
No sabía quién podía ser, pero incluso las estrellas y los rayos del sol palidecían ante su deslumbrante belleza. Su voz llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un lecho de seda.
-Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación y he de permanecer aquí hasta el fin de los tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, renunciando a la vida eterna, la muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Belleza de la Vida.
Rostomel se quedó muy a gusto. Pasaron mil años y él, sin cansarse nunca de la belleza de ella, no apartaba los ojos de su maravilloso rostro.
Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el corazón, y un día le dijo a la hermosa diosa:
-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado desde que vi por última vez a mi amada madre y las colinas y verdes valles de Georgia?
-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza- de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Ve, pues; doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los muchos años que has perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a entender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su olor.
Y tras despedirse de la divina Belleza de la Vida, Rostomel volvió a dirigir sus pasos por el camino por el que había llegado. En su viaje de regreso vio la montaña sobre cuya cumbre todavía estaba el cuervo. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Subió a la cima para verlo de cerca y al tocarlo su cuerpo se deshizo en polvo. Miró hacia abajo y no vio ni rastro del profundo barranco: estaba lleno de arena y de la tierra de la montaña. Aquel viejo cuervo negro había cumplido su misión en la tierra y, en consecuencia, había ganado la paz eterna.
Rostomel siguió andando y llegó hasta la tranquila llanura donde estaba el ciervo. Todo lo que quedaba era un blanco esqueleto y una calavera quemada por el sol de la que salían dos cuernos que, a través de las nubes, llegaban hasta la bóveda celeste. Igual que el cuervo, también el ciervo había cumplido su misión y merecido el descanso eterno.
Por fin, Rostomelllegó a su Georgia natal. Pero, ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una sola persona, ni una sola casa. Donde una vez hubo desiertos, se alzaban ahora pueblos y ciudades bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo raro hablaban una extraña lengua y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender lo que decían. Allí estaban las montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde había crecido, donde había abandonado a su amada madre.
Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde el castillo en que vivía la reina Magdana y desde el que gobernaba a su valeroso pueblo? Ahora todo estaba yermo, todo silencioso como una tumba y únicamente los bloques de piedra cubiertos de musgo eran testigos del, en otro tiempo, inmenso palacio.
Lentamente se acercó todavía un poco más y vio con el corazón anhelante la antigua atalaya todavía erguida en la colina donde había cantarinas fuentes, donde resonaban dulces melodías y donde los pies de las muchachas en otro tiempo corrían por el césped.
Corrió hacia la atalaya y se encontró con un anciano curvado por el peso de los años. El anciano estaba sentado sobre la lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios temblorosos.
-Dime, padre santo -dijo Rostomel atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel hombre-. ¿No es este el lugar donde en otro tiempo vivía Magdana, la gloriosa y gran reina que gobernaba a su pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo, el heredero del trono. Si mi madre ya no vive, entonces yo soy ahora el rey soberano.
-¿Magdana? ¿Magdana? -repitió el anciano-. Apenas puedo entender tus palabras, joven; no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las estudié y por eso entiendo algo de lo que dices. ¿Magdana, dices? Sí, existe una leyenda, no sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran reina hace miles de años. Si no recuerdo mal, se llamaba Magdana. Tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que dice la leyenda- que se fue del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana murió con el corazón destrozado y. al cabo de muy poco tiempo, su reino se extinguió con ella.
El príncipe Rostomel guardó silencio mucho rato, mientras resbalaban por sus mejillas abundantes lágrimas de dolor. Por fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:
-¡Oh eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?
Inmediatamente, sacó la flor roja, la acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante envejeció; se convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban fuerzas ni para llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca. Con un sordo murmullo llamó al viejo sacerdote:
-Pronto, padre, toma la flor blanca de mi bolsillo y acércala a mi nariz, para que pueda aspirar su fragancia y conocer por fin las misteriosas delicias de la muerte.
Rostomel murió. Lo enterraron y volvió a la tierra de donde había venido, y nadie molestó su sueño. Pero sobre su tumba crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.

TINIEBLAS (Esteban Padrós de Palacios)

Vengo de muy lejos. ¿De dónde? Todo son tinieblas. Oscuridad aterradora. Si pudiera abrir los ojos. Razono que quiero ver. Tengo la voluntad de ver. Pero no puedo. Los párpados. ¡Oh, los párpados! Cómo pesan. No, no se mueven. ¿Estaré ciego? ¿Y dónde estoy? Puedo pensar. Estoy pensando. Y tengo frío y miedo. La muerte. ¿Es la muerte? Si no estoy muerto, ¿por qué no puedo ver nada? ¿Por qué no puedo moverme? Me invade el pánico. ¿Estaré paralítico? ¡Abríos de una vez, Dios mío, abríos! Y ahora ¿qué sucede?
-Lucas, Lucas...
Es una voz muy suave. Una voz solícita que viene de muy lejos. ¿Lucas soy yo? Sí, debo de ser yo.
-Lucas...
De nuevo la voz persuasiva, la voz serena. Esto quiere decir que oigo. Mis oídos captan sonidos. Hay algo exterior a mí. Mi mente se desvela. Los dedos. Puedo mover los dedos. No, no estoy paralítico. Estoy tocando una tela, una tela de textura conocida. Sí, una sábana. ¿Y por qué una sábana? Si pudiera ver... Una sábana, una cama. ¿Qué hago en una cama sin ver nada? ¿Estaré realmente ciego? ¡Oh, no, eso no!
-Se mueve...
La voz se dirige a otras personas. Parece contenta. Luego hay gente a mi alrededor. Un esfuerzo. Un esfuerzo para despegar los párpados. Ver la luz. Sobre todo ver la luz. No siento dolor. No hay duda de que estoy en una cama. Seguramente una cama de hospital. Pero, ¿por qué digo de hospital? No recuerdo nada. Sí, sí recuerdo. Vagamente. La imagen de un coche. Un gran chirrido. Un choque. Eso es. Estoy volviendo a la vida. Salgo de la anestesia. ¡Oh, Dios, los párpados parece que se mueven! Vislumbro formas borrosas, imprecisas.
-Por fin...
Unos dedos suaves se posan sobre mis ojos. Me cierran los párpados. Y es en este momento cuando al fin veo. Veo con claridad a mis abuelos, a mi padre, a Carlos, mi gran amigo, que murió tan joven...
-Lucas, hijo. Al fin has llegado. Ha sido un camino muy duro.
Y ahora sí, ahora los contemplo a todos bajo una nueva, infinita luz.

