LEE UN RELATO AL AZAR


Ver una entrada al azar

jueves, 31 de enero de 2013

HEMORRAGIA INTERNA (Saiz de Marco)


Entra en la habitación del hospital como si temiera llegar tarde a una cita. Mira al enfermo y éste, tras la mascarilla y los tubos, reacciona con sorpresa. El visitante y el hombre encamado se estrechan las manos, fuerte, largamente, hablándose con la mirada. El silencio lo ocupa todo, así que la hija del enfermo tiene que salir. Fuera, con la vista nublada y una presión que crece en la garganta, la muchacha identifica a aquel hombre como el viejo amigo de su padre. Recuerda las charlas y risas de ambos, años atrás, cuando ella era pequeña. Ahora el visitante sale abatido al pasillo. Se acerca a la muchacha y dice: “Dejamos de hablarnos hace años. No recuerdo el motivo. Por una sandez…”. Se gira y echa a andar, haciendo gesto de despedirse con una mano y llevándose la otra a los ojos.

LA GALLINA (Clarice Lispector)

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.


Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de conquista.


Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!


Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.


Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.


Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los gritos:


-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!


Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:


-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!


-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.


La madre, cansada, se encogió de hombros.


Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡”Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!” La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto.


Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.


Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.


Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

TE QUIERO A LAS DIEZ DE LA MAÑANA (Jaime Sabines)

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí. 
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

miércoles, 30 de enero de 2013

COMO UNA OSTRA (Saiz de Marco)


Fue el caso que venía un amigo de mi padre y había que ir por él al aeropuerto, pero a mi padre le surgió un imprevisto que le tuvo ocupado hasta las seis. Así que me pidió que fuera yo a recoger a su amigo:

-Le traes aquí para que deje el equipaje y os vais a comer fuera. A las seis menos cuarto volvéis a casa y ya me encargo yo de él.

-¿Y de qué voy a hablar con tu amigo, si apenas le conozco?

-De animales. Jorge es un entusiasta de la zoología. De hecho, dirige documentales para televisión.

-Pues a mí los animales no me van mucho. Me aburriré como una ostra.

Pero finalmente no resultó mal. Hablamos de muchas cosas y, claro, también de fauna. Me preguntó cuál es mi animal favorito y yo, que al principio estaba aburrida, le contesté: -La ostra.

Ante lo cual afirmó:

-La ostra es un animal fascinante.

-¿Ah, sí?

-Por supuesto. ¿Conoces algún otro que haga perlas con las cosas que le duelen?

“Perlas con las cosas que le duelen”. Sí: cuando algo hiriente entra en su concha, la ostra lo envuelve segregando una sustancia mágica.

Hacer perlas con las cosas que duelen. Transformar lo dañino; construir encima de aquello que nos hirió.

Se me quedó grabado: "Hacer perlas con las cosas que duelen". A veces lo repito y me resulta útil.

EL PRIMER DÍA (Juan Sternberg)

El primer día, Dios se creó a sí mismo. Ha de haber un comienzo para todo.
Luego creó el vacío. Encontró que le había quedado muy grande, y se sintió impresionado.
El tercer día imaginó las galaxias, los planetas y los soles. No se sintió excesivamente satisfecho, sin saber exactamente por qué.
El cuarto día hizo un poco de jardinería: decoró algunos planetas elegidos con un verdadero sentido artístico, y se sintió feliz al probarse a sí mismo que era un dios con gusto, destilando a través del universo una sutil perfección.
El quinto día, sin embargo, para relajarse de los esfuerzos de la víspera, decidió divertirse un poco: imaginó un mundo que no era más que una flagrante falta de gusto, lo atiborró con horribles colores, y lo pobló de una gran cantidad de repugnantes monstruos. Luego llamó a aquel mundo la Tierra.

AVISO (Salvador Elizondo)

La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.
Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.
Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.
Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.
Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

martes, 29 de enero de 2013

UN LUGAR EN EL MUNDO (Saiz de Marco)


Bienvenido a esta ciudad. Suponemos que, si ha elegido instalarse aquí, conocerá nuestra principal regla. No obstante y para evitar equívocos, queremos recordarle que quienes fundamos esta ciudad éramos (posiblemente) débiles, feos, bajos o torpes. Sin embargo, la razón por la que padecimos no fue ser débil, feo, bajo o torpe. La razón por la que padecimos fue que se nos comparó con otros (hermanos, parientes, vecinos…) más fuertes, más esbeltos, más altos, más listos. Muchos de nosotros sufrimos desde niños la comparación, a menudo persistente, con otras personas. Puede que fuera un proceder irreflexivo, incluso bienintencionado, pero a nosotros nos dolió. Por eso fundamos esta ciudad, la llamamos Sin Comparación y promulgamos su norma suprema: “Nadie puede ser comparado con nadie”. Si algún residente infringe esta regla, será obligado a irse de aquí. Por lo demás, la nuestra es una ciudad acogedora y –creemos- grata para vivir. Esperamos que, si decide quedarse con nosotros, su estancia le resulte feliz y, por encima de todo, incomparable.

