LEE UN RELATO AL AZAR


Ver una entrada al azar

miércoles, 27 de marzo de 2013

LAS ACTAS DEL JUICIO (Ricardo Piglia)

En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.

Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.

En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.

En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse, hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.

Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.

Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.

¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:

¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.

Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.

El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.

¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. Nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.

Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:

Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.

¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.

Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.

No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.

Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.

Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.

Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.

Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.

Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.

En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.

Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.

No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:

Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?

Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.

Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.

Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.

De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.

Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.

Como si no fueran los mismos.

Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.

Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.

¿Qué pasa acá? ­dijo.

Pasa que nos volvemos, mi general.

¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?

Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.

Esa fue la vez que lo hicimos.

Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.

Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.

También por eso lo hice. Para ayudarlo.

Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.

Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.

Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.

Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.

Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:

Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.

LAS SIRENAS (Azorín)

Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores...

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.

BABEL (Saiz de Marco)


Hace tiempo que supe de la afición de mi tío a coleccionar diccionarios. Los tenía de casi todos los idiomas: indoeuropeos, árabes, semíticos, africanos, polinesios, precolombinos… Lenguas vivas y muertas. Incluso dialectos y lenguas inventadas.

Pero no suponía que tuviera tantos diccionarios. Cuando, tras morir sin descendencia, heredé su biblioteca, me entretuve hojeándolos durante varios días.

Llegó a obsesionarme una duda: ¿Habrá algo, aunque sea una sola palabra, que se diga igual en todos los idiomas? Así fue como encontré cientos de vocablos para decir nube, para decir ojo, para decir sí, para decir alfombra…

Un día que mi mastín entró en la biblioteca, se me ocurrió buscar “perro” y descubrí mil palabras para decirlo. Entonces empecé a llamarle con todos sus nombres: los que los humanos de todas las culturas hemos inventado para decir perro. A todas las palabras respondía, levantaba las orejas y me miraba.

Así que, en cierto modo, lo encontré. El lenguaje universal es el tono. Entonadas con afecto, en cualquier idioma las palabras significan afecto.

martes, 26 de marzo de 2013

EL SUICIDA (Enrique Ánderson Imbert)

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

REVOLUCIÓN (Slavomir Mrozek)

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por “ese cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario…

ESPELUY (Saiz de Marco)


Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores (entonces los había, para distinguirlos de aquéllos en que sí se podía fumar). Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, a ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.

Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.

Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.

Tensión.

El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.

Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer no dice nada. Sólo dirige al fumador una mirada tierna, casi cómplice, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en una travesura. El niño también mira al fumador, y sonríe.

El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.

Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.

lunes, 25 de marzo de 2013

PARA MI CHICA LA MARGA (Martín Civera López)

Cuando Marga no está, todo es Marga.

Es Marga la pasta de mi tubo de dientes. Marga es mis orejas y las pocas ganas que hoy tengo de levantarme. Y también el vecino que me saluda y parece que diga Marga. Hoy más que nunca Marga es Argentina. Y ensalada con pechuga asada. Hoy Marga no es la siesta, porque pensando, pensando tampoco hoy me dejó dormir. Esta tarde son Marga mis piernas, que me llevan poco a poco como si fueran solas, sin contar con el resto de mi cuerpo, que, dicho sea de paso, también es de Marga. Y el agradable sonido de mis pasos en el suelo. Y mi respiración. Marga es Dostoievski. Y también Mario Benedetti y Miguel Hernández. Y mi Daniel Pennac. Esta tarde es Marga hasta Ana Rosa Quintana. Y café con leche y torta de nueces y pasas. Marga es las nueve y media y las diez menos cuarto y las diez y veinte.

Y es entonces, a eso de las diez y media, cuando Marga está, y todo lo demás no existe. Y sólo existe Marga.

MOMOTARO (Anónimo japonés)