A DESINFECTAR (Saiz de Marco)

A desinfectar, mandan los vigilantes, pero los reclusos saben dónde van a llevarles: al sitio donde otros ya fueron conducidos y nunca regresaron. Es ya un clamor que hay duchas de las que no cae agua, sino un gas venenoso que acaba con la gente. A desinfectar, gritan los vigilantes, y el corazón da un vuelco: el final ha llegado, despídete de todo. Un vuelco de pavor pero también un pálpito: un halo de esperanza, de esto toca a su fin. El hambre, la fatiga, las celdas hacinadas, el miedo que no cesa, los golpes, los castigos…, todo eso ya se acaba.

viernes, 21 de junio de 2013

VISIÓN DE REOJO (Luisa Valenzuela)

La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba ya a punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su izquierda hace. Traté de correrme al interior del coche -porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear- pero cada vez subían más pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía nerviosa. Él también. Pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. Y muy desprendido.

BEATRIZ, UNA PALABRA ENORME (Mario Benedetti)

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasa, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en este caso hay que hacer una cartita, mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra: justificando.
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papá se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho qué sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que mi papá está en Libertad, o sea preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.
Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por los menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.
Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga, yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarla Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería tan bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.
O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que es casi un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme?

SIN PALABRAS (Saiz de Marco)

A veces dejan cerrada la puerta de la terraza, donde me ponen la comida, y entonces quiero decirles “Abridme, necesito salir”. Otras veces tengo ganas de orinar, no puedo aguantar más e intento pedirles “Sacadme a la calle”. También a veces se les olvida ponerme agua y entonces querría decirles “Llenad mi bebedero”.

Trato de hacerme entender moviendo el cuerpo, aullando o ladrando. Pero frecuentemente no se enteran. Me preguntan “Qué quieres” y yo vuelvo a ladrar y a mover la cabeza o las patas. Pero siguen sin entenderme. Es muy frustrante.

Echo en falta lo que ellos tienen. Con la boca articulan sonidos. Se parece a ladrar pero es distinto. Cada sonido significa una cosa. Tienen un sonido (“Canelo”) para llamarme a mí, otro sonido para decir agua, otro para la comida… Así pueden nombrar lo que quieren. Yo alguna vez he intentado ladrar “agua”, aullar “terraza”, resoplar “paseo”…, pero por más que lo intento sólo me sale “uau-uau”. Me gustaría tanto hacer lo que ellos hacen, mover la boca como ellos la mueven…

NOCHE TRAS NOCHE (Glup 2.0)

Como noche tras noche soñando con su cara tan bella, su voz en mi oído, sus caricias, su dulzura, su mirada, su cuerpo que me turba, sus palabras, su sabiduría, sus errores, su constancia, su lucha, su sentido de la vida, sus recuerdos, su presente, sus proyectos, su trabajo, su distancia, sus lágrimas, su deseo, su pasión, sus labios, su mano en la mía, sus cartas, sus abrazos, sus emociones, sus sentimientos, sus renuncias, su historia, sus silencios que son uno sólo –el silencio-, su determinación, su genio, sus conocimientos, sus posturas, aquella mirada sorprendida al cruzarse con la mía, su paciencia, su resignación, su aceptación, su pecho donde dejé todos mis secretos, su fumar compulsivo, su tos, su cuello, la curva de sus caderas, verla sentada mirando al mar, verla de pie esperándome, verla tumbada, su sudor juntándose a mi sudor, su curiosidad, cómo me pegaba riendo, su paciencia, su calma, su cabeza saliendo entre las sábanas, su manera de caminar sobre las piedras de la playa, sus celos, su seriedad, sus suspiros, sus gemidos, sus miedos, su valentía, sus pómulos de india, su pubis, su nariz, su frente, cuando volvió de Argentina, de Turquía, de Londres –cada vez-, cuando no volvió, cuando se iba, Barcelona, Madrid, Valencia, cuando no estaba preparada, cuando lo estaba, cuando le tocaba y sentía en ella rumores de fuentes, cuando me abrió la puerta de mi mundo oculto, cuando me curó la ceguera, cuando me salvó, cuando me condenó, cuando fui otro, cuando toqué el cielo con los dedos, su pelo largo, su pelo corto, muy corto, blanco, caoba, negro, ella pintándose delante de un espejo, duchándose, orinando, dándose cremas, ella sentada en el suelo esperando que abriesen una corsetería, apoyada en la biblioteca, corriendo desnuda por la playa, en cada momento del tiempo que vivimos juntos, mi amor flotando en lo imposible, en lo inalcanzable, en el limbo de los sueños no conseguidos.

RELATO DE LOS TRES PEQUEÑUELOS (Marcel Schwob)


Nosotros tres, Nicolás, que no sabe hablar, Alain y Denis, nos echamos a los caminos para ir hacia Jerusalén. Hace mucho que caminamos. Fueron unas voces blancas las que nos llamaron en la noche. Llamaban a todos los niños pequeños. Eran como las voces de los pájaros muertos en invierno. Y al principio vimos muchos pobres pájaros tendidos en la tierra helada, muchos pajarillos de pecho rojo. Luego hemos visto las primeras flores y las primeras hojas y con ellas hemos trenzado cruces. Hemos cantado ante las aldeas, como solíamos hacer en el año nuevo. Y todos los niños venían corriendo hacia nosotros. Y hemos avanzado como una tropa. Había hombres que nos maldecían, porque no conocían al Señor. Había mujeres que nos cogían por los brazos y nos interrogaban, y cubrían nuestras caras de besos. Y también ha habido almas buenas, que nos han traído escudillas de madera, con leche tibia y fruta. Y todo el mundo se compadecía de nosotros. Porque no saben adónde vamos y no han oído las voces.
En la tierra hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y caminos llenos de zarzas. Y al final de la tierra está el mar que pronto cruzaremos. Y al fin del mar está Jerusalén. No tenemos ni ayos ni guías. Pero todos los caminos nos sirven. Aunque no sepa hablar, Nicolás anda con nosotros, Alain y Denis, y todas las tierras son parejas e igualmente peligrosas para los niños. Por todas partes hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y espinos. Pero por todas partes las voces estarán con nosotros. Hay aquí un niño que se llama Eustacio, y que nació con los ojos cerrados. Mantiene los brazos tendidos y sonríe. No vemos nosotros más que él. Es una niñita la que lo guía y lleva su cruz. Se llama Allys. Nunca habla y no llora jamás: tiene los ojos clavados en los pies de Eustacio, para sostenerlo cuando tropieza. Los queremos a los dos. Eustacio no podrá ver las santas lámparas del Sepulcro. Pero Allys le cogerá las manos, para que toque las losas de la tumba.
¡Qué bellas son las cosas de la tierra! No nos acordamos de nada, porque nunca hemos aprendido nada. Sin embargo, hemos visto viejos árboles y rocas rojas. Algunas veces pasamos en medio de largas tinieblas. Algunas veces caminamos hasta la noche por prados claros. Hemos gritado el nombre de Jesús en las orejas de Nicolás, y él lo conoce. Pero no sabe decirlo. Se alegra con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden abrirse a la alegría, y nos acaricia los hombros. Y de este modo no son desgraciados; porque Allys vela por Eustacio y nosotros, Alain y Denis, velamos por Nicolás.
Nos decían que en los bosques encontraríamos ogros y fantasmas. Son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a mirarnos, y las viejas encienden luces para nosotros en las cabañas. Por nosotros hacen sonar las campanas de las iglesias. Los campesinos se alzan de los surcos para espiarnos. También los animales nos miran y no huyen. Y desde que caminamos, el sol se ha vuelto más cálido y no cogemos ya las mismas flores. Pero todos los tallos pueden trenzarse de la misma forma, y nuestras cruces están siempre frescas. Por eso tenemos gran esperanza y pronto veremos el mar azul. Y al final del mar azul está Jerusalén. Y el Señor dejará llegar hasta su tumba a todos los pequeñuelos. Y las voces blancas serán alegres en la noche.