EL NIÑO LADRÓN Y LA MADRE (Esopo)

Un niño robó en la escuela la tablilla a un compañero y se la llevó a su madre. Ella no sólo no le regañó, sino que incluso lo alabó. La segunda vez robó un manto y la madre lo aprobó todavía más. Al crecer, con los años, cuando fue muchacho, se dedicó a robos mayores. Y una vez, sorprendido en flagrante, lo condujeron al verdugo con las manos atadas a la espalda. Su madre lo acompañó y, mientras se daba golpes en el pecho, el muchacho dijo:
-Quiero decir una cosa a mi madre.
Ella se le acercó enseguida y él le cogió la oreja y se la arrancó de un bocado. Ella le acusó de impío, pero él dijo:
-Si me hubieras pegado entonces, cuando por primera vez te traje la tablilla que robé, no habría llegado a donde estoy, a punto de ser llevado a la muerte.

LA MIRADA DEL MOSQUITO (Yalal Al-Din Rumi)

Te pareces a un mosquito que se cree importante. Al ver una brizna de paja flotando en un charco de orina de cerdo, el mosquito levanta la cabeza y piensa : «Hace mucho tiempo que sueño con el mar y con un barco, ¡y aquí están por fin !»

El charco de agua sucia le parece profundo e ilimitado porque su universo tiene la estatura de sus ojos, y estos ojos sólo ven océanos semejantes a ellos. De pronto, el viento mueve un poco la brizna de paja y el mosquito se dice: « Soy un gran capitán ».
Si el mosquito conociese sus límites, sería como el halcón. Pero los mosquitos no tiene la mirada de los halcones.

lunes, 28 de enero de 2013

ESA SILLA VACÍA (Saiz de Marco)


Tu coche se ha averiado en la autovía. Una grúa lo traslada al taller más próximo. Es uno de esos talleres de carretera, donde van a parar los vehículos siniestrados.

Te quedas mirando algunos: carrocerías reventadas, habitáculos hundidos, chapa rugosa como un fuelle. Caricatura cruel de estilizados diseños. ¿Cuántas personas habrán muerto en ellos? ¿De qué sirve ahora esa chatarra?

Cuando por fin tu coche está reparado conversas con el mecánico. Mientras rellenas un talón bancario te sorprende ver, en una vitrina, el logotipo de tu empresa. Está rotulado en un papel: la clase de formularios que usáis en la oficina. Preguntas al mecánico, y él:

-Apareció en un coche que trajeron hace quince días. Cuando se desguaza un vehículo salen muchas cosas: papeles, monedas, llaves… Todo lo que se fue colando por las rendijas. Yo los guardo, por si acaso.

Así que alguien de tu empresa sufrió un accidente. El mecánico ignora quién conducía aquel coche, pero te asegura que su chasis quedó destrozado.

Estás de vacaciones, como el resto de la plantilla. Cuando vuelvas al trabajo faltará una persona. ¿Quién?

El 1 de septiembre saludas a tus compañeros. Aún quedan varios por incorporarse a la oficina. Cada vez que se abre la puerta piensas “éste tampoco”. Después, una silla desocupada y un rumor que cobra fuerza (“murió el 2 de agosto”). Al fin la víctima tiene un rostro: ése que ya no verás.

Miras a tu alrededor, te miras a ti mismo y piensas que componéis el club de los supervivientes.

LA FRAGA DE CECEBRE (Wenceslao Fernández Flórez)