Una vez, hace muchos años, en un pueblecito de la montaña, un hombre y una mujer muy viejos vivían en una solitaria cabaña de leñadores.
Un día que había salido el sol y el cielo estaba azul, el viejo fue en busca de leña y la anciana bajó a lavar al arroyo estrecho y claro, que corre por las colinas.
¿Y qué es lo que vieron? Flotando sobre el agua y solo en la corriente, un gran melocotón (durazno). La mujer exclamó:
—¡Marido, abre con tu cuchillo este melocotón!
¡Qué sorpresa! ¿Qué es lo que vieron? Dentro estaba Momotaro, un hermoso niño. Se lo llevaron a su casa y Momotaro se crió sano y fuerte. Siempre estaba corriendo, saltando y peleándose para divertirse, y cada vez crecía más y más y se hacía más corpulento que los otros niños del contorno.
En el pueblo todos se lamentaban:
—¿Quién nos salvará de los Demonios y de los Genios y de los terribles Monstruos?
—Yo seré quien los venza —repuso Momotaro—. Yo iré a la isla de los Genios y de los terribles Monstruos y los venceré.
—¡Dadle su armadura! —dicen todos—. Y dejadle ir.
Con un estandarte enarbolado va Momotaro a la isla de los Genios Malignos. Va provisto de comida para mantener su fortaleza.
Por el camino se encuentra a un perro que le dice:
—¡Guau, guau, guau! ¡Momotaro! ¿Adónde te diriges? ¿Me dejas ir contigo? Si me das comida, yo te ayudaré a vencer a los Demonios.
—¡Ki, ki, kia, kia! —dice el mono—. ¡Momotaro, eh, Momotaro, dame comida y déjame ir contigo! ¡Les daremos su merecido a esos malditos Genios!
—¡Kra, kra! —dice el faisán—. ¡Dame comida e iré con vosotros a la isla de los Genios para vencerlos!
Momotaro, con el Perro, el Mono y el Faisán, se hace a la vela para ir al encuentro de los Genios y derrotarlos. Pero la isla está muy lejos, muy lejos y el mar, embravecido.
El mono desde el mástil grita:
—¡Adelante, a toda marcha!
—¡Guau, guau, guau! —se oye desde popa.
Y en el cielo se escucha:
—¡Kra, kra!
Nuestro capitán no es otro que el valiente Momotaro.
Desde lo alto del cielo el Faisán espía la isla y avisa:
—¡El guardián se ha dormido! ¡Adelante!
—¡Mono, salta la muralla! ¡Vamos, preparaos! —dice Momotaro.
Y grita:
—¡Eh, vosotros, Demonios, Diablos, aquí estamos! ¡Salid! ¡Aquí estamos para venceros, Genios!
El Faisán con su pico, el Perro con los dientes, el Mono con las uñas y Momotaro con sus brazos, luchan denodadamente.
Los Genios, al verse perdidos, se lamentan y dicen:
—¡Nos rendimos! Sabemos que hemos sido malos, nunca más volveremos a serlo. Os entregamos el tesoro y todas nuestras riquezas.
Sobre una carreta cargan el tesoro y todas las riquezas que guardaban los Genios. El perro tira de la carreta, el Mono empuja por detrás y el Faisán les indica el camino. Y Momotaro, encima de los tesoros, entra en su pueblo donde todos lo aclaman como vencedor.

AIRE (Saiz de Marco)


Iba en un viejo tren sin refrigeración. Era verano y las ventanillas estaban abiertas. Cansado del asiento, se puso de pie y, asomado a la ventanilla, dejó que el aire le diera en la cara. Sintió que aquel aire le refrescaba por fuera y por dentro. Sintió que el frescor disipaba todo lo que en su vida le entristeció, todo lo que alguna vez le hizo sufrir. Había anochecido. Bajo el claro de luna veía pasar los olivos, los senderos, la tierra, las luces de los pueblos dispersos a lo lejos… Y de pronto se dio cuenta de que nunca en toda su vida, nunca como en ese instante, se había sentido tan bien.

viernes, 22 de marzo de 2013

LA ROSA DE PARACELSO (Jorge Luis Borges)

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

El maestro fue el primero que habló.

—Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo con cierta pompa. —No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

—Mi nombre es lo de menos —replicó el otro. —Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

—Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

—El oro no me importa —respondió el otro.— Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.

Paracelso dijo con lentitud:

—El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:

—Pero, ¿hay una meta?

Parecelso se rió.

—Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:

—Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

—¿Cuándo? —dijo con inquietud Paracelso.

—Ahora mismo —dijo con brusca decisión el discípulo.

Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.

El muchacho elevó en el aire la rosa.

—Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

—Eres muy crédulo —dijo el maestro.— No he menester de la credulidad; exijo la fe.

El otro insistió.

—Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

—Eres crédulo —dijo.— ¿Dices que soy capaz de destruirla?

—Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.

—Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

—No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la luna, todo es mortal.

Paracelso se había puesto en pie.

—¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

—Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.

—Aún queda fuego en la chimenea —dijo Parecelso.

—Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

—¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo–. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resugiera?

Paracelso le miró con tristeza.

—El atanor está apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.

—Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

El discípulo dijo con frialdad:

—Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:

—Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

—Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó, tembloroso:

—Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza.

—Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:

—He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.

Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse. 
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

DE OTRA MANERA (Saiz de Marco)


Hay muchos universos y en cada uno ocurren las cosas de modo distinto. Digamos que pasan de todas las formas posibles.

En este universo, por ejemplo, Europa fue descubierta por los americanos. Llegaron a bordo de enormes canoas. En unas cuantas décadas conquistaron todo el continente. Gran parte de los europeos fueron reducidos a la esclavitud y obligados a trabajar en las plantaciones que establecieron los americanos. Los europeos del norte fueron brutalmente aniquilados (sólo quedan algunos descendientes en las llamadas “reservas”). La mayoría de las lenguas europeas, como el español o el inglés, desaparecieron. Sus idiomas oficiales son ahora el quechua y el aimara.

La población negra, tecnológicamente más desarrollada que la de raza blanca, se lanzó a la llamada “trata de esclavos”. Capturaron a miles de hombres blancos y, atados con cadenas, los llevaron en barco a África. Allí los vendieron como esclavos al servicio de los negros. Tanto ellos como sus hijos eran legalmente “cosas”: objetos que se usan, se rompen o se tiran.

Un grupo étnico (los alemanes, vulgarmente llamados “arios”) por circunstancias históricas hubo de emigrar y dispersarse por la Tierra. En uno de los Estados más cultos del mundo los “arios” fueron perseguidos, recluidos en guetos y campos de concentración, y sujetos a trabajos forzados. Seis millones de ellos fueron exterminados en cámaras de gas, en lo que se conoce como el “holocausto ario”.

La riqueza planetaria está pésimamente repartida. Mientras el continente africano vive en el derroche, el llamado “tercer mundo” (Europa y Estados Unidos) sufre el azote continuo de las epidemias, el analfabetismo y las hambrunas.

Hay un sinfín de universos, paralelos pero distintos. En cada uno de ellos las cosas suceden de diferente modo. Digamos que pasan de todas las formas posibles.

EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO (Ana María Matute)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió.

-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

miércoles, 20 de marzo de 2013

¡ ARRIAD EL FOQUE !" (Ana María Shua)

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique. 

EXTRAÑOS EN UN BUS (Saiz de Marco)

Como casi todos los días, el conductor del autobús ve subir al viejecito con una bolsa en la mano. Al llegar a su destino, un perro espera y recibe puntualmente al anciano. A veces éste no viaja, y entonces el perro aguarda hasta que todos los viajeros descienden del autobús y se alejan. Entonces, al cabo de un rato el perro asume que el viejecito no ha venido hoy. 

Pero ahora es mucho tiempo seguido sin que el anciano viaje. Demasiados días en que el perro, con ojos anhelantes, esperó inútilmente y se marchó decepcionado. 

El conductor del autobús observa que últimamente el perro ha enflaquecido, y entonces ata cabos: Lo que el viejecito traía en la bolsa era comida para el perro. Tal vez el anciano esté enfermo (o haya muerto) y ahora no puede traérsela. 

Entonces el conductor decide suplir al viejo. Todos los días lleva al perro los huesos sobrantes del cocido o algún despojo que compra en el mercado. 

El perro sigue alegrándose cuando ve llegar el autobús. Ya no sólo espera al viejecito, ahora también busca al conductor. 

Un día, de pronto, el anciano reaparece. Envuelto en una bufanda, con aspecto de haber pasado alguna enfermedad y con una bolsa en la mano, vuelve a ocupar su asiento en el autobús. El conductor lo nota tenso, con un sinvivir que le impide dejarse caer en el respaldo. Así que le dice: 

-No se preocupe por su perro. Está bien. Sigue viniendo todos los días a esperarle. 

Entonces el anciano sonríe y se acomoda. 

El conductor no dice nada de que, durante semanas, ha sido él quien ha alimentado al perro. Y al llegar al destino no sale del autobús: contempla desde su cabina el alborozo del reencuentro humano y perruno. 

-¡Canelo! ¡Canelo! 

Y el rabo de Canelo gira como un aspa. 

En el regreso el conductor no pone la radio. Prefiere pensar en las palabras del judío que recorría los desiertos: 

“No hagas el bien pensando en que te alaben. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha”. 

Y concluye: -Puede que el que dijo eso no fuera Dios, pero en todo caso era un tío cojonudo.