SONRISAS Y LÁGRIMAS (Saiz de Marco)



Desde que se inventó el felicímetro, todo el mundo anda desconcertado.

Sorprendentemente, en los países muy desarrollados los registros del felicímetro son decepcionantes, a veces inferiores a los de las zonas deprimidas del mundo.

La escala social casi se invierte al compararla con el gráfico de felicidad de sus integrantes.

Los ricos, a la vista de sus bajas mediciones en el felicímetro, se plantean dejar de serlo. (Ahora se ha comprobado científicamente que la opulencia es tristógena: generadora de infelicidad.)

Mucha gente anónima obtiene mejores cotas en el felicímetro que los personajes famosos y admirados.

Algunos que se creían maltratados por la vida, de pronto, al conocer su tasa de felicidad, se saben afortunados.

Hay quienes se descubren raramente dichosos: felices sin saber el porqué de su alegría.

El coeficiente intelectual es, a menudo, inversamente proporcional al grado de felicidad medido por el felicímetro.

No pocos minusválidos, físicos o psíquicos, son envidiados por sus elevados índices de felicidad.

Bastantes enfermos dan mayor resultado en el felicímetro que la gente sana.

En algunas personas ha surgido una especie de obsesión por conseguir altos registros en el felicímetro. Pero a menudo pasa que, cuanto más se empeñan en ello, peores resultados obtienen. ¿Por qué será?

Todo esto sucede desde que se inventó el felicímetro: el dispositivo que mide, con precisión matemática, la felicidad de cada uno.

miércoles, 19 de junio de 2013

EL RELATO DEL NÁUFRAGO (Anónimo egipcio)

Voy a contarte algo que me ocurrió cuando iba a las minas del Soberano y había bajado a la Muy Verde a bordo de un navío de ciento veinte codos de largo y cuarenta de ancho. Ciento veinte marinos formaban su tripulación, lo más selecto de Egipto: ya vigilasen el cielo o bien la tierra, su corazón era más intrépido que el de los leones. Podían anunciar, antes de que estallara una tormenta o una tempestad.
Una tormenta se desencadenó cuando estábamos en la Muy Verde y antes de que llegásemos a tierra. Seguimos navegando, pero arreció la tormenta, provocando una ola de ocho codos. Luego, zozobró el navío y no sobrevivió ninguno de sus tripulantes. En cuanto a mí, fui arrojado en una isla por una ola de la Muy Verde. Pasé tres días solo, con mi corazón como única compañía; inerte pero protegido por un árbol, abracé la oscuridad. Luego estiré las piernas en busca de algo que llevarme a la boca. Encontré higos y uvas, hortalizas magníficas de todo tipo, frutos de sicomoro y pepinos como si fueran cultivados. Había también peces y aves. En realidad, se encontraba de todo. Entonces, después de saciar mi hambre, arrojé al suelo parte de esos víveres, pues eran demasiado abundantes para llevármelos. Luego, con unos maderos encendí fuego y celebré un holocausto a los dioses
Entonces oí un ruido de trueno: pensé que era una ola de la Muy Verde. Los árboles crujieron y tembló la tierra. Cuando me descubrí el rostro, vi que venía una serpiente: medía treinta codos y su barba era superior a dos codos; sus miembros estaban recamados de oro, sus cejas eran de verdadero lapislázuli; avanzaba con prudencia.
Abrió la boca hacia donde yo estaba, de bruces ante ella, diciéndome:
-¿Quién te ha traído hasta aquí, quién te ha traído, pequeño? ¿Quién te ha traído? Si tardas en decírmelo, pronto te darás cuenta, pues te reduciré a cenizas, de que te has convertido en algo invisible.
Y respondí:
-Me hablas y no entiendo lo que me dices. Estoy frente a ti y he perdido el sentimiento.
Entonces me cogió en su boca, me llevó a su guarida, donde me liberó sin rozarme, sano y salvo, y sin quitarme nada. Abrió la boca hacia donde yo estaba, de bruces ante ella, y me dijo:
-¿Quién te ha traído hasta aquí, quién te ha traído, pequeño? ¿Quién te ha traído a esta isla de la Muy Verde, cuyas riberas baña el mar?
Después de relatarle el naufragio, me dijo:
-No temas, no temas, pequeño: no pongas esa expresión atormentada ahora que has llegado junto a mí. Sin duda Dios ha permitido que continúes viviendo, pues te ha traído a esta isla del Ka donde nada falta y donde abundan todo tipo de cosas buenas. Pasarás aquí un mes tras otro hasta cumplir cuatro meses en la isla. Después un barco llegará de tu país, tripulado por marinos que conoces; con ellos regresarás y morirás en tu ciudad. ¡Feliz aquél que puede contar lo que ha vivido una vez superados los trances dolorosos!
"Te contaré algo parecido que sucedió en esta isla, donde yo estaba con mis congéneres, entre los que había pequeñuelos: éramos en total setenta y cinco serpientes, mis hijos y mis demás congéneres. Y no mencionaré una hija de corta edad que me había procurado gracias a mis ruegos. Cayó una estrella incandescente y todos se abrasaron. Cuando esto sucedió yo no estaba con ellos; se quemaron sin que estuviese a su lado. Estuve a punto de morir cuando los encontré convertidos en un triste montón de cadáveres".
"Si eres fuerte, domina tu corazón: estrecharás en tus brazos a tus hijos y a tu mujer, verás tu casa, y eso vale más que todo. Regresarás al país donde vivías con tus hermanos."
Entonces, tendido boca abajo, tocaba yo el suelo con la frente ante ella, diciéndole:
-Relataré al Soberano tu poderío y le informaré de tu grandeza. Y haré perfumes, así como incienso de los templos, con el que se agasaja a los dioses. Narraré lo sucedido en esta isla, recordando lo que he visto gracias a tu poder. Te darán las gracias en la ciudad, ante los notables de todo el país. Por tí sacrificaré toros en holocausto y retorceré el cuello de las aves. Haré que traigan navíos cargados de todos los productos preciosos de Egipto, como es obligado hacer con una diosa que ama a los hombres, en un país lejano que los hombres desconocen.
Entonces se rió de mí, o más bien de lo que yo había dicho y que consideraba una insensatez, diciéndome:
-No posees mucho olíbano, pero, en cambio, naciste dueño de resina de trementina de Quío. Pero a mí, que soy la princesa del país del Punt, el olíbano me pertenece; en cuanto a ese perfume que pensabas traer, es el principal producto de esta isla. Además, cuando la abandones, nunca volverás a verla porque se convertirá en agua.
Ahora bien, el navío llegó como ella había predicho: fui y me encaramé a un árbol alto y reconocí a las gentes que venían a bordo. Corrí a anunciar esta noticia a la Serpiente, pero advertí que ya lo sabía. Me dijo:
-Regresa con buena salud, con buena salud, pequeño, a tu hogar, ¡que veas a tus hijos! Habla bien de mí en tu ciudad, es lo único que te pido.
Entonces me prosterné con los brazos extendidos ante ella y me dio un cargamento de olíbano, perfumes, colirio negro, colas de jirafas, un montón de resina de trementina de Quío, colmillos de marfil, perros de caza, cercopitecos, mandriles, y todo tipo de productos preciosos de calidad.
Cargué todo en el navío.
Después, cuando me prosterné para darle las gracias me dijo:
-Llegarás a tu país dentro de dos meses, abrazarás a tus hijos, volverás joven al país y allí te enterrarán.
Acto seguido, bajé a la playa ceca del barco y llamé a voces a sus tripulantes. Dí las gracias, en la ribera, a la dueña de esa isla y también a los que estaban a bordo.
Navegamos hacia el norte, hacia la corte del Soberano y llegamos al país en dos meses, exactamente como ella había dicho. Me presenté ante el Soberano y le entregué los regalos que había traído de la isla. Me dio las gracias en presencia de los notables de todo el país. Luego me otorgó el rango de Compañero y me obsequió siervos que le pertenecían.