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, le prendieron varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
-Han plantado un nuevo árbol en la fraga.
Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
-¿Cómo es? ¿Cómo es?
-Pues es -dijo el pino- de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
-¡Es muy elegante, muy elegante! -transmitieron unas hojas a otras.
-Sus frutos -continuó el pino fijándose en los aisladores- son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
-Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.
Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió… sin saber cómo. Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar.
Como estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una canción burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza, todavía muy lejos, entre los pinares de Guísamo. Es la que más divierte a los árboles, porque lo imitan tan bien que muchos aldeanos que pasan por las veredas corren al escucharla, creyendo que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con esto los árboles gozan como niños traviesos.
El pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la onomatopeya. Su propia felicidad, el alborozo pueril de aquella diablura, le movió a decirle al poste:
-¿No quiere usted cantar con nosotros?
El poste no contestó.
-Seguramente -insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía- su voz es delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las nuestras.
El poste silbó malhumorado.
-¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?
-Imitamos a un tren remoto.
-¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?
-No -reconoció el pino, avergonzado.
-Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me interpela, le diré que no encuentro seria su conducta.
-¿Quizá le agrada más la canción de la lluvia?
-No.
-¿Acaso la canción del mar?
-Ninguna de ellas. Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría creer que árboles tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mí pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso. Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y que todo lo que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela y sensiblería, si alguna vez me digno abandonar mis abstracciones y reparar en ello.
La opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne, de ramas de alambre, acusaba de frivolidad.
Llegó el verano y los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las mismas hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los más viejos árboles, daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de haber sido elegido, porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un día en que su esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le dijo:
-He notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a los pájaros que aquí viven y no ha hecho su elección. Me gustaría orientarle, pues supongo que usted sostendría un nido con agrado. Nos convierten en algo así como un regazo maternal. Yo alojo a unos cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos. Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que hay oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza y originalidad que no desmerecerían de las que a usted le ennoblecen.
El poste crujió:
-¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta plumaje de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese el tiempo con la cría de pajaritos?
Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible para desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en las ramas.
Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba el sol destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado, una maravilla viviente.
-¿Se ha fijado usted en mis collares? -se atrevió a preguntar al vecino.
-Sí -aprobó esta vez el poste-; claro que usted llama collares a lo que no son más que gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué), y es más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.
-¿No será muy debilitante? -temió, estremeciéndose el pino.
-Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se opone a hacer una buena carrera.
-¡Ah! -exclamó el árbol, que seguía sin entender.
-Hasta le favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y ahí los tiene usted ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.
Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque del ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas. Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció alegrarse.
-Al fin se decidió a cumplir su destino –declaró-. Ahora podrán hacerse de él muy hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.
Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas se asemejaban algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.
Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobando la fofez de la madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió.
El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
-¡Mira e infórmanos! -rogaron los árboles al pino.
Y el pino miró.
-¿Qué tenía dentro?
Y el pino dijo:
-Polilla.
-¿Qué más?
Y el pino miró de nuevo:
-Polvo.
-¿Qué más?
Y el pino anunció, dejando de mirar:
-Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.

TERCERA HISTORIA (Giovanni Guareschi)

¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.

Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.

-¿Quieres hacerme de escalera? -le dije.

La muchacha dejó la cesta y yo trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.

-Extiende el delantal, que vamos a medias -dije a la muchacha.

Ella contestó que no valía la pena.

¿No te agradan las ciruelas? -pregunté.

-Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí – me dijo.

Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.

-Tú tomas el pelo a la gente -exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.

No dijo palabra.

La encontré dos tardes después siempre en el camino.

-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que había aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.

-¿Se podría saber por qué me miras así? -le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.

-Yo no te miro -contestó tímidamente.

Subí a mi bicicleta.

-¡Cuídate, larguirucha! -le grité. Yo no bromeo.

Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.

Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.

Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.

Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.

Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manillar a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.

Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manillar y saqué una piquetilla.

-Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él -dije.

La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.

-¿Por qué hablas así? me preguntó en voz baja.

Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?

-Porque sí –contesté-. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.

-Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.

-Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité-. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.

Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me largaba. Me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacerse la estúpida con los demás.

Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.

-Adiós -le decía al pasar.

-Adiós -me contestaba.

El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.

-Tengo dieciocho años -le dije. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.

Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.

-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me apedrearían si me viesen ir en compañía de uno tan joven.

Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:

-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?

Con la cabeza me hizo señas de que sí.

Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.

-Los muchachos –exclamé- antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.

-Decía por decir -explicó la muchacha-. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!…

Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.

-Querida mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.

-No -contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Cuanto más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.

Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.

-En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar – dije saltando en la bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, te romperé la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.

Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:

-Mañana parto para alistarme.

-Hasta la vista – contestó la muchacha.

-Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.

Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.

Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.

Desmonté delante de ella.

-Concluí -le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisonial.

-Es muy linda – contestó la muchacha.

Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.

-¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.

La muchacha suspiró.

-Lo siento, pero el árbol se quemó.

-¿Se quemó? -dije con asombro. ¿De cuándo acá los ciruelos se queman?

-Hace seis meses -contestó la muchacha-. Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?

Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.

-¿Y tú? -le pregunté.

-También yo -dijo con un suspiro-; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.

Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.

-¿Te hice daño? -pregunté.

-Ninguno.

Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.

-¿Y entonces? -dije finalmente.

-Te he esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?

Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.

-Entonces – repitió la muchacha–, ¿puedo irme?

-No -le contesté-. Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.

-Está bien -dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.

Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.

Han pasado doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.

-Adiós.

-Adiós.

-¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica.