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viernes, 31 de mayo de 2013

EL LIBRO ESPEJO (Luis Morales)

Primero arrancábamos las páginas, jugábamos a dispersar el conocimiento, hacíamos bolas de papel que lanzábamos alegres y poderosos al suelo igual que pequeños dioses al principio de la creación, o separábamos siempre las cubiertas de nuestros iniciáticos (y acaso más bellos) cuentos, aquellos en los que Alí Babá se resumía en el "ábrete sésamo" y Caperucita Roja era toda ojos y toda dientes de lobo malo.
Más tarde empezamos a fijarnos en las imágenes y descubrimos que el universo podía ser icónico, colorista, cromático, gigantesco. Llamamos a la puerta de los castillos y subimos por el tallo de las habichuelas, nos pusimos las botas y tocamos la luna.
Poco a poco, letra a letra, fuimos conociendo el significado de aquellos regueros extraños que mamá señalaba en los libros mientras nos contaba historias mágicas. Algo hizo clic. Nos transformamos en mariposas, con autonomía para volar. Poco a poco, letra a letra, tomamos el control de nuestros pasos. Nos esperaba un nuevo mundo. Habíamos aprendido a leer.
Recordamos haber utilizado largas tardes de verano buscando tesoros, atravesando selvas, descubriendo el océano o el centro de la tierra. Recordamos haber conocido la alegría y el odio y el amor y el humor y el miedo. De haberlos reconocido en esa pila de páginas reflectantes. Sentados frente al libro que nos leía por dentro.
Cuando llegó el tiempo de las preguntas, encontramos nuestros propios guardianes entre el centeno y nuestros budas y nuestros lobos esteparios. También (por suerte o infortunio) nos impusieron algún clásico. Para muchos no fue del todo llevadero. Las mariposas a veces se desorientan ante el exceso de estímulos externos.
Pero lo más curioso es que algunos de nosotros empezamos a recorrer el camino inverso. Mirábamos el espejo, las páginas escritas, con aire interrogador, y las doblábamos, arañábamos, subrayábamos, buscando algún resquicio que descubriera la urdimbre, el artificio. Y atravesamos al fin el espejo cuando nos atrevimos a tomar un papel, un lápiz, un viejo cuaderno, o abrimos un nuevo documento de Word, y empezamos a escribir, también nosotros, nuevas historias.

EL TIESTO DE ALBAHACA (Giovanni Boccaccio)



Había en Messina tres hermanos jóvenes, todos mercaderes y muy ricos, cuando murió su padre, que era de San Gimignano. Tenían una hermana llamada Isabel, moza muy cortés y bella, a la que, sin razón aparente, no habían casado todavía. Y tenían estos tres hermanos en un establecimiento suyo un joven paisano llamado Lorenzo que dirigía y gobernaba todos sus negocios. Siendo él muy gallardo de su persona y hombre bizarro, Isabel, que muchas veces lo había mirado, empezó a sentirse complacida de él. Lo notó Lorenzo y, abandonando otros enamoramientos, puso su ánimo también en ella y, agradándose los dos, la cosa anduvo de modo que en poco tiempo consiguieron lo que ambos deseaban. Y, continuando con esto, refocilándose y teniendo mucho placer los dos, no acertaron a hacerlo tan secretamente que una noche, yendo Isabel a donde Lorenzo dormía, lo notó el hermano mayor. El cual, como era discreto, aunque se sintió enojado, esperó hasta la mañana siguiente, revolviendo muchos pensamientos dentro de sí. Y al llegar el día contó a sus hermanos lo que había visto de Isabel y Lorenzo y con ellos deliberó que, para que no se siguiese del caso infamia alguna a su hermana ni a ellos mismos, disimularían como si nada supiesen hasta que, sin daño ni perjuicio suyo, pudieran quitarse de encima tal afrenta. Y en esta disposición, platicando y riendo con Lorenzo como de costumbre, sucedió que, so capa de salir de la ciudad los tres, se llevaron consigo a Lorenzo. Y al llegar a un lugar muy solitario y remoto, mataron a Lorenzo, que no recelaba nada, y lo enterraron de modo que nadie lo advirtiese; y al volver a Messina hicieron correr la voz de que lo habían mandado por negocios a otro lugar. Fue esto fácilmente creído, porque muchas veces solían hacerlo.
Al no volver Lorenzo y tras preguntar Isabel por él mucho y solícitamente a sus hermanos, ocurrió que, siéndole ya larga la ausencia, un día en que preguntó con más insistencia, uno de los hermanos le dijo:
-¿Qué quiere decir esto? ¿Qué tienes con Lorenzo que tan a menudo nos preguntas por él? Si vuelves a preguntarnos, te contestaremos como conviene.
Y la triste y dolorida joven, temiendo sin saber qué, callaba y, cuando llegaba la noche, muchas veces rogaba patéticamente a Lorenzo que retornase y, otras, con muchas lágrimas se dolía de su larga ausencia. Y, sin alegrarse con nada, seguía siempre esperando.
Una noche, habiendo llorado mucho a Lorenzo, que no tornaba, y durmiéndose al fin entre sollozos, Lorenzo se le apareció en sueños, pálido y maltrecho, con las ropas desgarradas, y le pareció que le dijo:
-No haces, Isabel, más que llamarme, y de mi larga ausencia te entristeces y con tus lágrimas fieramente me acusas, mas has de saber que no puedo retornar, porque el último día que me viste tus hermanos me mataron.
Y le explicó el lugar en que le habían enterrado y le dijo que no volviese a llamarlo ni esperarlo, y desapareció.
Despertó la joven y, dando crédito a la visión, lloró amargamente. Y, al levantarse por la mañana, nada osó decir a sus hermanos, sino que resolvió ir al lugar indicado y ver si era verdad lo que en sueños se le apareció. Y una vez recibida licencia para ir a entretenerse fuera del lugar, acompañada de una sirvienta que con ella solía andar mucho y sabía todas sus peripecias, fue al lugar indicado tan pronto como pudo y quitando varias hojas secas que allí había, cavó donde le pareció menos dura la tierra. Antes de cavar mucho encontró el cuerpo de su mísero amante, aún no descompuesto ni corrompido, y manifiestamente conoció que su visión había sido verdadera. Y, dolorida como ninguna mujer y sabiendo que el llorar no servía de nada, con gusto se habría llevado todo el cuerpo para darle conveniente sepultura.
Pero, como eso no podía ser, con un cuchillo, lo mejor que pudo, cortó la cabeza de su amante y, envolviéndola en una toalla y volviendo a echar sobre el cadáver la tierra, puso la cabeza en el regazo de la criada y, sin que nadie la viese, volvió a su casa.
Se encerró en su cámara con la cabeza y larga y amargamente lloró sobre ella, al punto de que la lavó toda con sus lágrimas, dándole por doquier mil besos. Y luego tomó uno de esos grandes y hermosos tiestos en los que se planta albahaca o mejorana y dentro colocó la cabeza envuelta en una tela muy bella, Y, poniendo tierra encima, plantó algunas matas de bellísima albahaca salernitana, sin regarla jamás a no ser con sus lágrimas, o con agua de rosas o de azahares. Había tomado por costumbre sentarse siempre junto aquella maceta, y de cuidarla con todo su afán, como que tenía oculto a su Lorenzo, y, después de muchos cariños, comenzaba a llorar hasta bañar toda la planta de albahaca.
Fuese por tan largo y continuado cuidado, fuese por la riqueza de la tierra procedente de la cabeza corrupta allá adentro, la planta de albahaca se hizo muy grande y muy bella y también muy olorosa. Varias veces notaron los vecinos aquella ocupación de la joven y, oyendo maravillarse a sus hermanos de que de tal modo estuviera ella perdiendo su belleza, les dijeron: «Nosotros sabemos que tiene tal costumbre». Al oírlo y advertirlo los hermanos hicieron a hurtadillas que se le quitase aquel tiesto. Y, no encontrándolo ella, muchas veces lo pidió y con mucha insistencia y, al no serle entregado, entre llantos y lágrimas enfermó, y no pedía en su dolencia, otra cosa que el tiesto. Mucho se maravillaron los hermanos de aquella petición y quisieron ver lo que dentro había, y, quitando la tierra, hallaron el lienzo y dentro la cabeza, no tan consumida aún que no conocieran por la cabellera rizada que era Lorenzo. Quedaron muy pasmados y temieron que aquello se supiese, por lo que, enterrando la cabeza y sin decir nada, sigilosamente salieron de Messina y se fueron a Nápoles.
La joven, siempre sin dejar de llorar y pidiendo su tiesto, llorando murió y su desventurado amor tuvo término. Pasado cierto tiempo, se hizo el caso manifiesto a muchos y hubo quien compuso esa canción que todavía hoy se canta y que dice:

¿Quién pudo ser el mal cristiano
que me robó el tiesto de albahaca?

LAS CARTAS BOCA ARRIBA (Saiz de Marco)


En el hospital le anuncian que le quedan dos meses de vida. De vuelta a casa, se siente triste pero no llora. Piensa que a su muerte quedarán flecos, cabos sueltos. Y una idea le viene a la cabeza: va a escribir varias cartas, mensajes dirigidos a las personas a las que hirió alguna vez. Va a decirles por qué lo hizo: no se trata de justificarse sino de explicarse. Y va a pedirles perdón.

Escribe seis cartas, las mete en seis sobres, les pone seis sellos y, pocos días antes del plazo concedido, las echa en un buzón.

“Ya puedo irme en paz”, se dice.

Pero el plazo vence y él no muere.

Un día, volviendo de la quimioterapia se topa con uno de los destinatarios. Éste se sorprende:

-Pero… creí que… Como en tu carta decías que…

-Pues ya ves, no me he muerto aún. Los médicos me dieron dos meses, pero se ve que se quedaron cortos.

-Oye, pues me alegro. Verás, tu carta me dejó confuso. Aquello que cuentas no tuvo importancia. En realidad lo había olvidado y…

-Te escribí porque necesitaba cerrar aquella herida. Tal vez a ti no te dolía, pero a mí sí.

Siguen hablando. Toman un café. Se cuentan cosas y sonríen mientras charlan.

Nueve meses, diez meses… Doña Muerte, la que tenía que venir, no viene. ¿Se le habrá olvidado la cita?, ¿se le habrá parado el reloj?

Ha pasado un año desde el día de las cartas. Un año suplementario, un año de prórroga. “En todo este tiempo no he tenido motivo para escribir más cartas. A nadie más tengo que pedir perdón”, piensa. A la vez, una pregunta le ronda por la cabeza: si las cartas que escribió pueden ser la razón de que la “cuenta atrás” no se haya cumplido; de que el plazo de caducidad siga estirándose.

Y a pesar del diagnóstico, que sigue en pie, se siente alegre en este aniversario.

jueves, 30 de mayo de 2013

EL RAMO AZUL (Octavio Paz)


Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regado, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el rostro y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo cerrado. Con voz ronca me preguntó:

-¿Onde va, señor?

-A dar una vuelta. Hace mucho calor.

-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y silabas, frases dispersas de aquel dialogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una silaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una cuerva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.

Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes después percibí el apagado rumor de unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuvo en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:

-No se mueva, señor, o se lo entierro.

Sin volver la cara pregunté:

-¿Qué quieres?

-Sus ojos, señor -contestó la voz suave, casi apenada.

-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.

-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.

-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?

-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules. Y por aquí hay pocos que los tengan.

-Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.

-Ay, señor, no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.

-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.

-No se haga el remilgoso -me dijo con dureza. Dé la vuelta.

Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.

-Alúmbrese la cara.

Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis parpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de sus pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.

-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.

-Ah, qué mañoso es usted -respondió.

-A ver, encienda otra vez.

Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga me ordenó:

-Arrodíllese.

Me hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.

-Ábralos bien -me dijo.

Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.

-Pues no son azules, señor. Dispense.

Y desapareció. Me acomodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo.

PRISCHEPA (Isaac E. Bábel)

Me dirigía a Léchniuv, en donde se había instalado el estado mayor de la división. Mi compañero de viaje continuaba siendo Prischepa, joven kubanés, pícaro incansable, depurado comunista, futuro trapero, despreocupado, sifilítico y tardo mentiroso. Llevaba un caftán circasiano carmesí confeccionado con paño fino, y un capuchón aboatado caído sobre la espalda. Por el camino me contó su vida...
Hace un año, Prischepa huyó de los blancos. Como represalia, éstos tomaron como rehenes a los padres del joven y los fusilaron en la sección de contraespionaje. Los vecinos saquearon los bienes de la casa. Al ser expulsados los blancos del Kubán, Prischepa volvió a su aldea natal.
Ocurrió por la mañana, al amanecer, cuando el sueñito del mujik suspira bajo el agriado bochorno. Prischepa enganchó un carro oficial y fue por el pueblo recogiendo su gramófono, sus tinas de kvas y las toallas bordadas por su madre. Se echó a la calle con abrigo negro y un puñal curvo en el cinto; el carro iba rodando detrás. Prischepa fue de un vecino a otro, y la huella sangrienta de sus plantas iba dejando un rastro tras él. En las casas donde el cosaco encontraba objetos de su madre o la pipa de su padre, dejaba viejas apuñaladas, perros colgados sobre el pozo, iconos emporcados con excrementos de animales. Fumando sus pipas, los aldeanos seguían sombríamente, con los ojos, el camino de Prischepa. Los cosacos jóvenes se dispersaron por la estepa y llevaron la cuenta de las víctimas. Esta cuenta iba creciendo, el pueblo callaba. Cuando hubo terminado, Prischepa volvió a la vacía casa de sus padres. Colocó los recuperados muebles en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo dos días bebiendo, cantando, llorando y dando sablazos sobre la mesa.
La tercera noche, el pueblo vio humo sobre la isba de Prischepa. Chamuscado, con la ropa desgarrada, Prischepa salió tambaleándose, sacó una vaca del establo, le puso el revólver en la boca y disparó. La tierra giraba bajo sus pies, un círculo de azuladas llamas salía volando por las chimeneas y se desvanecía. Un ternero abandonadlo gemía en el establo. El incendio resplandecía como un domingo. Prischepa desató el caballo, saltó sobre la silla, arrojó al fuego un mechón de sus cabellos y desapareció.

NECRÓPOLIS (Saiz de Marco)

Cada 31 de octubre, Día de Difuntos, viajo al pueblo de mi abuela. Es como un rito. La acompaño al cementerio para que no tenga que ir sola a llevar flores a sus muertos (que también son los míos, aunque no conocí a casi ninguno).

Es un cementerio pequeño, como el pueblo en que vive mi abuela, de unos cinco mil habitantes.

Después de poner flores en las tumbas de mi abuelo, de mis bisabuelos y de mis tíos-abuelos, damos un paseo por el recinto.

Es lo mejor de todo. Mientras andamos, mi abuela me cuenta la vida de algunos inquilinos:

“Los dos que están aquí enterrados eran novios. Ella murió de tifus y él ya no quiso casarse con nadie. El novio murió años después, de tristeza probablemente, y antes de morir pidió que lo enterraran al lado de ella.

Este otro era más malo que un dolor. Se aprovechaba de la gente humilde. Les prestaba dinero y les pedía en prenda las escrituras de sus casas. Llevó a muchos a la ruina.

Ésta es la mujer del que está enterrado arriba, pero se veía a escondidas (tú ya me entiendes) con otro que está en aquella hilera.

Éste fue médico del pueblo. Se desvivía por atender a la gente, de día y de noche. Era una persona muy querida.

Éste de aquí me pretendió. Una vez, mientras estábamos cogiendo aceituna, dijo “me he enamorado”. Yo le pregunté “de quién” y él “pues de ti”. Pero le di calabazas. Fue poco antes de que tu abuelo se me declarara. Fíjate qué cosas: si llego a decirle que sí a éste, tú no habrías nacido. En fin, voy a ponerle un clavel.

Éste otro era un borrachín. Siempre andaba dándole a la botella. Cada vez que se emborrachaba le entraba un ataque de celos y zurraba a su mujer. Murió joven, de algo del hígado.

Ésta de aquí murió en un incendio. Al ver que la casa de los vecinos (un matrimonio de ancianos) estaba en llamas, entró para socorrerles y al final murieron los tres.

Éste era el cacique del pueblo. Se acostaba con mujeres casadas. Los maridos, como eran pobres, consentían con tal de que el cacique les diera algo para sacar adelante a sus hijos.

Éste murió en la guerra civil. Lo hirieron en el frente y lo llevaron a un hospital de campaña. Una pierna se le gangrenó. Cuando intentaron amputársela le falló el corazón. Sus padres fueron por el cadáver para enterrarlo aquí.

Ésta era la mujer del maestro. Su marido la enseñó a leer y luego ella me enseñó a mí y a otras mujeres. De balde, sin cobrar ni un real. Gracias a ella no soy analfabeta.”

Y poco más.

Cada vez que visito aquel cementerio tengo la sensación de estar viendo todas las poblaciones del mundo: las de muertos y las de vivos, las de asfalto y las de lápidas, las de dentro y las de fuera. Allí habitan la grandeza y la miseria, la ruindad y el valor, la abyección y el heroísmo.

Y pienso: “Así de breve es el muestrario. Así de escaso es el repertorio de la humanidad”.

miércoles, 29 de mayo de 2013

CARTA DE ALLÁ (Pablo Andrés Escapa)

Nunca le había pesado tanto la valija. Y nunca fue tan triste la cuesta del Villar, mediado el mes de mayo.
A distraer la memoria de aquella carga oculta no bastaban las cunetas cantoras, ni las hojas temblonas, ni los hilos de agua que desbordan el camino fingiendo ríos minúsculos por los que perderse con el pensamiento. El cartero solo tenía un pesar que lo amargaba todo: cómo decirle a la viuda de Luján lo de la carta.
La carta había llegado hacía ya unos días. Pero había que hacerse a la idea y acaso preparar el discurso. «El discurso fúnebre», pensó el cartero en cuanto vio el sobre orlado de negro, matasellado en Santiago de Cuba, un catorce de abril. Todavía le viene el recuerdo del temblor con que sostuvo el sobre, el zumbido que le llenó de pronto los oídos mientras repasaba la caligrafía limpia, los trazos esmerados que venían a ponerle cara a la desgracia en tinta negra: «Sra. Dña. Ángeles de Luján». Y el rotundo sello de un Consejo Supremo de Guerra y Marina poniendo peso de plomo sobre el destino apuntado en alguna oficina de ultramar: Villar de Santa Eulalia. «Un lugar remoto, desde allá», echa cuentas el cartero; y qué cerca quedaba ahora ese nombre escrito sobre una carta matasellada en Cuba, poco más que coronar la cuesta.
El cartero camina despacio, retrasando lo que puede el horizonte. Por estas revueltas ha subido otras veces bien ligero, con ganas de vislumbrar las tejas airosas de una casa aislada, junto al camino. Y antes de ver el tejado, recuerda ahora, ya saludaba el humo vecino de la fragua, y en seguida llenaba el aire el olor del café con que lo recibían en vida de Olegario Luján. Aquello eran fiestas: la cuesta aún por coronar y el martillo de Olegario sembrando de repiques el mundo, como una campana alegre. Y luego el vozarrón de aquel hombre para avisar de que venía la correspondencia. Ángeles era de las de poner mantel aunque no fuera más que para un momento. «Usted pase y descanse –le decía–, que aún le quedará jornada». Y Olegario posaba la herramienta y la miraba hundiendo la barbilla en el pecho: «¿Y yo qué? reclamaba–. ¿Yo no tengo derecho a sentarme como cualquier cartero?». La respuesta llegaba ya desde el fondo de la casa, envuelta en trajín de cacharrería: «a ti una taza mediada, que lo más que mueves es un brazo». Antes de que Olegario pudiera replicar aparecía por la puerta un rapaz gateando y era de ver cómo se le cambiaba la cara al herrero cuando lo levantaba en brazos y bajaba la voz para hacer confidencias. «Éste, éste sí que va a sentarse cuando sea grande, pero en un trono, como los príncipes». Y así, con el niño en brazos de su padre, entraban juntos a tomar café.
Al cartero cada vez le pesan más los pasos, enredados en las voces joviales de ayer. «Y ahora tanto silencio», llega a balbucir a punto de dar remate a la cuesta del Villar.
Una semana ha retrasado este reparto, siete días de presagios sombríos empleados en observar la carta al trasluz y voltearla impaciente entre los dedos, buscándole inclinaciones favorables bajo una bombilla. Pero el sobre es de papel grueso y no hay manera de atisbar el contenido. Además está la orla fúnebre, como un heraldo negro e invencible. Y aquel matasellos de ultramar, aquella geografía reducida a un círculo que ya no le traía ilusiones de cañaveral sonoro, de mulatas y rasgueos de guitarra, como la primera vez. Los periódicos llevaban más de dos meses pintando la isla asediada de incendios, de sudores negros y combates sin fruto. El cartero, antes de decidirse a subir la cuesta del Villar, se pasó la mañana mirando y remirando la carta por última vez, queriendo taladrarla con los ojos por si lograba descifrar a través del sobre algún alivio de palabras, como «herido» en vez de «muerto».
La cuesta del Villar gira junto a un roble centenario. El cartero se apoya un momento en el tronco para mirar la fragua callada y la casa que se alza junto a ella, la casa de la viuda de Luján. El mundo parece dormido desde allí. El hombre se entretiene en recorrer con la vista el humo lento que sale por la chimenea de la casa. Entonces ensaya palabras de consuelo que van a enredarse con el humo y se alargan y se pierden como una oración, cielo adelante.
En casa no hay nadie. Después de llamar dos veces, el cartero empuja la puerta y pronuncia con indecisión el nombre de la dueña. Antes de pasar del todo se ha quitado la gorra. Sobre el hogar humea una cazuela y la habitación huele a caldo paciente. Encima de la mesa hay un vaso con unas flores amarillas. Y la foto. La foto que llegó hace un mes, la foto que le trajo a Ángeles él mismo, en otro sobre. «Carta de allá», le bastó entonces decir, agitando el sobre en el aire mientras se acercaba. Aquel día la cuesta del Villar tenía barro y el viento traía el océano hasta los árboles. Pero se subía alegremente. Ángeles se había disculpado por no tener café. Ya era una costumbre desde que faltaba el herrero. Le ofreció agua y le hizo esperar mientras abría la carta. El hombre tuvo que contener las lágrimas para no juntarlas con las de ella, que miraba al hijo tan mozo bajo el ala del sombrero, el pañuelo al cuello, la espada al cinto y la mano perdiéndose en la guerrera, como Napoleón. «Cuánto habría dado su padre por verlo así», suspiraba la viuda. Y el cartero asentía con el vaso de agua en la mano.
El cartero sale ahora a la puerta y mira alrededor. Por el camino de la braña baja Ángeles apurándose. Trae en la mano la vara de arrear las vacas y la levanta para que él vea que le ha reconocido. El cartero, tímidamente, levanta también su mano. Y mientras afloja la valija le parecen inútiles las palabras ensayadas cuesta arriba y junto al roble. Palabras con las que dirigirse a Ángeles la del herrero en la cocina, según lo ha imaginado, aunque ahora ve que valdrá más quedarse a la puerta cuando ella llegue a su altura y aún respire sofocada por la carrera y le diga «usted pase y descanse».
Al cartero le hacen tragar saliva unos pasos presurosos acercándose por detrás de la casa. Y las únicas palabras que le vienen a la memoria no son suyas; tienen la voz de Ángeles hace un mes, cuando le sirvió agua y le hizo sentar para que oyera la carta del hijo que él le había traído. Por detrás de la fotografía el mozo contaba que lo habían embarcado en un buque muy nuevo, de nombre Virgen de Covadonga. Y la madre interrumpía la lectura para dar gracias a la providencia, para arrastrar al cartero en la celebración de la fortuna:
-¡Bendito sea! Si parece que lo llevara la Santina protegido.

BAILE DE DISFRACES (Glup 2.0)

Con una máscara de adolescente ensimismado gira y ríe en un baile de disfraces en el que nadie es quien dice ser. Entre los muchos invitados, alrededor, confundidas, la primera mujer que amó, la primera mujer que besó, la primera mujer que le enloqueció. Y su mujer. 

Intenta aparentar una calma que no tiene. Baila y sonríe. Se para y bebe pequeños sorbos de una copa de vino. Se está mareando y debe estar sobrio para no delatarse. Ajeno al viento en las ventanas, a la lluvia, torpe, habla con unos y otros. 

No sabe quién sabe. 

Y qué. 

La música cambia desde Beatles a baladas tan lentas y tan antiguas que parece que el tiempo se ha detenido. Pero no, han pasado tantas cosas. La primera mujer que amó va de acá para allá como una bailarina entre ballet y contorsionista. La primera mujer que besó ha olvidado todo y sonríe al lado de su nueva pareja. La primera mujer que le enloqueció está nerviosa, intranquila, su marido está sentado a su lado y los dos fuman sin cesar. Su mujer está feliz y habla con todos, encantadora, ajena a la trastienda. 

Están las miradas. 

Y los silencios. 

Fuera están las calles donde todos ellos se perdieron en tiempos amarillos de versos y palomas, de melancolía en las esquinas, de risas de niños y una esperanza, o tres, o nada. Los que bailan, como pueden, sofocan los gritos del mercader de la nostalgia, de los fabricantes de relojes, de los hechiceros de una época sin plazos, de las tenues palabras de enamorados escondidas bajo los bancos de la plaza. 

Ahí está él, riendo y bebiendo, simulando una tranquilidad que no tiene, caminando sobre la débil línea que separa el sí del no, esperando la inoportuna palabra que desbarate la fragilidad de su paz, confundido entre las tres mujeres que llenaron su vida, que le dieron sentido, que aún le duelen. Y su mujer.

SER O NO SER (Saiz de Marco)


Has sabido (no importa cómo) que tus padres te concibieron a las 23 horas 48 minutos 31 segundos.

Si la concepción hubiera sido un segundo antes (a las 23:48:30), la persona concebida habrías sido tú, pero entonces tendrías los ojos verdes en vez de marrones.

Si la concepción hubiera sido un segundo después (a las 23:48:32), la persona concebida también habrías sido tú, pero entonces medirías un centímetro menos y tendrías el pelo castaño en vez de rubio.

Si la concepción hubiera sido más de un segundo antes (a las 23:48:29) o más de un segundo después (a las 23:48:33), entonces no te habrían concebido… a ti. Los cromosomas se habrían combinado de un modo muy distinto. No ya los genes de la altura, ni del color del cabello o del iris…, sino algo más profundo. Y el concebido sería otro. Tendría otra yoidad, otra sujetidad, otra autopercepción distinta de la tuya.

Tal vez le habrían puesto tu nombre, sí, pero sería otra persona.

Y entonces tú no existirías. Nunca habrías nacido.

Como tantos y tantos. Porque la mayoría de las personas innacen. La mayoría de las personas (o sea, no-personas) quedan ingénitas.

Casi toda la gente no nace nunca.

CAMBIO DE RASANTE (Daniel Sueiro)

El coche salió de la curva chillando y levantando el polvo de la cuneta. Después del violento tirón que los había echado hacia la izquierda, alzándolos casi de los asientos, volvieron a acomodarse los cuatro en sus sitios, aunque siguió meciéndolos un ligero y dulce vaivén. Llevaban abiertas todas las ventanillas y el aire se cruzaba allí dentro vertiginosamente y podían sentirlo en todo el cuerpo, pero aquellas bocanadas de aire pesado y caliente les hacían sudar todavía más, les sofocaban, parecían quemarles. La chapa metálica ardía allí en el borde si uno apoyaba distraídamente un brazo o ponía la mano. El sol inundaba todo el cielo de un color amarillo o calizo, denso e inmóvil; amarillo y sólido como el color de la tierra que se extendía o se apretaba en torno a la línea blanca de la carretera, sólo azuleada, ocre o parda, en la lejanía. Ni un árbol, ni un pájaro. La nube de polvo levantada de súbito por las ruedas derechas del coche al salirse de la curva era rápidamente absorbida y como disuelta por el mismo fuego reverberante y líquido que parecía salir del asfalto. Se habían callado todos por un momento, sólo ese momento en que el conductor ha de darme muy rápidamente al volante todo a la izquierda sin dejar de acelerar, incluso apretando más a fondo, mientras nosotros nos vemos volcados hacia otro lado y el mundo pasa volando a nuestro alrededor y no sentimos de él más que ese grito enervante y gozoso de las potentes llantas luchando sobre el suelo.
Y justo al salir de la curva fue cuando lo vieron allá arriba, en la cima de la pequeña cuesta hacia la que ahora enfilaba aquella breve recta.
Crecía el rugido del motor al tiempo que aumentaba la velocidad del automóvil, y por un momento este estruendo apagó la estridente música de la radio y enmudeció el monótono y agobiante quejido de las cigarras entre los rastrojos. La chica que iba delante se echaba sobre el conductor señalándole el final del hijo de la carretera, gritando: “¡Mira, ahora!”, y su risa empezaba a ser nerviosa y falsa. “¡Ahí lo tienes, ahí lo tienes!”, le animaba, cogiéndole los brazos. También uno de los que iban en el asiento trasero medio se incorporaba ya en ese momento y chillaba: “¡Vamos, hazlo! ¡Hazlo ahora! ¡Hazlo…!”, con la mirada encendida y fija allá arriba. El muchacho que iba al volante ya lo había visto, lo había visto bien. Tenía las manos húmedas, mojadas casi, y las frotó sobre la tela del pantalón, suave, lentamente, una, dos veces, para tomar el aro del volante y apretarlo. Gotas frías de sudor caían de sus axilas, las sentía correr por sus costados, surcos interminables. Empezó a sonreír, callado. Sólo en un segundo vio todo lo que tenía que ver: La carretera libre y vacía en aquel trecho que los separaba del cambio de rasante, lejanos fulgores de los coches que venían de frente allá en el punto en que la carretera volvía a aparecer, a la derecha, y nada todavía a través del espejo retrovisor.
Era un tramo de carretera completamente recto, de unos trescientos o cuatrocientos metros, con la señal de “adelantamiento prohibido”, al comienzo de la suave cuesta y la cinta amarilla que separa las dos direcciones perfectamente dibujada en el centro. Allá arriba la carretera se estrechaba y parecía también terminar, como cortada del paisaje y sin continuación ni final. Sólo aquella línea horizontal reverberante e hipnótica, abierta sobre el fondo blanco del cielo.
Los cuatro ocupantes del coche lanzado ya a ciento treinta kilómetros por hora tenían la mirada clavada en aquella línea, en aquella abertura, en aquella boca de ocho metros de anchura que iban a traspasar dentro de quince o veinte segundos.
El chico desafiante y alegre que iba sentado detrás de la muchacha empezó a reír a carcajadas, mientras palmeaba frenéticamente al borde del asiento delantero y le echaba a ella los brazos al cuello o jugaba a taparle los ojos. “¡No mires, no mires ahora!”, forcejeaba. “¡Déjame!”, se desasía la mujer, saltando en el asiento, “¡quiero ver lo que aparece por ahí”, chillando, riendo y llorando: “¡ah…, ah…, venga, venga…!” Sólo el tipo taciturno que se sentaba justamente detrás del conductor se hundió más en su asiento y guardó silencio, pálido, quieto, apretando su cigarrillo entre dientes, y acaso fuese el único que se dio cuenta de que empezó a encenderse el intermitente de la izquierda: “¡ahora, ahora…!”, jadeaba la chica.
El conductor, echado hacia atrás en su asiento, le dio un ligero tirón al volante y apretó aún más a fondo el acelerador. Aquel rugido que oía era el batir de su corazón en la garganta, y aquel miedo, aquel terror, era también un placer.
El coche se deslizó hacia la izquierda hasta ocupar la parte de la carretera correspondiente a la dirección contraria.
Lanzado a aquella velocidad, silbaba al rozar el asfalto y elevarse en el aire camino de aquel cielo blanco y abierto, libre aún por completo al final del desnivel de la carretera, un brillo, un fulgor de sangre centelleante al sol.
Contenían casi la respiración, anhelantes, divertidos y muertos de terror, mirando todos ellos aquella línea del cambio de rasante, esperando pasar, esperando pasar y pasar pronto. El coche corría enloquecido por la mitad izquierda de la carretera cerca ya del final. “¡Ya está, ya está! ¡Vamos más rápido, que lo consigues…!”, gritaba el más alegre de todos ellos, el que se agitaba detrás de la chica, el único que también lo había hecho una vez, y gritaba cuando todavía faltaban unos metros, unos segundos o unas décimas de segundo para pasar y poder ver finalmente lo que había del otro lado. Ella se había quedado muda de pronto y sus enormes ojos se abrían empavorecidos, mirando hacía allí, al vacío, encogiéndose en su asiento y ocultándose casi para evitar todo aquello o al menos olvidarlo. Al conductor le oyeron decir en el último instante, murmurar o sollozar: “¡Nos la pegamos, esta vez nos la pegamos…!”, pero ni soltó el volante ni se echó a la derecha, ciego. El chico más callado seguía allí hundido mordiendo el filtro de su pitillo, estremecido, consiguiendo únicamente no cerrar los ojos para echar una última mirada a aquellos que eran sus amigos y al ardiente cielo que huía tras los huecos de las ventanillas.
Allí estaba el final, abierto, abierto aún y libre, el final por el que iba a aparecer una centella o un monstruo como el que les llevaba a ellos y ellos mismos eran.
Hundidos o alzados en sus asientos, seguían mirando espantados y sin aliento aquel hueco de aire que iban a atravesar, más allá del cual nada se sabía ni podía saberse, aunque, todos adivinaban, ahora, lo sentían ya sobre la piel quemada por el sol y el viento y en la sangre helada, sí, ahora, lo estaban sintiendo viva, dolorosamente, que lo que allí aparecía en este instante iba a ser el estallido del mundo, el sol y la tierra que finalmente han de encontrarse en sus caminos y desintegrarse en la nada. Todo aquello se veía y se oía, lo estaban escuchando y lo estaban viendo, sí, iban a verlo ya, rotos en mil pedazos por los aires en el encuentro de frente a ciento treinta o ciento cuarenta por hora.
No cerraron los ojos, porque a pesar de todo querían verlo, y para verlo lo hacían.
Así que el coche pasó el cambio de rasante por la izquierda a una velocidad tremenda, subió y pasó como un relámpago y lo único que sintieron luego los muchachos fue ese vacío en el estómago semejante al que se siente en la montaña rusa al comenzar de golpe la bajada.
Siguieron corriendo aún un buen trecho sin cruzarse con nadie y todos iban ahora callados, sin mirarse casi, mirando aún a la carretera ya perfectamente situados en su mano derecha. El coche fue parando poco a poco, se detuvo al borde de la carretera, y seguía oyéndose la música de la radio y muy cercano el canto seco y vivo de las cigarras. El chico que iba al volante había empezado a temblar, bañado en un sudor frío; le costó trabajo fijar el pie en el freno.
En el primer coche que pasó en la dirección que ellos traían, justo en el momento de detenerse en la cuneta, iba con sus padres un niño que les saludó alegremente, pero ninguno de ellos lo vio.
Mientras el conductor quedaba agarrado al volante y sollozaba, la chica y el otro loco bajaron y empezaron a abrazarse y a reír histéricamente tirándose por el suelo y arrancando pedazos de hierba seca. Y el muchacho taciturno, que también había salido del coche, dio por allí unos pasos cortos con las manos en los bolsillos y los brazos muy pegados al cuerpo, temblando.
Y pensaba. Sabía que aquello habría que hacerlo todavía una vez más, y sabía que esa vez sería la última.

LA MUERTE DE ODJIGH (Marcel Schwob)

En aquellos tiempos, el género humano parecía estar a punto de extinguirse. La órbita solar tenía la frialdad de la luna. Un invierno eterno resquebrajaba el suelo. Las montañas que habían surgido, vomitando hacia el cielo las entrañas llameantes de la tierra, se habían vuelto grises por la lava helada. Las comarcas estaban surcadas por ranuras paralelas o en forma de estrella; las grietas prodigiosas, abiertas de repente, destrozaban lo que había encima, engulléndolo, y se veía dirigirse hacia ellas, resbalando lentamente, largas filas de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal radiación plateada parecía esterilizar el mundo.

Ya no quedaba vegetación, salvo algunos restos de líquenes pálidos sobre las rocas. La osamenta del mundo se había separado de la carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. Y, atacando la muerte invernal primero a la vida inferior, los peces y los animales marinos habían desaparecido, prisioneros en el hielo, y después los insectos que bullían sobre las plantas trepadoras, y los animales que acarreaban a sus crías en las bolsas del vientre, y los seres semivoladores que habían frecuentado las grandes selvas; tan lejos como la vista alcanzaba no quedaban ya árboles ni hierbas, y no se encontraba nada vivo salvo lo que quedara en cavernas, grutas o cuevas.

De este modo, entre los hijos de los hombres dos razas se habían extinguido ya: los que habían vivido en nidos hechos de liana, en la copa de grandes árboles, y los que se habían retirado al centro de los lagos en casas flotantes; las selvas, bosques, montes y matorrales cubrían el brillante suelo, y la superficie de las aguas estaba dura y reluciente como la piedra pulida.

Los Cazadores de Fieras, que conocían el fuego, los Trogloditas que sabían hollar la tierra hasta llegar a su calor interno, y los Comedores de Pescado, que se habían aprovisionado de aceite marino en sus agujeros de hielo, todavía resistían el invierno. Pero las fieras escaseaban, atrapados por el hielo tan pronto como el hocico llegaba a ras de suelo, y la madera para hacer fuego estaba a punto de agotarse, y el aceite estaba sólido como una piedra amarilla coronada de blanco.

Sin embargo, un matador de lobos llamado Odjigh, que vivía en una gruta profunda y poseía un hacha de jade verde, enorme, pesada y temible, tuvo compasión de los seres animados. Cuando estaba al borde del gran mar interior cuyo extremo se extiende al este de Minnesota, dirigió su mirada hacia las regiones septentrionales en donde el frío parecía amontonarse. En lo más profundo de su gruta helada tomó la pipa sagrada, vaciada en piedra blanca, la llenó de hierbas aromáticas cuyo humo se eleva en círculos, y sopló el incienso divino en el aire. Los círculos subieron hacia el cielo y la espiral gris se inclinó hacia el norte.

Hacia el norte se encaminó Odjigh, el matador de lobos. Cubrió su cara con una piel de ratón forrada y llena de agujeros cuya cola se balanceaba como un penacho por encima de su cabeza, ató alrededor de su cintura, con un cordón de cuero, una bolsa llena de carne seca hecha picadillo y mezclada con grasa y, moviendo el hacha de jade verde, se dirigió hacia las espesas nubes del horizonte.

Conforme pasaba, la vida se iba apagando. Los ríos se habían callado hacía ya mucho tiempo. El aire opaco sólo traía sonidos asfixiados. Las moles heladas, azules, blancas y verdes, radiantes por la escarcha, parecían los pilares de una carretera monumental.

Odjigh extrañaba de corazón el bullir de los peces nacarados entre las mallas de las redes de hilo, y el nadar serpentino de las anguilas marinas, y el caminar pesado de las tortugas, y la carrera ladeada de los gigantescos cangrejos de ojos bizcos, y los vivos bostezos de los animales terrestres: criaturas provistas de un pico plano y de garras, criaturas vestidas de escamas, criaturas moteadas de diversas maneras que alegraban la vista, criaturas amantes de sus crías, que daban saltos ágiles o hacían giros extraños o vuelos peligrosos. Y, por encima de todos los animales, echaba de menos a los lobos feroces, sus pieles grises y sus aullidos familiares, acostumbrado como había estado a cazarlos con el mazo y el hacha de piedra en las noches brumosas, bajo la luz roja de la luna.

En ese momento apareció a su izquierda un animal de madriguera que vive en lo más profundo del suelo y que se resiste a ser sacado de su agujero: un tejón flaco de pelo erizado. Odjigh lo vio y se alegró, sin pensar siquiera en matarlo. El tejón se acercó a él, manteniendo la distancia. Después, a la derecha de Odjigh, salió de repente de un pasadizo helado un pobre lince de ojos insondables. Miraba a Odjigh de lado, temerosamente, y reptaba con inquietud. Pero el matador de lobos también se alegró y siguió caminando entre el tejón y el lince.

Mientras avanzaba con la bolsa de carne dándole en el costado, Odjigh oyó tras de sí un débil aullido de hambre. Volviéndose como tras haber oído una voz familiar, vio un lobo escuálido que lo seguía tristemente. Odjigh se compadeció de todos aquéllos a los que había partido el cráneo. El lobo tenía la humeante lengua fuera y los ojos enrojecidos.

El matador continuó su camino junto con sus compañeros animales: el tejón subterráneo a la izquierda, el lince que lo ve todo sobre la tierra a su derecha, y el lobo de vientre hambriento detrás.

Llegaron al centro del mar interior que sólo se distingue del continente por el vasto color verde del hielo. Allí Odijgh, el matador de lobos, se sentó sobre un témpano y colocó frente a sí la pipa de piedra. Y puso también delante de cada uno de sus compañeros vivos un pedazo de hielo, parecido a los incensarios en los que se alimenta el humo, que cortó con el pico del hacha. Rellenó las cuatro pipas con hierbas aromáticas y después chocó una contra otra las piedras que crean el fuego; las hierbas se prendieron, y cuatro finas columnas de humo ascendieron hacia el cielo.

La espiral gris que se elevaba ante el tejón se inclinó hacia el oeste, la que se elevaba frente al lince se curvó hacia el este y la que se elevaba ante el lobo hizo un arco hacia el sur. Mas la espiral gris de la pipa de Odjigh ascendió hacia el norte.

El matador de lobos volvió a ponerse en camino, y, mirando a su izquierda, se entristeció: el tejón que ve bajo la tierra se perdía hacia el oeste; mirando hacia la derecha, echó de menos al lince que lo ve todo sobre la tierra y que huía hacia el este. Pensaba en efecto que ambos compañeros animales eran prudentes y avezados, cada uno en el ámbito que se le había asignado.

No obstante, siguió caminando, intrépido, llevando tras de sí al lobo famélico de ojos enrojecidos por el que sentía lástima.

La masa de nubes frías situada al norte parecía tocar el cielo. El invierno se encrudecía aún más. Los pies de Odjigh sangraban, cortados por el hielo, y su sangre se helaba en costas negras. Pero él avanzaba durante horas, días, semanas sin duda, puede que meses, chupando un poco de carne seca, echando los despojos a su compañero el lobo, que le seguía.

Odjigh caminaba con una esperanza confusa. Se compadecía del mundo de los hombres, de los animales y de las plantas que perecían, y se sentía fuerte para luchar contra la causa del frío.

Al final, su camino fue interrumpido por una inmensa barrera de hielo que cerraba la cúpula sombría del cielo como una cadena de montañas de cima invisible. Los grandes témpanos sumergidos en la capa sólida del océano eran de un verde límpido; luego se enturbiaban al amontonarse y, a medida que se elevaban, parecían de un azul opaco parecido al color del cielo en los hermosos días de antaño, pues estaban hechos de agua dulce y nieve.

Odjigh agarró su hacha de jade verde y talló escalones en las escarpaduras. Así fue subiendo lentamente hasta una altura prodigiosa, donde le parecía que su cabeza estaba envuelta en nubes y que la tierra había huido. Y sobre el escalón, justo por debajo de él, estaba sentado el lobo, que aguardaba confiado.

Cuando creyó haber llegado a la cima, vio que estaba formada por una muralla azul vertical, brillante, y que no se podía continuar. Pero miró tras de sí y vio al animal vivo y hambriento. La piedad por el mundo animado le dio fuerzas.

Hundió el hacha de jade en la muralla azul y cavó en el hielo. Las esquirlas volaban a su alrededor, multicolores. Cavó durante horas y horas. Los miembros se le pusieron amarillos y arrugados del frío. La bolsa de la carne estaba marchita desde hacía mucho. Había masticado la hierba aromática de la pipa sagrada para engañar el hambre y, de pronto, infiel a los Poderes Superiores, tiró la pipa a las profundidades, junto con las dos piedras para hacer fuego.

Cavaba. Oyó un chirrido seco y gritó, porque sabía que el ruido venía de la hoja de su hacha de jade, que estaba a punto de rajarse por el frío excesivo. Entonces, como no tenía nada para calentarla, la alzó y la hundió rabiosamente en su muslo derecho. El hacha verde se tiñó de sangre tibia. Y Odjigh cavó de nuevo en la muralla azul. El lobo, sentado detrás de él, lamió gimiendo las gotas rojas que le llovían.Y de improviso la pulida muralla estalló. Surgió un inmenso hálito de calor, como si las estaciones cálidas se hubiesen acumulado al otro lado, en la barrera del cielo. La grieta aumentó y el fuerte soplo rodeó a Odjigh. Oyó el ruido de todos los brotes de la primavera y sintió llamear el verano. En la gran corriente que lo alzó le pareció que todas las estaciones volvían al mundo para salvar la vida general de la muerte en los hielos. La corriente arrastraba los rayos blancos del sol, y las lluvias tibias y las brisas que acarician y las nubes cargadas de fecundidad. Y en el aliento de la vida cálida las nubes negras se amontonaron y crearon el fuego.

Surgió un largo trazo de llamas con el estrépito del trueno, y la brillantísima línea le dio a Odjigh en el corazón como una espada roja. Cayó contra la muralla pulida, dando la espalda al mundo hacia el que las estaciones volvían en el río de la tempestad. El lobo hambriento, subiendo tímidamente, las patas apoyadas sobre sus hombros, se puso a roerle la nuca.

DE CUANDO ESTUVE LOCO (Saiz de Marco)


Ya sabéis que se me fue la olla. Oí los gritos de un muchacho al que un labrador había atado a un árbol. El labrador estaba azotándolo con saña. Yo intervine y le dije:

—Me parece mal que azotes a quien no puede defenderse. Sube a tu caballo y coge tu lanza, que te haré ver que eso que haces es de cobardes.

El labrador me respondió:

—Este muchacho al que estoy castigando es mi criado. Me sirve guardando una manada de ovejas, y es tan descuidado que cada día me falta una. Y porque castigo su descuido dice que lo hago por no pagarle el sueldo que le debo. Y miente.

—¿Miente? —dije yo—. Me dan ganas de atravesarte con esta lanza. Págale inmediatamente, y desátalo.

El labrador bajó la cabeza y desató al muchacho.

Pregunté a éste cuánto le debía su amo. Contestó que nueve meses, a siete reales cada mes. Calculé que sumaban 63, y mandé al labrador que se los pagase, si no quería morir por ello. Él replicó que era menos lo que debía porque había que descontar tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le hicieron estando enfermo.

—Bien está todo eso —repliqué yo—, pero que los zapatos y las sangrías compensen los azotes que sin culpa le has dado; porque, si él rompió el cuero de los zapatos que le pagaste, tú le has roto el de su cuerpo; y si le sacó sangre el barbero estando enfermo, tú se la has sacado estando sano.

—El problema -dijo el labrador- es que aquí no tengo dinero: que venga el muchacho a mi casa y allí se lo pagaré.

—¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. No, señor, porque en cuanto me vea solo me arrancará la piel.

—No hará tal cosa —repliqué yo—: basta con que yo se lo mande para que cumpla lo que le digo; y si él me lo jura por ley de caballería, le dejaré ir libre y consideraré asegurada la paga.

—Piense, señor, lo que dice —insistió el muchacho—, que mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo, vecino de Quintanar.

—Importa poco eso —respondí yo—. Porque, si no paga lo que debe, volveré a buscarle y castigarle, y he de encontrarlo aunque se esconda como una lagartija. Que para eso soy don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.

Y, tras decir esto, me marché de allí.

Y el resto también lo sabéis: Que, en cuanto me alejé, el labrador volvió a atar al muchacho a la encina y le dio todos los azotes que quiso.

En fin, ya sabéis que hice todo eso. Que me equivoqué. Y que actué así porque se me fue la olla.

De acuerdo. Pero lo que no aceptaré es que lo sensato habría sido no actuar: ver que un niño estaba siendo azotado y no hacer nada. Mirar para otro lado, dejarlo estar, pasar de largo.

No. No voy a sustituir una locura por otra.

LA CARRETERA (Ray Bradbury)

La lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.

Hernando esperaba que cesara la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón —otro río— yacía inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en verdad, algo muy raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le gritara:”¡Eh, usted! ¿Podemos sacarle una foto?” Alguien con una cámara de cajón, y una moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su sombrero, a veces le decían:

—Oh, será mejor con el sombrero puesto —Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decían la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la luz del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a recoger el sombrero.

—¿Pasa algo, Hernando? —le dijo su mujer.

—Sí. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto.

Hernando se alejó de la cabaña, con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza, haciendo saltar cacharros y gallinas. Había venido sola, rodando rápidamente. El coche (de donde venía la rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen tiempo, cuando el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía en el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro subía de nuevo, y ya no se lo podía ver.

Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de suelas de goma.

Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento.

Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.

Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rápidos, se habían ido. Hernando oyó a lo lejos el sonido de la última bocina.

La carretera estaba otra vez desierta.

Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que perseguía a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte. ¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y se frotó suavemente las manos contra los costados del cuerpo.

Y ahora, completamente solo, apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde la montaña, camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, venía un viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y óxido. El radiador hervía furiosamente.

—¿Nos da un poco de agua? ¡Por favor, señor!

El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad. Vestía un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota, mojando al joven conductor y a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy bonitas. El joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la lluvia llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al muchacho. El muchacho tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y era raro. Estas gentes siempre estaban quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la distancia.

Hernando asintió con un movimiento de cabeza.

—Les traeré agua.

—Oh, rápido, por favor —gritó una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor. La muchacha no parecía impaciente, sino asustada.

Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que de costumbre; pero ahora, y por primera vez, echó a correr.

Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza era, también, un regalo del camino. Una tarde había aparecido como una moneda que alguien hubiese arrojado a su campo, redonda y reluciente. El coche se alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata. Hasta hoy lo habían usado en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón.

Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la vista y miró los rostros atormentados.

—Oh, gracias, gracias —dijo una de las jóvenes—. No sabe cómo lo necesitamos.

Hernando sonrió.

—Mucho tránsito a esta hora. Todos en la misma dirección. El norte.

No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a mirar, ahí estaban las muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban con fuerza. Y el joven trataba de hacerlas callar tomándolas por los hombros y sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las muchachas, con los periódicos sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y los rostros sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente.

Hernando las miró, con la taza vacía en la mano.

—No quise decir nada malo, señor —se disculpó.

—Está bien —dijo el joven.

—¿Qué pasa, señor?

—¿No ha oído? —replicó el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con una mano, se inclinó hacia él—: Ha empezado.

No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte que antes, olvidándose de los periódicos, dejando que la lluvia cayera y se mezclara con las lágrimas.

Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró el cielo, ennegrecido por la tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el asfalto bajo los pies.

Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un peso.

—No —Hernando se lo devolvió—. Es un placer.

—Gracias, es usted tan bueno —dijo una muchacha sin dejar de sollozar—. Oh, mamá, papá. Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en casa. Oh, mamá, papá.

Y las otras muchachas se unieron a ella.

—No he oído nada, señor —dijo Hernando tranquilamente.

—¡La guerra! —gritó el hombre como si todos fuesen sordos—. ¡Ha empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo!

—Señor, señor —dijo Hernando.

—Gracias, muchas gracias por su ayuda. Adiós —dijo el joven.

—Adiós —dijeron las muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo.

Hernando se quedó allí, inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle con un ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los periódicos abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres.

Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le resbalaba por las mejillas y a lo largo de los dedos, y le entraba por los pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el cuerpo duro y tenso.

Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho tiempo.

La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En sólo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.

Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.

—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.

—No es nada —replicó Hernando.

Hundió el arado en el surco.

—¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas.

—¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando.

EL BIRRETE BLANCO (Anónimo irlandés)

Un cierto muchacho y una chica, cuyos nombres este relato no ha conservado, vivían una vez cerca de una iglesia. El muchacho, que era bastante travieso y pícaro, tenía por hábito tratar de asustar a la chica de un sinfín de maneras, hasta que ella estuvo tan acostumbrada a sus trucos que ya no era capaz de asustarse por ninguna de las cosas que él hacía.

Un día húmedo, la chica fue enviada por su madre a buscar la ropa mojada que había sido puesta a secar en el patio de la iglesia. Cuando ella había llenado de ropa su canasta, estaba por volver cuando vio sentada, en una tumba cercana, una figura vestida de los pies a la cabeza de blanco, pero ella no se alarmó, creyendo que era otra jugarreta del muchacho. Así que ella corrió hacia la figura y golpeándole el birrete que llevaba, le dijo:

–Tú no me asustarás esta vez.Entonces, cuando ella hubo terminado de recolectar la ropa seca, regresó al hogar. Pero, para su sorpresa, el muchacho fue la primera persona que la recibió cuando ella entró en la casa, siendo imposible que él hubiera llegado sin que ella lo hubiera visto.

Entre la ropa seca, sin embargo, cuando fue ordenada, ellos encontraron un birrete blanco, que no pertenecía a nadie de los ocupantes de la casa, y que estaba lleno de tierra.

La siguiente mañana el fantasma (ya que la niña había visto un fantasma) fue visto sentado sin el sombrero en su cabeza, sobre la misma tumba que el día anterior. Y como nadie tuvo el coraje de ir a ponerle el birrete, o sabía al menos cómo conjurarlo, la familia solicitó ayuda al vecindario.

Un viejo declaró que la única manera de evitar una calamidad general era que la niña volviera a poner en la cabeza del espectro el birrete que ella había tomado, en presencia de mucha gente, quienes guardarían perfecto silencio. Así que una multitud se congregó en la iglesia, y la chica al frente, un poco atemorizada, se atrevió a colocar el gorro en la cabeza del fantasma, diciéndole:

–¿Ya estás satisfecho?

Pero el fantasma, levantando las manos, le dio un terrible golpe, y dijo:

–Sí, pero ahora tú, ¿estás satisfecha?

La chica se cayó al piso, y en el mismo instante el fantasma se hundió en su sepulcro, el mismo en el que había estado sentado, para nunca más ser visto.

BAEZA (Saiz de Marco)


Apenas le interesaban la literatura y la filosofía. Sólo coincidía con él en su pasión por la naturaleza y en el desaliño indumentario. Sus conversaciones trataban sobre todo de árboles y plantas. Le asombraba que un profesor de francés supiera tanto de álamos, acacias, encinas, cipreses, olmos... Le oía como a un entusiasta de la botánica. Eso decía, aunque yo no me lo creo. En medio, alguna alusión dolorida a Leonor, su desplome reciente. Entonces era sólo un compañero de claustro que componía versos, no el escritor afamado que fue después. Me contó que le había dejado ver algunos de sus poemas, escritos a mano, parte de los cuales apareció luego en la segunda edición de Campos de Castilla. También decía que una vez leyó una frase cenital, un verso suelto en una hoja suelta, entre sus papeles. Tuvo que ser antes de 1919, fue entonces cuando dejó aquel Instituto. Eso significaría que dispuso de veinte años para continuar el poema, pero no lo hizo. Puede que no quisiera seguir, que no encontrara palabras a la altura del arranque; o puede que, simplemente, sea un epílogo acabado, completo e inédito durante dos décadas. El verso al que se asía en el último derrumbe, estos días azules y este sol de la infancia.

viernes, 24 de mayo de 2013

AQUELLOS DÍAS EN ODESSA (Heinrich Böll)

Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acodábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar los grandes recipientes llenos de café hirviendo, y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, abrigo, sin duda, destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.

El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos “comando Seltscbáni”, y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar, y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.

No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo, sin duda, destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciera ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero “Prohibido tirar escombros” queda cubierto por los escombros…

Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.

De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban “El sol de México”.

Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales estaban con mujeres. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.

Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.

De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos adónde mirar. Las salchichas eran grasientas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.

Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas afuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban “El sol de México”. Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa, muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.

–Hemos de brindar a su salud –dijo Erich, golpeándonos con la rodilla.

Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono:

–A su salud, cabo…

Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:

–A su salud, soldados…

El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.

El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vender algunas de nuestras cosas. Nos preguntó de dónde veníamos y adónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas… Ninguno de nosotros quería vender el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le preguntó a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas de poco valor y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.

El cabo nos dijo que doscientos cincuenta marcos era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.

Dos de los soldados que cantaban antes “El sol de México” se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.

La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos todavía cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasienta y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos, de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos “El sol de México”…

A las seis, nos habíamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones, por la carretera empedrada. Hacía frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca…

EL HIJO QUE VIENE DE PARTE DEL HIJO (Luis Mateo Díez)

A Verino lo esperó su madre como Penélope esperó a Ulises, pero la madre de Verino no tejía y destejía para alargar la espera, entre otras cosas porque se había quedado ciega, y además porque nadie le urgía el regreso, antes al contrario, en el regreso de Verino nadie creía doce años después de su partida y tras la comunicación del mando Divisionario, en la que se le había dado por muerto o definitivamente desaparecido allá por los alrededores de alguna ciudad rusa de la república de Ucrania.
La espera de la vieja Ercina estaba alimentada, sin embargo, por una carta de Verino, que ni el mismo mando Divisionario debió conocer, y de la que, por supuesto, tenían noticia todos los habitantes de Hontasul. En Celama habían sido tres o cuatro los reclutados con el engaño de un destino aventurero, en aquella División que ayudaría a los alemanes en Rusia.
Ninguno de ellos había vuelto.
Era una carta escrita desde un hospital de Jarkov donde, al parecer, estaba recluido a consecuencia de una herida mal curada en el muslo izquierdo, tras haberse extraviado en la retirada de las tropas alemanas y convivir como desertor con los partisanos rusos, al menos eso daba a entender.
-No sé si dice que va a morir o que viene... -comentó angustiada la vieja Ercina, indicando temblorosa los renglones de aquella carta que, por lo escueta y dramática, vaticinaba casi el estertor de quien la había escrito.
-Lo que parece decir es que, en cualquier caso, alguien vendrá en su nombre para que usted no se quede definitivamente sola, si él no puede. Allí da la impresión deque Verino encontró un compañero a quien no le importa volver para que no pierda del todo a su hijo.
-Qué historia más rara... -decía la vieja Ercina-. ¿Qué hijo dejaría de serlo para que otro lo sustituya? Es hijo único el que no tiene hermanos y Verino lo fue por la gracia de Dios y de mi esposo, aquel hombre que me lo hizo la misma noche que al despertarse sintió que el corazón se le acababa y a mi lado quedó, muerto de repente con la conciencia del deber cumplido.
Todavía existe en el camino de Loza, a tres kilómetros de la carretera de Hontasul a Sormigo, una lápida que alguien labró con menos destreza de la necesaria, en la que puede leerse con demasiada dificultad un nombre extraño y una fecha desvaída. Está medio enterrada entre la cuneta y la linde de la hectárea donde la vieja Ercina tuvo la Noria que un día atendió su marido, antes de la noche en que se le acabó el corazón.
-Nadie en Hontasul da demasiada fe de ella... –decía Leda a su prima Osina, una tarde que la buscaban mientras cortaban altamisas.
-Porque de la historia del ruso nadie quiere acordarse. En el pueblo, muerta Ercina y muerto aquel hombre que vino de tan lejos, todo fueron dudas y figuraciones.
-Con la yema del dedo... -dijo Leda cuando descubrió la lápida y, después de limpiarla, buscó las toscas hendiduras que componían las letras- algo puede leerse, pero es un nombre tan raro. La fecha sí que se borró...
Las dos muchachas estaban arrodilladas en la cuneta, embebidas en el hallazgo que refrescaba la memoria de una historia incompleta.
-Dice Boris Olenko... -leyó Leda, y su prima Osina dejó que guiase la yema de su dedo índice por las letras desvaídas, hasta cerciorarse.
-¿Es de veras un nombre ruso...? -quiso saber.
-De Ucrania... -informó Leda, recordando lo que había oído-. De otra Llanura que como ésta tiene el límite de dos ríos, que en vez de llamarse Urgo y Sela se llaman, si no me equivoco, Dniéster y Don. Dicen que muchísimo más grande y menos pobre.
Habían pasado dos años desde que la vieja Ercina recibió aquella especie de carta testamentaria que alimentaba, a partes iguales, la esperanza y el sufrimiento.
En la madrugada de un doce de noviembre, con la planicie helada y la atmósfera corrompida por el frío, vino un hombre por el camino de Loza y, al llegar a la altura de la Piedra Escrita, se detuvo un momento, dicen que sacó del macuto que cargaba a la espalda un papel arrugado y, después de consultarlo como si se tratase de un plano, cruzó hacia las hectáreas del Podio, en línea recta a la casa de la vieja, que era la primera en las estribaciones del pueblo.
-Ese hombre, según le oí a mi madre... –dijo Leda- vestía un abrigo muy largo, llevaba un pasamontañas y tenía la barba y el bigote muy crecidos. Tu madre se acuerda menos porque era la más pequeña, pero todo el mundo en Celama supo en seguida que se cumplía lo que la carta de Verino anunciaba, aunque a la vieja Ercina, como era de esperar, aquello le causó al principio más dolor que alegría.
El hombre llamó a la puerta del corral. Traía las manos enfundadas en unos guantes de lana y calzaba botas de media caña bien claveteadas. Parece que la vieja Ercina estaba dormida y tardó mucho en despertar. La vista ya la había perdido por completo pero dominaba a la perfección los espacios de la casa y el corral, hasta los últimos rincones. Cuando tomó conciencia de que llamaban, se incorporó en la cama, y cuando escuchó la voz del hombre supo, a ciencia cierta, que Verino había muerto, duda que siempre había guardado en secreto como alimento de una inútil esperanza, y sintió miedo, un miedo tan extraño que llegaba a paralizarla y hacerle dudar si debía contestar a aquella llamada de alguien a quien también secretamente se había acostumbrado a esperar.
-El hombre hablaba sin mucho acento, aunque con frecuencia decía cosas y palabras que no podían entenderse. Estaba claro que la amistad con Verino no sólo le había servido para aprender el idioma, también para conocer todo lo que de Celama, Verino recordaba.
-La llamaba madrecita... -dijo Osina, que intentaba de nuevo guiar la yema del dedo índice por las letras borrosas-. Así la llamaba desde aquella misma madrugada hasta el final. La tía Leda dice que es el diminutivo familiar de los rusos.-Mi madre se lo oiría en alguna ocasión. Es verdad que la llamó así aquella madrugada, cuando Ercina se levantó y bajó las escaleras para abrir la puerta del corral.
Se había puesto una toquilla sobre los hombros y bajaba inquieta, con más lentitud que nunca.
-¿Quién llama...? -inquirió, sin albergar la más mínima duda sobre la identidad del que lo hacía.
-Ábrame, madrecita... -suplicó el hombre-. Soy el hijo que viene de parte del hijo. Casi un año llevo de viaje para llegar a esta tundra, que tanto se parece a la mía.
El hielo de la madrugada seguía corrompiendo la atmósfera y probablemente la tundra era en la memoria del hombre el mismo Territorio helado que derrotaba la distancia, quiero decir que el destino de tan largo viaje no parecía corresponderse con las fatigas del mismo, porque Celama formaba parte de la misma memoria.
Boris Olenko siempre reconoció, en aquellos años que vivió en la Llanura, el aroma originario de los desiertos que cultivaban la intemperie con parecidos vientos y un gemelo cansancio en los horizontes, apenas diferenciado por la sombra de los abedules.
-Ella se resistía a abrirle... -dijo Leda- porque tanto tiempo y tanta confusión la habían hecho tan temerosa como desconfiada. En el pueblo respetaban y atendían a Ercina sin que se percatase, para no abrumarla. Mi madre y mi tía decían, a la vista del cambio que se produjo en su carácter con la llegada del hombre, que nadie supo nunca lo que pudo pasar en el corazón de la vieja, porque la soledad y el sufrimiento son las mejores prendas del secreto.
-Se hizo a la idea de que era de verdad su hijo… -comentó Osina, que no lograba completar el apellido con la yema del dedo.
-El hombre vivió esos años como hijo y como ruso, trabajó las hectáreas y la siguió llamando madrecita. Nunca tuvo muchas amistades ni era demasiado elocuente, pero alguna que otra vez, en el Casino de Sormigo o en las tabernas de Loza y Hontasul, bebía como los más aficionados y sólo en un carro era posible volverlo a casa.
-Tampoco tardó mucho tiempo en saberse que estaba enfermo... -dijo Leda-. Cuando hay nieve y se escupe sangre no hay modo de disimular. Los tres años que Ercina lo tuvo de hijo cambiaron su carácter y luego, como dice mi madre, a la felicidad de tenerlo le sucedió la pena y la melancolía de haberlo perdido, igual que había perdido al hijo verdadero.
El hombre parecía no tener fuerzas para seguir llamando. Intentó apoyarse en el vano de la puerta y suspiró para contener el desfallecimiento y no dar muestras del mismo. Los últimos kilómetros de la Llanura habían agotado sus pasos pero sabía que debía sacar fuerzas de flaqueza, porque la ilusión de la llegada tenía que acomodarse al optimismo de estar cumpliendo una promesa o una expiación.
-Ábrame, madrecita... -repitió de nuevo- que soy el hijo que viene de parte del hijo.
-Dime si murió... -inquirió la voz trémula de la vieja Ercina.
-En mis brazos... -confirmó el hombre.
-Entonces espera que me seque las lágrimas y, mientras lo hago, vete decidiendo lo que vas a decirme en seguida, porque de esto sólo vamos a hablar ahora, cuando todavía no te he abierto ni te he visto la cara. Nadie viene desde tan lejos por razones materiales ni tampoco por una promesa sentimental, yo soy lo suficientemente vieja para saber algo del corazón humano. Lo suficientemente vieja y lo suficientemente curtida, y ni un día dejé de pensar inquieta en la carta de Verino. ¿Me estás escuchando...?
El hombre había acercado el oído a la puerta y sujetaba las manos abiertas sobre ella.
-Sí, madrecita... -confirmó.
-Pues lo que tengas que decirme, dímelo ya –le urgió la vieja Ercina controlando a duras penas la emoción y el dolor de sus palabras, que vaticinaban la presunción más oscura que durante tanto tiempo había corroído su corazón-. No me engañes y, por Dios, hazlo antes de que empiece a quererte como a él le quise.
Los guantes del hombre acariciaron las esquirlas del hielo en la madera de la puerta y el esfuerzo de la caricia preludiaba su desplome porque era como un movimiento inanimado, el rastro insensible de una huella aterida por donde su conciencia llegaba a congelarse.
Fue entonces cuando la vieja Ercina escuchó sus desolados sollozos y tuvo la seguridad de que ese llanto de arrepentimiento se compaginaba con lo más oscuro de su presunción, aquel secreto que venía turbando el sueño de sus noches, cuando el rostro rejuvenecido de Verino musitaba su nombre y de sus labios brotaba un hilo de sangre.
-Vamos, no te dé miedo... -le urgió, mientras comenzaba a abrir la puerta con el corazón invadido por la piedad.
-Madrecita... -suspiró el hombre, a punto de derrumbarse- a lo que vengo es a pedirle perdón por haberlo dejado morir.
Leda y Osina guardaban silencio. Por el camino de Loza se levantaba un viento ralo y en la lejanía de la carretera de Hontasul podía predecirse el ruido de los camiones de la Ruta.
-¿Por qué lo enterrarían aquí, estando el cementerio de Santa Trina tan cerca...? -preguntó Osina.
-Por la religión... -dijo Leda-. Boris Olenko era ortodoxo, como casi todos los rusos.
-¿Y a Verino...? -inquirió Osina, como si en ese instante el recuerdo del hijo verdadero de la vieja Ercina le resultara un enigma que el tiempo y la distancia envolvían sin remedio.
-A Verino lo enterró la vieja con ella... -dijo Leda muy seria- porque un hijo sólo puede enterrarse en el corazón de la madre que lo pierde.

SOY ASÍ DE MEDIOCRE (Saiz de Marco)


No piense que le juzgo, señor Gandhi, pues no hay nadie en la Tierra con derecho a juzgarle. Tendría yo que despojarme ahora de la toga, el birrete, las puñetas, los rizos y bajar de mi estrado o pedestal para que usted, desde su pureza, me juzgue y condene como al resto de la humanidad. No, señor Gandhi, no le juzgo en mi nombre ni en el del Imperio Británico. Simplemente encajo unos hechos en unas leyes (como un silogismo, Mahatma: soy así de mediocre). Y como son leyes injustas, pues mi decisión también lo es. En fin, yo no puedo mirarle a los ojos, pero usted sí. Así que se lo ruego, señor Gandhi, míreme y, antes de que por orden mía le lleven a la cárcel, concédame su bendición.

jueves, 23 de mayo de 2013

SENTIRSE EN MUERTE (Jorge Luis Borges)


Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y estática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya predicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.


Lo rememoro así. La tarde que prefiguró a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de la que después recorrí, ya me desfamiliarizó esa jornada. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata: procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar la avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos –más altos que las líneas estiradas de las paredes– parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.


Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.


La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos –noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental– no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es una delusión: la indisolubilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desordenarlo.


Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales –los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano– son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.

LA PATA DE MONO (W. W. Jacobs)

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento... -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.


III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.