EPÍSTOLA DE SAN ANTÓNIO LOBO ANTUNES A LOS LECTORES (Lobo Antunes)

La expresión lucha contra el tiempo, ese lugar común horrible, define, con toda su vulgaridad, lo que ha llegado a ser mi vida. Escribo esto y me acuerdo de la pregunta que le hizo a Júlio Pomar su criada, al ver cómo se afanaba en su taller:

-¿Por qué trabaja tanto, señor Pomar, si ya tiene a sus hijos criados?

A mí me preguntan, con igual incomprensión, por qué no salgo, no me divierto, no vivo. La frase es exactamente ésta:

-¿No te gusta vivir?

y sigue dejándome pasmado. Después me doy cuenta de que no hay nada más aburrido para los demás que un hombre que no se aburre. Las personas que se aburren necesitan, como ellas mismas dicen, distraerse, vivir: cines, viajes, cenas, salidas de fin de semana. Y se ríen, son lo que se llama buenas compañías, conversan. Yo detesto distraerme, tener que ser simpático, escuchar cosas que no me interesan. No suelo ir a presentaciones, ni a fiestas, ni a bares. Casi no doy entrevistas. No hablo. No aparezco. No me ven. No promuevo mis libros. No tengo tiempo. Para mí está muy claro que tengo los días contados y que los días son demasiado pocos para lo que tengo que escribir. Los demás sentencian

-En el fondo haces lo que te gusta

y tampoco es verdad. Escribir es una ocupación que asocio muy raras veces con el placer. No se trata de eso. Es difícil explicarlo y siempre me han agobiado las explicaciones. Y eso me ha acercado a personas con el mismo designio, aunque no hay designio alguno. Eduardo Lourenço, que entiende de estas cosas, iluminaba el problema con unos versos de Pessoa, que a él le gustan y a mí no: "Emisario de un rey desconocido / cumplo informes instrucciones del Más Allá". Esto en Évora, juntos los dos: con él sí que me divierto. Porque hablamos la misma lengua, una lengua diferente. Tal como me ocurre con José Cardoso Pires, Marianne Eyre, Christian Bourgeois, Júlio, el que mencioné arriba, y algunos más. Los Emisarios. Esos que, por no aburrirse, son considerados aburridísimos por los aburridos. Qué curioso que sean esos tan aburridos los que inundan los estantes, a los que vamos a escuchar a los conciertos, a quienes se visita en los museos. Hace meses invité a una de mis hijas a conocer a un escritor extranjero que le gusta mucho. Y su respuesta me alegró, por sentir que era francamente saludable:

-¿Para qué? Después de confesarle que me gustan sus libros ya no tengo nada más que decirle

y pensé enseguida

-Has ganado el cielo.

No obstante, es curioso, sólo con estos aburridísimos me siento bien. Nunca nos quedamos juntos mucho tiempo porque estamos llenos de imperiosas voces interiores que inapelablemente nos convocan, de informes instrucciones que nos llaman sin cesar. Hace pocas semanas me invitaron para clausurar

(qué espanto de palabra)

un congreso de médicos. Claro que no preparé nada. No tenía tiempo. Así que me puse a enhebrar rezongos al azar. Me acuerdo de lo que dije al principio:

-Me pedisteis que viniese porque dabais por supuesto que un escritor dice cosas interesantes. Esperar que un escritor diga cosas interesantes es lo mismo que esperar de un acróbata que dé saltos mortales en la calle.

En rigor, sólo los artistas mediocres dicen cosas interesantes y tengo una desconfianza instintiva frente a los verbosos, los de habla fluida, los graciosos, los que disertan, sin pudor, acerca de su trabajo. Nunca le cuento a nadie lo que estoy haciendo. Mi hija una vez más

-Papá nunca habla de lo que escribe

y no sé si ella comprende que no es posible hacerlo. Hablar de qué, si trabajo en la oscuridad y no veo. Y, si me fuese posible hablar de un libro, no sería necesario escribirlo. Trabajo en la oscuridad, tanteando, llegan sombras y se van, llegan frases y se van, llegan arquitecturas fragmentarias que confluyen, se unen. Hace unos días, en la primera versión de un capítulo, comencé a llorar mientras escribía. Leí que Dickens

(otro aburridísimo)

reía y lloraba durante la composición de sus libros. No pude creerlo. Ahora lo creo: nunca me había ocurrido antes y dudo que me vuelva a ocurrir. Pero fue un momento único, de felicidad total, la sensación de haber alcanzado y de estar viviendo en el centro del mundo, en el que todo me resultaba claro, de una belleza indescriptible, de una armonía absoluta. Son momentos así los que persigo desde que hacia los doce o los trece años

(para qué estoy haciéndome el tonto, sé perfectamente la fecha exacta)

me vino la certeza fulminante de mi destino: fue el día 22 de diciembre de 1955; a las cinco de la tarde iba yo, pequeño aún, en un autobús a casa, y de repente

-Soy escritor

y palabra de honor que esta evidencia me dio miedo: yo no sabía qué era un escritor. Después me di cuenta de que en la palabra escritor cabían, sin serlo, casi todas las personas que hacen libros y lo comprendí mejor. Pero me hace falta tiempo, más tiempo. Dios mío, dame tiempo. Dame dos, tres, cuatro novelas más, dame esta gracia de Tu bondad

(Daniel Sampaio:

-El otro día me dijeron "usted que es ateo" y me puse furioso)

dame el poder de ser como Tú cuando trabajo mucho, la capacidad de ver nacer un mundo de esta nada, de ver levantarse, entero, el milagro de mi condición. Y, sobre todo, de seguir siendo como el pintor Bonnard

(creo que ya he contado esta historia)

que visitaba los museos con una pequeña cartera y, cuando pillaba al guardián distraído, sacaba un pincel de la cartera y retocaba sus cuadros. Esta prosa me ha salido descosida, la pobre: es que estoy en un brete con una novela que se escurre por todos lados, y soy el perro de aquel rebaño de palabras que siempre huyen del papel mientras yo intento atraerlas otra vez. No se les puede ladrar a las palabras: hay que correr a su alrededor. Llevo ocho versiones de los primeros capítulos de este libro y son ellas las que me advierten

-No es eso, algo falta todavía, vuelve a empezar. Corro el riesgo, en todo lo que he afirmado aquí, de dar la impresión de que mi vida es un tormento y una carga, cuando se trata, precisamente, de todo lo contrario: me siento como frente a una mujer desnuda, con el fervor que precede al primer beso y unas ganas locas de arrodillarme de ternura, padeciendo, como una alarma feliz, la vehemencia del cuerpo.

TARJETAS (Saiz de Marco)


En España durante la Navidad de 1935 la gente se felicitó, se envió tarjetas,


Feliz año nuevo, Ramiro,


Paz y amor para ti y los tuyos,


Te deseo un próspero 1936,


Federico, ojalá que en el nuevo año se realicen todos tus proyectos,


Que tengas un 36 inmejorable,


Feliz 1936 desde Brunete,


Con mis deseos de paz desde Guernica...

Es normal en esas fechas felicitarse el año. Y ninguno sabía aún, nadie era entonces consciente de que el tren de la tragedia ya había salido; de que el expreso de la guerra -cargado de cadáveres que son ellos mismos- había dejado la estación del futuro e implacable y veloz se dirigía hacia ellos.

CUENTO DE NAVIDAD (José María Merino)

En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitirían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
-Mi capitán –transmitió el cabo-. Aquí sólo hay varios civiles refugiaos, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
-Registradlo todo con cuidado.
-Mi capitán –transmitió otra vez el cabo-, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
-A ese me lo traéis bien sujeto.
-Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha puesto de parto.
-Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
-Abrid fuego –ordenó al fin-. No quiero sorpresas

PESADILLA EN AMARILLO (Fredric Brown)

Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había "tomado prestados" cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había "tomado prestado" un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!

TARDE Y CREPÚSCULO (Julián Ayesta)

Frente a la chimenea apagada los mayores tomaban café negro y licores dorados. La chimenea olía aún a los leños del invierno, pero era ya verano y el comedor estaba en penumbra porque hacía calor. Las contraventanas estaban entornadas y entraban rayos de sol atravesados por puntos brillantes que subían y bajaban. La conversación sonaba lejana y suave, en tono muy bajo, como unos frailes que estuvieran rezando en el coro y uno los escuchara desde la nave de una catedral vacía. Entraba un rayo de sol nuevo, más brillante, y relucía el collar de cuentas violetas de tía Honorina y los lentes del señor invitado. Hacía calor, un calor como música, que olía a cirio amarillo. Entraron las criadas a quitar la mesa. Los cubiertos, entre el humo de los cigarros de los hombres, tintineaban como esquilas de un rebaño de cabras pastando vagorosas entre la bruma de la siesta. Era la Siesta, toda mullida y tibia, toda desperezándose, adormilada a la sombra de los árboles en un bosque azul, en un país muy hondo, antes de Jesucristo. El comedor estaba en penumbra y desde la oscuridad se oían las chicharras y los grillos que cantaban al sol y el ronrón del sol sobre los prados verdeamarillentos y el fragor fresquísimo de los robles cuando entraba una ráfaga de brisa azul y salada que venía del mar.
Entonces, no pude resistir y escapé a mi habitación; me desnudé, me puse el pantalón de baño y salí corriendo por la puerta de la cocina. Corría cuesta abajo con el viento en la boca y Helena me estaba esperando a la puerta del jardín con su traje de baño de flores rojas y doradas y su sombrero ancho de paja amarillenta, muy alegre, llena de amor y vida, con su pelo rubio lleno de sol y el dedo gordo de un pie saliéndole por un agujero de la alpargata, que se movía como un ratoncito que me provocara y que apetecía morder y estar mordiéndolo toda la vida.
-¡Hola!
-¡Hola!
y marchamos juntos, llenos de amor, hacia los grandes países de la Tarde. El sol-¡el Sol!-roncaba sobre los manzanos y los prados estaban llenos de manchas de luz. Y había también bosques de eucaliptus negros y azulados. Y nos entraba un extraño miedo a aquellos árboles que eran los árboles de los hombres locos, que se paseaban en camisa blanca con la cara muy pálida y un cuchillo en la mano lleno de sangre. Y que eran los árboles de las mujeres tuberculosas que escupían sangre con el pecho hundido y los ojos llenos' de un brillo de odio y que cuando el cielo estaba rojo, al atardecer, aullaban como lobos tristes y hambrientos y se escapaban con la boca llena de espuma y un alfiler negro y brillante muy grande en la mano para pinchar a la gente con su veneno mortal. Y debajo de aquellos árboles había siempre un pobre mascando sin dientes un pedazo de pan.
La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, y muy alto, altísimo, volaba planeando un milano.
Helena y yo íbamos silenciosos. De cuando en cuando Helena se paraba, cogía unas cuantas zarzamoras y me ofrecía la mitad. Unas, las del sol, estaban calientes y mates; otras, las de la sombra, estaban frías y brillantes. Otras veces las cogía yo y le ofrecía a Helena y comíamos juntos, mirándonos a los ojos, con la cara llena de manchas de jugo morado. Y seguíamos andando muy juntos, sin hablar nada, pero temblando. Algunas veces mi amor -que era Helena, tan hermosa, con la piel tan morena y el pelo rubio y los ojos azules y tan libre y valiente- se paraba otra vez a coger zarzamoras y se pinchaba con una espina. Entonces me ofrecía su dedo ensangrentado y yo le chupaba la sangre, que era tan roja, tan salada, tan hermosa centelleando al sol. Después me besaba y me lavaba con sus labios la sangre que había quedado en los míos. Y después de hacerlo nos entraba como un miedo raro. Porque aquello era un rito secreto, secretísimo, como una especie de pecado; nadie sabía por qué. Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: «Tengo miedo.» Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo) tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.
La playa a la que solíamos ir por las tardes era pequeña y de bajada difícil. Estaba rodeada de acantilados muy altos cubiertos en algunos sitios de helechos y hiedra. Arriba, entre el cielo, se bamboleaban al viento las copas de los pinos. En cuanto pisamos la arena nos quitamos las alpargatas y salimos corriendo como balas a lanzamos a plongeón sobre una ola de espuma que venía a nuestro encuentro. Luego volvíamos a salir a colocar las alpargatas encima de una peña para que no se enterrasen en la arena, y otra carrera a tiramos contra una ola fría, blanca y burbujeante que era una hermosura y una delicia y una furia de felicidad que le volvía a uno loco de alegría. Y a veces yo entraba dando un salto mortal, porque sabía que a Helena le gustaba, aunque me suplicaba que no lo hiciera, porque no sé quién -un francés me parece-se había roto una vez el espinazo. y Helena volvía a salir gritando de alegría, toda embadurnada de arena y de algas rojizas y amarillas y verdes, toda oliendo a sal, con el pelo negruzco y lacio, pero más hermosa todavía que antes, con el cuerpo brillante. Y saltaba como una pantera sobre mí y me hacía tragar agua y salía corriendo hasta que yo la alcanzaba y me montaba encima de ella y le apretaba la cabeza contra la arena hasta rebozarle bien la cara y el pelo de arena y me pedía clemencia casi llorando, y yo -magnánimo Senatus Populusque Romanus- le concedía la libertad.
Entonces volvíamos al agua y nadábamos los dos juntos, más bien despacio, para hacer el famosísimo periplo de Hannon, que era ir primero hasta el Camello, que era una peña en forma de camello, toda rodeada de barbas de espuma, y tumbamos allí panza arriba a tomar el sol, y después bucear en un mar pequeñito, muy transparente y con el fondo muy verde, que había entre las dos jorobas del camello cuando era marea alta. Y luego seguir nadando por un canal rojizo entre algas hasta las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, que siempre estaban sombrías y sonaban a Eco, que era un hombre muy triste encerrado no se sabía dónde, que daba mucha pena de él y que a veces lloraba muy bajito, muy bajito. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, se pinchaba uno los pies y había cangrejos escondidos en las cuevas, y una vez encontramos un perro muerto, muy hinchado, con la boca llena de moscas verdes. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein había grutas muy frías con una luz temblorosa entre verde y azul y más adentro estaban las Ruinas Romanas con grandes tesoros y llenas de misterio muy hermoso, con estatuas de diosas paganas blancas y desnudas, que nos sonreían a Helena y a mí, y entonces, por otra gruta mucho más estrecha y más larga, nos llevaban a la Edad Antigua, que era en aquel mismo momento con un cielo más azul y un mar más azul, casi morado, y una brisa muy azul también y pájaros blancos que volaban cantando. Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón. Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y la mar color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a jazmines...
Helena estaba desnuda pastoreando un rebaño de cabras. Estaba sentada junto al mar, en un prado muy verde que llegaba hasta el mar, debajo de un laurel muy grande de hojas muy verdes y brillantes que refulgían rojizas al sol dorado que se hundía en el mar. Yo estaba también desnudo y venía en un barco con velas de oro, porque era un capitán de piratas que en Siracusa de Sicilia mi primera luz había visto, audacísimo en los peligros de la sed, hambre, calor y frío y otras comunes calamidades de la guerra y los viajes, fortísimo soportador hasta lo increíble. Y salté del barco al agua y llegué nadando hasta el prado verde y eché a correr detrás de Helena. Pero Helena corría más y se iba escondiendo entre los árboles hasta que la perdía de vista.
Entonces pasó un hombre que llevaba una guadaña al hombro y que cantaba:
-La pastora que buscas, ¡oh, joven!, hermosa, de Aristóteles el anciano de las venerables palabras hija es -dijo él.
-Antigua y hermosa es la lengua helena -contesté yo, que sólo recordaba aquel ejemplo de la gramática griega.
El hombre de la guadaña corrió y me llevó a su casa, donde me ofreció frugal cena, y tras vestirme con sus andrajos de campesino, bien colocada sobre mi hombro la guadaña, dijo él:
-Ahora preséntate a Aristóteles el de las venerables palabras, de parte de Filemón el pobre, y dile que eres el mancebo que como criado le envío. Yo, mientras tanto, a los dioses inmortales, y en especial a aquella deidad que el dulce y ardiente amor preside, sacrificaré por tu ventura.
Y esto diciendo me señaló el camino de la ciudad.
Del de las venerables palabras la casa descubrí al fin y él viéndome (dijo):
-Alabados mil y mil veces sean los dioses inmortales, pues sin duda tú eres el mancebo que por diligente criado mi amigo me envía Filemón el pobre.
Recibióme con amor el de las venerables palabras y púsome al tanto de mis obligaciones, que bien lejos de saber él estaba cuáles eran mis secretos designios.
Ya los brillantes gemelos (Cástor y Pólux) hundían su brillo tras el oscuro horizonte, cuando la casa sintiendo sosegado y dormido el viejo despojéme de mis pobres andrajos y penetrando en la habitación de mi amada halléla dormida. Transportado de dicha y de contento y a la siempre poderosa deidad del amor mil gracias dando, aparté con cuidado el lienzo que la cubría (a Helena) ya la blanca luz de la luna la hermosura de su cuerpo largamente contemplando estuve.
Beséla después mansamente, porque poco a poco y en amor despertara, y ella entonces, entreabriendo los ojos (dijo):
-Sin duda Afrodita me inspira este hermoso sueño, pues siento a mi lado al joven que amo.
Esto dicho, comenzó con ardor a pagar mis caricias y besos.
No quise yo dejar salir de mi boca ni una sola palabra, pues temía que con aquello se le fuese la ilusión del sueño y que volviendo en sí ásperamente me despechara.
Gocé, pues, en silencio de lo que en silencio debe gozarse, y cuando empezaron a cantar los gallos volvíme al rústico lecho que en establo me aderezaran como criado que era.
Ya estaba Febo ardiente, padre del amor, del gozo y de la vida, en la mitad de su curso cuando me despertaron las descompasadas voces del de las venerables palabras, que gritaba:
-Válganme los dioses inmortales, pues tengo una reina y un rey por criados.
Salté del lecho, presentéme a mi amo y disculpé la pesadez de mi sueño con la fatiga del viaje y otras muchas razones que mi súbito ingenio iba inventando mientras hablaba.
Estaba yo empezando a apartar a mi amo de su primera intención, que era despedirme de su servicio (pues me entristecía el pensamiento de separarme de mi hermosa amiga), cuando con lágrimas en los ojos entró ella, y postrándose a los pies del viejo dijo éstas o parecidas palabras:
-Disculpad, ¡oh buen amo!, mi falta, pues Afrodita me ha enviado tal sueño esta noche, que milagro es que pueda levantarme.
Quedóse el viejo un momento suspenso mirándola, y después, posando los ojos en mí, soltó a reír con gran estrépito.
Quedámonos Helena y yo mirándonos de asombro, y el viejo entonces, tomándonos de la mano, nos acercó a sí y dijo:
-Sabe tú, ¡oh joven!, que la que has conseguido esta noche no es una pobre rústica que yo hubiera tomado por criada (como ella misma cree), sino la hija y heredera del Emperador de Atenas...
Helena estaba muy seria sentada en cuclillas delante de mí mirándome muy fijo.
-¿En qué piensas con esos ojos tan abiertos?
Estaba allí, tan rubia, con la piel tan brillante, tan hermosa, con sus ojos azules que me provocaban mirándome, que no pude resistir más y salté sobre ella como un tigre feroz de Bengala. Pero ella saltó primero al agua y yo detrás de ella y empezamos a nadar y a alcanzamos y darnos aguadillas. Y salimos de la sombra de las peñas, donde el agua era fría y morada, y entramos en el sol, donde el agua era verde y brillante y más tibia y era un gozo calarse y ver salir a Helena removiendo la melena que se le caía sobre la cara y después bucear otra vez y hacer exploraciones por los canales submarinos que estaban llenos de algas.
Salimos a la playa felices y nos tumbamos al sol. El sol iba ya haciéndose naranja y metiéndose detrás de los pinos del acantilado. El cielo estaba verde y lleno de un brillar oscuro que mirándolo fijo era como el Infinito. A veces pasaban bandos de pájaros.
Helena apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a hacer dibujos sobre mi cuerpo con un chorrito de arena que me hacía cosquillas. Y me miraba, me miraba.
Volvimos despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor. El corazón me llenaba todo el pecho, me hinchaba todo el cuerpo de sangre caliente, me llenaba la boca de sal, llenaba el mundo de alegría rabiosa, de ardor, de colores afilados como cuchillos y a la vez blandos como las hojas de una amapola, como la miel, como la leche recién ordeñada. Temblando, con voz ronca, con una voz que no era la mía, que no se sabía de dónde había salido, le dije:
-Helena..., te quiero.
Y Helena, serena, sin dejar de mirarme a los ojos, grave y hermosa, se fue dejando atraer, y cuando tuvimos los labios muy cerca, me dijo:
-Y yo a ti más.
Y yo bebí el aliento de aquellas palabras; las bebí, las respiré, no las oí.
No hablamos más. Íbamos juntos, solos, entre el silencio del crepúsculo. Íbamos solos entre el silencio del mundo. Solos entre el silencio del tiempo. Solos para siempre. Juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar y del mundo, andando andando. Y todo era como un gran arco y nosotros lo íbamos pasando y al otro lado estaba nuestro mundo y nuestro tiempo y nuestro sol y nuestra luz y nuestra noche y estrellas y montes y pájaros y siempre...

QUÉ BIEN HABLO (Saiz de Marco)


Es un municipio rural, por lo que la venida de un técnico del Ministerio de Agricultura despierta interés. El funcionario ha comunicado al alcalde que, al igual que el año anterior, no sólo visitará embalses y obras de riego, sino que también se reunirá con los vecinos y les dará una charla.

El técnico de Agricultura se sienta en el salón del Ayuntamiento y empieza su exposición. Pero, al igual que el año pasado, cuando se refiere a las reservas de agua no las llama así sino “recursos hídricos”. Cuando alude a lo que miden los pantanos no dice medidas sino “parámetros”. Cuando menciona las clases de cultivo no dice clasificación sino “taxonomía”. Cuando habla de una práctica agrícola, en vez de práctica dice “praxis”. Cuando alude a una plaga de los árboles no dice enfermedad sino “patología”. Cuando quiere referirse a cooperación no dice eso sino “sinergia”…

Y ello a pesar de que está hablando a agricultores que conocen su oficio pero no tuvieron ocasión de estudiar. A personas sencillas que se expresan con sencillez. A gente que llama a las cosas por su nombre: por su nombre de verdad, por su nombre de siempre.

Al principio el técnico de Agricultura se alegra del interés con que es escuchado, pero, cuando lleva disertando unos minutos, se da cuenta de que su auditorio no cambia de postura, no cruza las piernas, no tose, no pestañea...

Tanta quietud le extraña. Tanto, que pierde la concentración y termina apresuradamente la charla.

El alcalde lo acompaña a la salida pero el técnico, al ver que los asistentes siguen sentados sin inmutarse, se acerca a uno de ellos y le tiende la mano.

Una mano que nadie estrecha porque el asistente continúa imperturbable.

Ante lo cual el alcalde, sabiéndose descubierto, se ve obligado a sincerarse:

-Pues verá. Como el año pasado no entendieron nada de lo que dijo, esta vez nadie quería venir a su conferencia. Así que, para que no se sintiera usted desairado, hablé con un cuñado mío, que tiene una tienda de confecciones, y le pedí todos los maniquíes (ya sabe, esos muñecos que se ponen en los escaparates). Y los he traído aquí, al salón municipal, para hacer bulto. Supongo que a usted no le importará. Total, aunque hubiera venido público tampoco se habría enterado de nada…

PANKI Y EL GUERRERO (Ciro Alegría)

Allá lejos, en esa laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.
Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerba­tana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a las pankis.
Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido, hasta lograr que aso­mara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire.
Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir ape­nas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa la­guna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.
Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tu­viese ya hambre o por natural costumbre, estiróse hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces, quitóse las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré.
Mientras tanto, le panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y más ésa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado.
No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.
Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.
Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero Yacuma no ha surgido ya más.

QUINTO MANDAMIENTO (Saiz de Marco)


Una chica de unos diecisiete años repartía octavillas en la calle. Me dio una y la leí:

Todos los animales que poseen sistema nervioso tenemos capacidad de sentir y sufrir. A ninguno nos gustaría estar encerrados o privados de movimiento, ni que nos golpearan, ni que nos arrebataran la vida contra nuestra voluntad. Nuestro objetivo pasa por que se establezca el principio de igualdad entre todos los animales, entendido como una idea moral, reconociendo que la vida y la libertad de los demás animales son tan importantes para ellos como las nuestras para nosotros. Es hora de dar otro paso, de avanzar hacia una única moral, superando la idea de que los animales son cosas de nuestra propiedad simplemente por no ser iguales a los humanos y no pertenecer a nuestra especie. El `especismo’ se opone a la esclavitud, explotación y muerte de cualquier animal no humano y excluye el consumo de productos de origen animal.

Y tras leer esto recordé que el legislador del Sinaí, cuando en sus famosas tablas mandó “No matarás”, se refería a los humanos. Sólo a los humanos. Y es más: en otros lugares de la Biblia no le importaban los sacrificios animales (los exigía incluso). Y, en fin, nunca tuvo una palabra para que no se haga sufrir innecesariamente a un animal.

Así que le dije a Yavéh:

-En cuestión de ética, de piedad, de compasión, esta chica va por delante de Ti. Mientras que a Ti te da igual el dolor animal, a ella sí le importa. Creo que tendrías que tomar nota. Creo que deberías aprender de ella.

Eso fue lo que le dije al Señor del Sinaí. No sé si me escuchó, pero yo se lo dije.

LA ÚLTIMA BATALLA (Rosa Chacel)


Los creyentes estaban agolpados en la falda de la colina alrededor del Profeta.
–Combatid a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su existencia a la tentación. Luchad olvidando los bienes de la tierra, porque mayores serán los que alcanzaréis muriendo por la fe. Él es misericordioso.
–¿Cómo sabremos que llegaremos hasta Él después de morir?
–Bien claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la tierra parecen telas de distintos colores, tan fuertemente cosidas que no se ven las puntadas. No obstante, ha bastado que un esclavo llegase de lejos, arrebatado por el terror, a deciros que los infieles vienen armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis! ¡Y no os basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de vuestro principio os espera más allá de la raya de vuestro fin!
–Danos una señal y creeremos.
Entonces el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó que repartiesen los trozos por las colinas.
Las vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la miseria ensangrentada de las plumas, fueron arrojados lejos, en las cumbres. El Profeta los llamó por sus nombres, y tan pronto como sus nombres fueron pronunciados, se los vio venir con vuelo sereno y cierto a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta.
La batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al volver a colgarse el sable a la cintura le quedase en el brazo el recuerdo de cien golpes.
El viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra, innumerables e irreconocibles como la arena de las dunas.
Alrededor del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de la colina.
–¿No lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por alcanzar la infinita ventura que se os ha prometido?
–¿Cómo sabremos que esa ventura nos aguarda?
–¿Preguntasteis al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a ofreceros la vida? No, y sin embargo los obtuvisteis. Si en ese instante alguien os hubiera dicho los males que os aguardaban, no hubierais podido retroceder. Así será en el día de los días. Él premia y castiga.
–Danos una señal y creeremos.
Entonces el Profeta tomó cuatro aves: un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, guardó consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen arrojados por los valles.
Así que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y cuando los cuatro nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres aves: el gallo, el cuervo y el pavo; el águila no volvió.
El Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano.
Los que estaban próximos se inclinaron par ver morir la cabeza del águila, y el Profeta, que siempre había inclinado la palma de la esperanza sobre la cabecera de los moribundos, se inclinó sobre su propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera vez la muerte!
Su irrevocable realidad, su amargura, fue transformando los rasgos de aquella cabeza invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y el pico inerte como máquina desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó descarnado en las comisuras acerbamente.
Las otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el Profeta, señalándolas, recobró el aliento para exhortar a los creyentes a la lucha.
La lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta infieles, y sus fuerzas fueron apenas mermadas.
El sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas ovejas, hasta que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes alrededor del Profeta en la colina. Y nuevamente volvieron a dudar. Y nuevamente fueron corroborados.
Esta vez el Profeta tomó sólo a tres aves y no volvieron más que dos: el pavo no volvió.
La cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una joya que pudiera marchitarse: las esmeraldas de su copete se apagaron.
Pero el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su inocencia intacta, y arengó a los creyentes.
Antes que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos armados, se alzó en el horizonte el polvo que levantaban avanzando los caballos de los infieles.
Y la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes sólo lograron cada uno atravesar el corazón de veinticinco infieles, volviendo quebrantados, pero victoriosos, a reposar en la fe.
Los siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron a agolparse alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante murmullo y el testimonio volvió a ser otorgado. El Profeta sacrificó dos aves, desparramó sus cuerpos y pronunció sus nombres. Pronunció dos nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo murió, transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche, en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la piel de las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos que le asomaban de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento.
El Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la radiante fidelidad de su pecho inmaculado, y quiso hablar, pero el galope de los caballos apagó su voz.
La lucha fue larga y horrorosa.
Los creyentes sólo podían exterminar cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió durante días y noches como una catarata de sangre.
Los creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta las gradas del Templo del Dios único.
El tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse en la colina junto al Profeta.
La duda volvió a pedir, y el Santo quiso otorgar: nadie vio que temblase su mano al dividir el ave.
Los trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta pronunció su nombre con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces, y el gallo no vino.
La corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos dorados, amantes del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el pico entreabierto dejó ver la lengua inerte y la garganta hueca por donde ya no pasaría más que el silencio.
¿Qué exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a los labios del Profeta, pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos y las sentía brotar de diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas dejar paso. Así pues, no alcanzaron a brotar, porque antes de que brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el pecho.
Entonces empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre iguales: cada uno de ellos no podía exterminar más que a uno de los otros.
Ahora luchaban los que ya no creían con los que nunca habían creído. Réprobos contra réprobos, luchando eternamente, traspasándose, mezclándose como corrientes encontradas de dos sustancias que no pudieran fundirse.
De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor se penetraban y envolvían el mundo.
Los que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir sus espadas en los pechos cuya llama no habían conocido. Los que ya no eran creyentes, por la ira de sentirse descubiertos en una desnuda ansiedad, en un indigente vacío, dentro del cual ya, sólo por el dolor, podían recordar la vida.
Réprobos contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y seguían luchando. A su paso engendrando réprobos, sin soltar la espada sangrienta, envolviendo al planeta en el vaho letal de la condenación, en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del mal sensible que prolifera en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la voz del mal penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en los ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra el mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la carroña en el páramo engendran el mal.
Las almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las de los muertos, las de los vivos.
Inermes, estériles, pronunciando sólo la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de su silencio.
Y lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de giros, en superpuestas capas anulares de tiempo y de perdición. Hasta que, al fin, un día –en medio de la irrevocable noche–, dos solos, únicos, frente a frente, hundan sus aceros con simultánea y certera calma en sus corazones, sabiendo, al fin, concluyente su dolor, que durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran!